Digresiones de una melómana en la era digital (El cajón de Santaora)

No me gustan las etiquetas. O me gustan, pero no las convenidas. Es algo que no controlo. Cuando me preguntan si soy melómana, por ejemplo, evado la respuesta trayendo términos fanfarrones como memelómana o melosociómana.

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Julia Díaz Santa
12 de diciembre de 2023 - 03:00 p. m.
Autorretrato con Vinilo de Julia Díaz Santa.
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Foto: Julia Díaz Santa
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Me gusta mucho tu camisa de orgullo gay, le dice una persona a otra que lleva como atuendo la portada del disco Dark Side of the Moon, de la banda británica Pink Floyd.

Mientras el ojo enfoca el famoso prisma de Newton, triángulo atravesado por un haz de luz blanca que da como resultado los colores primarios, mi boca suelta una risa con flojera. La incongruencia y el contraste son una ruta frecuente para la creación del humor.

Con eso jugó quien produjo el meme de la escena anterior, seguramente, una vieja alma melómana del rock. Me pregunto si una persona melómana que además hace memes es algo así como una memelómana. Busco en internet si ya existe el término. Salvo por una cuenta de memes principalmente rockeros en redes sociales llamada memelomanía, no veo nada más con algo de impacto.

Me parece una buena palabra para acuñar. Antes de lanzarme a escribir el hallazgo, empiezo a disgregar. ¿Qué es un meme? Más allá de un conjunto de signos, hoy en día el vocablo se usa principalmente para señalar un recurso expresivo multimedial, con tono humorístico, que causa interés, o al menos gracia, en internet.

Ahora, cuando el biólogo de apellido Dawkins acuñó el término en 1976, estaba pensando en otra cosa. Su libro El Gen Egoísta es la primera referencia para abordar el concepto meme, como unidad cultural aprendida o asimilada que no se transfiere genéticamente. Es decir, un componente que se transmite de persona a persona o de generación a generación y que, junto con otros elementos de su misma especie, forman los cimientos de nuestra cultura.

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Una síntesis muy somera del término secuestrado por los internautas, como lo dijo el propio Dawkins. No obstante, sigo avanzando y voy al segundo punto ¿Qué es una melómana? Empiezo a separar y encuentro dos componentes léxicos en contraste. Uno es melos, que remite a canción o música; y el otro es manía, que tiene que ver con locura, demencia. Es decir, a la persona melómana le gusta tanto la música que tiene un pie en el furor, en el delirio.

Eso me da algunas pautas y empiezo escribir: Memelómana, no. 1. Adj. f. y m. Persona que se ríe de su propia necedad musical. También de quienes revisten con tono afectado la magia de escuchar extrañas versiones y rarezas musicales.

¿Vos sos melómana? Me preguntó incrédula una chica que está un grupo de melómanas salseras que funciona a través de un chat de WhatsApp en el que también estoy. Y como en ese momento el término memelómana no me había encontrado, le respondí que no, que era melosociómana.

Ya sé, hubiera podido responder de una manera más contundente: “Lo que se ve no se pregunta”, como respondió Juan Gabriel, el Divo de Juárez, cuando lo interrogaron sobre su homosexualidad. Pero no me gustan las etiquetas. O me gustan, pero no las convenidas.

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La vida tiene mejor humor que nosotros, entonces nos invita a una pequeña pausa para recordar que, en la tierra de los meros machos, la mayor insignia musical en traje de mariachi sigue siendo un hombre gay. Otro contraste que nos hace reír con cierto desagravio, sobre todo porque pone en aprietos a los maniáticos de la homofobia.

“Si alguien te pregunta algo incómodo, responde con algo que le incomode más”, leí hace poco en un meme que presenta una conversación de señoras sonrientes en una cocina brillante de los años cuarenta. Señoras dispuestas a todo, menos a incomodar. De nuevo, una gozosa discordancia.

En vez de eso, ante la pregunta por mi etiqueta, por mi rótulo, fanfarroneé con este otro término que nació de añadir un nuevo componente léxico a los antes mencionados: socio. Del latín: Socius, que significa compañero. Fue sumado para indicar la melosociómanía: interés por la vida social humana, más allá de la música en sí misma. Es decir, la persona tiene una afición exagerada por observarse a sí misma, a los grupos y a las sociedades, a través de la música. Todo eso, con un pie en el delirio.

Memelómano, melosociómano o melómano, cualquiera que voluntariamente porte alguna de estas etiquetas se compromete a vivir en una paradoja: el amor y el desvarío. “Porque si fuera algo tan simple afirmar que la demencia es un mal, tal afirmación estaría bien. Pero resulta que, a través de esa demencia, que por cierto es un don que los dioses otorgan, nos llegan grandes bienes”, dice Sócrates en Fedro de Platón.

Parafraseando a un amigo, si hay algo de lo que no me arrepiento es de convertirme en melómana, porque siempre he tenido la prudencia de seguir escuchando reguetón.

Hay días en que me lo sirvo crudo, con su beat que me hace sentir en una competencia de aeróbicos y sus letras precoces que apagan cualquier síntoma de erotismo. No es cierto, no me convertí en melómana, simplemente nací y aún crezco en medio de torres de diez mil y un elepés. Hay etiquetas que nos eligen, para bien o para mal.

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Lo que sí es cierto es que soy un cuerpo análogo y digital que disfruta del raro privilegio de vagar por todas las músicas, incluido el reguetón. No es que me guste toda la música que existe, es que mi delirio de melosociómana me inscribe en la premisa “que nada humano me sea ajeno”. Homo sum, humani nihil a me alienum puto.

A esta altura, no sé si soy melómana por una vida que se puede narrar en vinilos o porque, según el informe de Spotify, el 2023 fue un festín para mis oídos. Dicen que escuché 17 géneros y reproduje 1403 canciones en la plataforma. Interesante, pero como aún tengo la prudencia de poner un pie por fuera de la red digital, más que esas cifras, me gustaría que Spotify calculara, por ejemplo, cuántos kilómetros suman mis bailoteos. Eso me daría la distancia que es posible recorrer mientras escucho música.

¿Cuánto tiempo tardaría una persona en caminar la circunferencia de la tierra?, escribo en Google.

Me responde que, teniendo en cuenta que el planeta es un aro de unos 40 mil kilómetros y que un humano camina un promedio de 5 km por hora, tardaríamos unos 330 días. Creo que he bailado mucho más que eso. Mientras me animo a salir a la ruta, con aires de Forest Gump en tacones, me convenzo de que ya hemos dado muchas vueltas al mundo en 80 días, circunnavegando en los laberintos de la internet.

Por Julia Díaz Santa

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