Había empezado el bachillerato y, aunque no era un estudiante especialmente aventajado, algunos de sus profesores lamentaron su deserción. Huraño y taciturno, el muchacho, que contaba con tan solo 12 años, se dedicó sin protestar a sembrar y cosechar. Prontamente, sus manos adquirieron el color de la tierra y se tornaron demasiado anchas y ásperas para la ternura. Al finalizar la semana, sin decir una palabra, Caín dejaba encima de la percudida mesa de la cocina los frutos del campo que Eva lavaba y empacaba para llevar el domingo al mercado. Un canasto con huevos, algunas matas de cilantro, espinaca y lechuga, 10 o 15 libras de zanahoria, unas cuantas cebollas y en ocasiones, un par de matas de coliflor. Eso era todo. ¿Qué más podía hacer este muchacho?, pensaba Eva, mientras contaba el producido de la semana. Cuando la condición de su padre empeoró, Caín remplazó a su madre en el mercado.
En la plaza, Caín, que ya rondaba los 15 años, apenas intercambiaba palabra con los otros campesinos. Observaba de reojo, evitando cruzar la mirada con los demás, pero no con temor, sino con sospecha. Algunos decían, no sin cierta razón, que a ese muchacho se le había dañado el corazón. Caín sabía, por ejemplo, que Doña María dejaba de ir al mercado justo el día en que el grupo de muchachos de botas y morrales iba al granero por arroz y panela. Esos días las ganancias eran pocas. Era distinto cuando llegaba el señor de la camioneta. De puesto en puesto, empacaba todo y sacaba fajos de billetes de su carriel. Todos recibían el dinero y agradecían.
—Y este, ¿de dónde es?
— Es el hijo mayor de don Adán y doña Eva, patrón — se apresuró a responder uno de los vendedores al ver que el muchacho bajaba la cabeza y miraba, como de costumbre, de soslayo.
— Mire a ver si se deja de huevonear con lechuguitas y zanahorias y se pone a trabajar como los hombres de verdad —le dijo dándole un empujón que lo hizo tambalear.
— No hay nada de malo en trabajar la tierra —replicó Caín.
— Pues hasta respondón nos salió este huevón —vociferó el patrón alejándose
Cuando Abel cumplió 9 años, empezó a acompañar a su hermano al mercado. Al contrario de Caín, Abel era un encanto de niño. Con grandes ojos verde aceituna y una expresión siempre vivaz, pasaba de puesto en puesto haciendo chistes y contando historias. Por supuesto, su presencia incrementó las ventas. Siempre regresaba a casa con algún regalo: doña Marina le daba una cachucha, don Manuel le empacaba dos kilos de papa; Berta, la de la tienda de la esquina, lo mimaba con dulces.
— Deje de estar haciéndole sonrisitas a todo el mundo que se va a meter en problemas — le recriminó Caín un día, mientras tomaba un sorbo de gaseosa que le había mandado Marisol, la hija de Berta.
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Doña Marina se empeñó en que el niño hiciera la Primera Comunión, así que, cada domingo, después del mercado, le enseñaba las oraciones y lo llevaba a la misa de cinco, para que no se le perdieran los buenos sentimientos.
Mientras esperaba a su hermano, Caín, que por entonces había cambiado la gaseosa por cerveza, se sentaba en la puerta de la tienda y miraba con disimulo a Marisol que barría la entrada. A veces, levantaba la mirada para ver al grupo de muchachos de botas y morrales alejarse con los bultos al hombro.
Abel le había caído en gracia al patrón. El día de su Primera Comunión le regaló su primera becerra. Desde entonces dejó de acompañar a Caín. Ahora llevaba camisas nuevas y un sombrero igual al del patrón, aprendió a montar a caballo, a marcar ganado y hasta a sacrificar reses. Los domingos asistía a misa con devoción pues, como el mismo decía, era un hombre de fe y Dios premia a quien bien le sirve. A los 13, Abel recibió su primera arma. A los 15, le regaló a su mamá una nevera para que pudiera guardar la carne que le llevaba todas las semanas.
— Mire mijo, ¿por qué no le consigue un trabajito a su hermano? A ver si deja de andar jodiéndose con esas matas y nos alcanza pa´ arreglar la casa, que ya se cae.
— No se preocupe, mamá, que yo le consigo para la casa. Deje en paz a Caín, que ese no sirve pa´ más.
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A pesar de lo que creía su hermano, Caín se había convertido en un hombre fuerte y recio. Hombre de poca fe, observaba en silencio los ires y venires de unos y otros. Los muchachos ahora no disimulaban las armas que antes iban camufladas en sus morrales. El patrón había organizado un pequeño, pero bien dotado ejército que patrullaba los alrededores para proteger las fincas más grandes de lo que pudiera pasar, mientras advertía a los jóvenes de las parcelas pequeñas de no andar juntándose con quien no debían.
Ese domingo, luego del mercado, Caín se acercó a la tienda de Berta y pidió, como de costumbre, un par de cervezas. Hoy no habían venido los muchachos de las botas. Al volver la vista hacia dentro, no pudo evitar encontrarse de frente con los ojos de Marisol.
— ¿Si sabe lo que andan diciendo? — Le dijo de repente la mujer.
— No… yo nunca sé nada.
— Ahora va a decir que no sabe en qué anda Abel.
— ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?
— Pues debería… así nos evitamos unos cuantos muertos...
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Al llegar a su casa, Caín le entregó a su madre, como lo había hecho los últimos 10 años, el producido de la venta del mercado; sin guardarse para él más que lo de las dos cervezas.
— No se preocupe; quédese con eso, que a mí no me hace falta. Mire que su hermano me dio para el mercado y me va a arreglar la casa. Si su papá viviera estaría tan orgulloso. Es que ese hijo mío es tan bueno, un corazón tan puro.
Caín dejó el poco dinero sobre la mesa. En un gesto casi imposible para él, acarició la cabeza de su mamá y salió de la casa sin decir nada.
Un par de días después, encontraron el cuerpo de Abel con una herida de azadón que le atravesaba el pecho. De Caín no se ha vuelto a saber nada. A veces, al finalizar la tarde del domingo, Marisol levanta la vista como si esperará encontrase con una mirada conocida.