"Diario de a bordo de un niño astronauta": el peligro de no responder las preguntas de los niños
La novela de Humberto Ballesteros narra la historia de Saúl, un niño que pregunta por su padre porque hace días no regresa a la casa. Los adultos le dicen que está de viaje, pero Saúl sabe que hay algo más. Nadie le explica nada. El niño de siete años se cansa de esperar y, con ayuda de su imaginación, emprende su propio viaje: a su padre lo encontrará solo.
Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad
Siempre le cerraban la puerta en la cara. Le decían que se fuera a dormir o que jugara en otro lado. Que se encerrara en su habitación porque estaban hablando cosas “de grandes”. Los intentos, siempre torpes, de susurrar para que la conversación fuera privada, terminaban en gritos que atravesaban las paredes. Saúl, además de escuchar, entendía. Quería hablar de “esas cosas de grandes que también eran de él, de que eran de grandes pero tenían que ver con él y por eso eran suyas por derecho propio”. Pero al niño de siete años, además de que le ocultaban información, le impedían sentir.
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Siempre le cerraban la puerta en la cara. Le decían que se fuera a dormir o que jugara en otro lado. Que se encerrara en su habitación porque estaban hablando cosas “de grandes”. Los intentos, siempre torpes, de susurrar para que la conversación fuera privada, terminaban en gritos que atravesaban las paredes. Saúl, además de escuchar, entendía. Quería hablar de “esas cosas de grandes que también eran de él, de que eran de grandes pero tenían que ver con él y por eso eran suyas por derecho propio”. Pero al niño de siete años, además de que le ocultaban información, le impedían sentir.
“Diario de a bordo de un niño astronauta”, de Humberto Ballesteros, recorre los pasos de un niño al que le dijeron que sobre lo que sentía no se debía hablar. A sus sentimientos y preguntas se las quisieron disipar con la historia de un viaje. Lo quisieron entretener, enredar, embolatar. Le dijeron que su papá, la persona más importante de su vida, se había ido de viaje. Y creyeron que con eso sería suficiente.
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Ballesteros le dio a Saúl, su protagonista, un flotador: la imaginación. El niño llevaba meses preguntando por su papá, que no había vuelto a casa. Cuando la historia del viaje dejó de resistir sus recurrentes preguntas, los adultos se exasperaron y él tuvo que buscar soluciones. Hurgar por sus respuestas. Así que decidió atar cabos: si aquí no está, si se fue de viaje, si nada que regresa, si no hay ni siquiera llamadas solo habría un lugar en el que podría estar. Un lugar en el que no hubiese nada, solo vacío. Y desde el vacío tendría sentido que no se comunicara ni que volviera. Solo habría un lugar que los dos, antes de que él se fuera, anhelaban. Tal vez estaba allá. Tal vez se había ido para la Luna.
La imaginación de los niños siempre se promueve. Se habla de ella como un escape. Como una ventana por la que las mentes más jóvenes pueden flotar en universos fantasiosos que en su cabeza son posibles. Los pintan con alas o cohetes. Los imaginan cabalgando a toda velocidad por una carretera destapada en la que no tendrían que usar casco ni saber montar a caballo. En la imaginación estarían siempre a salvo. Pero no. Este libro, justamente, narra la historia de cómo, después de que a un niño se le castra la sensación, la imaginación se convierte en una salida tóxica.
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Los adultos de esta historia están perdidos. Viven al borde del abismo y se sostienen fingiendo. Se dicen que todo está bien, pero al mínimo asomo de pregunta, de cuestionamiento sobre lo que esconden y lo que les duele, estallan. Son histéricos. El niño, víctima de la hostilidad con la que generalmente responde su madre, su tía y su tío, deja de preguntar y se las arregla para coordinar su propio viaje a la Luna, lugar en el que seguramente estará el único adulto que, después de sus berrinches, preguntas o pedidos, respondía con miradas. Reaccionaba con serenidad.
La novela de Ballesteros, corta, de 138 páginas, describe personas que por su mínima capacidad de maniobra terminan perjudicando al más frágil, al niño, a Saúl.
Hay, por ejemplo, una tía de la mamá de Saúl que vive con ellos. Prepara los desayunos y está pendiente de que el niño se los coma. Lo atiende como puede: a veces le lee, pero le lee mal, con desgano, sin intención. A veces lo ayuda, pero como ella quiere, y entonces el niño termina llevando las tareas no como se las pidieron, sino como la tía decidió. A veces quiere servirle de compañía a su sobrina, pero no entiende lo que dice, lo que le quiere contar, y entonces le responde cualquier cosa, como si creyera que con un sonido basta. Todos, como la tía Toña, son adultos heridos que intentan aliviar. Como si su dolor fuese disimulable. Como si esa herida abierta, gigantesca, estruendosa, no los dejara expuestos.
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“Cuando se está con un niño cuyo padre se ha ido de viaje de forma imprevista y por un tiempo indefinido, nadie, ni siquiera su familia más cercana, puede evitar mirarlo sin parar, con una curiosidad lastimera rayana en la crueldad. Con una absorta, invasiva, denigrante ternura”, escribió Ballesteros, y luego, de a poquitos, fue develando el “doble filo” de la imaginación con la que Saúl quiso responderse las preguntas. Hubo una psiquiatra que intentó hablar con la madre de Saúl sobre la necesidad de sentir, de hablar, de que le permitieran llorar y de que le dieran las razones reales por las que ahora estaba en medio de un duelo. No la escucharon. Saúl, después de emprender un camino hacia la verdad que buscaba, terminó más lastimado, más distanciado. Terminó ideándose la forma en la que pudiese convertirse en el dueño de su propio destino.
En “Diario de a bordo de un niño astronauta”, Ballesteros narró el punto exacto en el que se terminó la infancia de Saúl. Narró la herida que le ocasionó la ausencia y luego el inútil proceso con el que buscaron sanarsela por medio del olvido. Si algo tenía Saúl, era memoria. Tenía huellas que trató de buscar en medio del vacío. A ese vacío se entregó.