El Magazín Cultural

Diario del confinamiento X: Vivir con lo mínimo (Tintas en la crisis)

Desde hace un par de días, los medios de comunicación españoles aseguran que la curva de contagios se está ralentizando y las cifras de ingresados en los hospitales españoles empiezan (muy lentamente) a decrecer.

Daniela Siara
11 de abril de 2020 - 02:48 p. m.
Cortesía
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Es una gran noticia, pero no puedo decir que esté contenta. Se sigue muriendo mucha gente. En Barcelona hay más de tres mil fallecidos y en todo el país van más de 15 mil. Sin embargo, se está reflejando la efectividad del confinamiento. Le hemos dado un martillazo al crecimiento exponencial del contagio y, a estas alturas de la experiencia, creo que ya somos conscientes que el esfuerzo colectivo es lo único eficaz para superar la pandemia.

Se rumorea que el confinamiento durará hasta mediados de mayo. Los más pesimistas dicen que acabará a finales de junio. Y luego, con muuuchas restricciones, algunos podrán empezar a salir de forma escalonada. Dicen que los primeros serán los inmunes que ya hayan superado la enfermedad, luego los jóvenes y, por último, las embarazadas y la gente mayor de 55 años. El protocolo para el resto de personas, que estamos en un rango medio de edad, es una incógnita. Lo que es seguro es que no podremos estar en las calles como antes. Habrá unas pautas que definirán quién sale y cómo lo hace, para reducir riesgos de contagio. Está latente el miedo a un rebrote y a un nuevo colapso sanitario. Lo único medianamente alentador es que por fin se está teniendo en cuenta a los niños. Parece que desde el gobierno están estudiando la posibilidad de que puedan salir con uno de sus padres a dar un paseo, cerca de sus casas, antes de que termine el confinamiento.   

Si está interesado en leer el capítulo anterior de este diario, ingrese acá: Diario del confinamiento IX Día Internacional del Libro Infantil (Tintas en la crisis)

Sin embargo, todo es absolutamente especulativo. Las decisiones se toman día a día, y dependen de muchos factores inciertos como el impacto económico o la evolución de las cifras de contagiados y muertos. Pero el problema es que los números oficiales se han puesto varias veces en tela de juicio, básicamente, porque no ha habido suficientes test para conocer el número real de contagiados. Además, mucha gente que ha muerto fuera de los hospitales no ha sido contabilizada como víctima del coronavirus. 

Estos últimos días voy escuchando a mi alrededor opiniones más realistas que antes, insinuadas en la radio por tertulianos sabelotodo, suspiradas en una videoconferencia con amigos o susurradas en la intimidad de casa. Sí, nos estamos haciendo a la idea de que el final de la pandemia no es tan inmediato como desearíamos. Ya quedó atrás el síndrome del excursionista, que piensa que ha llegado al final de su camino, pero al que todavía falta un gran trecho y, luego, el camino de regreso. 

Las universidades catalanas ya han asumido públicamente que el curso deberá acabarse virtualmente y, en sus cálculos más optimistas, aspiran a realizar los exámenes finales de manera presencial a mediados de junio. Muchos colegios del País Vasco ya han dicho que los niños no volverán a las aulas hasta en septiembre. Nadie sabe a ciencia cierta cuál será el proceso para integrarnos a la vida post-pandémica, y cómo se podrá reconstruir una nueva realidad a partir de los despojos que nos queden de esta. 

A veces tengo la sensación de que van dosificándonos la información, al estilo de la famosa Doctrina del Shock, de la periodista canadiense Naomi Klein. Hace solo un mes, todo el mundo pensaba que el coronavirus no era más que una gripe fuerte, y nadie contemplaba medidas de confinamiento severas. “Esto solo puede imponerse en países con gobiernos autoritarios, como China”, asegurábamos todos. “En la Europa de las libertades sería impensable”. Pero las noticias tomaron tintes rojos, nos entregamos al miedo y aceptamos cívicamente el encierro forzoso por dos semanas. “Serán sólo 15 días, y luego podremos salir de nuevo todos a la calle, a trabajar y a vivir como antes”. Después de un mes, nos hemos ido acostumbrando a la vida confinada. Al fin y al cabo, el ser humano es experto en reinventarse. Tomar una cerveza con amigos en una terraza abarrotada o preparar una deliciosa comida para reunir a toda la familia se siente hoy algo lejano, una temeridad de otra vida. Parece, por tanto, que ya estamos preparados para el siguiente nivel, y ya se nos empieza a insinuar que la salida será lenta y que nuestra ubicación deberá ser controlada 24 horas al día, por nuestro bien. Después vendrán otras medidas, que nos habrían parecido inasumibles antes del virus. Antes del miedo. 

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Lo que no me queda duda es que nuestros hábitos de consumo se verán afectados completamente. Por un lado, por la tremenda crisis económica que se nos viene encima, pero también por la repentina toma de conciencia de la gran cantidad de compras y gastos innecesarios que hacíamos. En el caso de nuestra familia, el consumo se ha reducido a lo esencial: comida, medicinas, un pan de calidad de vez en cuando y una tableta digital para que Miquel pueda garabatear misteriosas ecuaciones y diagramas a sus estudiantes virtuales de mecánica del vuelo. Está claro que esta reducción es forzada, pero nos está mostrando que podemos vivir felices, prescindiendo de muchos caprichos del día a día. De hecho, he leído que mucha gente en Europa está poniendo en duda los beneficios de la globalización. La deslocalización de la producción, el modelo de crecimiento basado en un consumo compulsivo… 

Las bases del modelo en el que vivimos se antojan absurdas estos días.

Sin embargo, estoy empezando a percibir una presión que me intenta empujar hacia el consumo online. Es como si la inmovilidad física debiera compensarse con una actividad sin límite de la tarjeta de crédito. Hoy google me ha “sugerido” que visite una tienda de Inditex en la que venden pantalones que no necesitan ser probados. También me persiguen los anuncios de cosmética. Algunos parecen no haberse enterado de que el mundo está cambiando. ¿Tiene sentido seguir comprando ropa cuando solo necesitamos estar cómodos en casa? ¿Es vestirse un acto social? Los anuncios que más me han indignado estos días son los que nos muestran cómo Amazon cuida de la salud de sus repartidores con mascarillas, lavados de manos y geles higienizantes. ¿De verdad hay gente que sigue necesitando que le lleven libros, juguetes o comida japonesa a la puerta de casa? ¿No estamos dispuestos a renunciar a nada para garantizar la seguridad de otros? 

Siguiendo ese mismo pensamiento, me he propuesto reutilizar todo el material que pueda para hacer actividades de plástica con mi hijo. He recolectado de la basura y de cajones olvidados diferentes tipos de material (papeles de diferentes texturas y grosores, trozos de cartón y de tela, cuerdas, pitillos) para que él pueda expandir su gozo de recortar. Me he dado cuenta que teníamos muchas cosas que estaban esperando su momento para ser reusadas y hacer feliz a un niño. Lo mismo pasa con la ropa, así que estoy redescubriendo con ilusión prendas que estaba muriéndose de tristeza en una esquina del armario.   

Ayer una vecina me avisó que en una farmacia cercana estaban disponibles las mascarillas FPP2. En seguida me puse la chaqueta y salí a su búsqueda, porque sabía que se acabarían pronto. ¿Debería haber comprado todas las existencias al alcance de mi mano? No. Compré cuatro, que son las que necesitaremos durante las próximas semanas de salidas esporádicas. Luego, ya veremos qué hacemos.

En esta época de pandemia global quiero tomar las precauciones para no enfermar y no contagiar a otros. Pero sobretodo, quiero hacerme responsable de no perder la cabeza. Estoy reencontrándome, luminosa en medio de este vacío que nos ha dejado la imposibilidad de consumir. Y como no sabemos hacia donde nos dirigimos, por lo menos me gustaría recorrer este camino sin pánico, y sin caer de nuevo en la trampa individualista del capitalismo depredador.

Por Daniela Siara

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