Dos palabras acerca de Rómulo Bustos y de "Sacrificiales"

Presentamos un texto sobre el poeta Rómulo Bustos Aguirre, que fue reconocido con el Premio Nacional del Poesía 2019 del Ministerio de Cultura. "La mirada de Orfeo", "Parábolas del vuelo" y "Sacrificiales", de la editorial Frailejón, son algunos de los libros que Bustos ha publicado.

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Santiago Mutis D.
05 de octubre de 2019 - 12:42 a. m.
Rómulo Bustos Aguirre nació en Santa Catalina de Alejandría, Bolívar. / Archivo personal
Rómulo Bustos Aguirre nació en Santa Catalina de Alejandría, Bolívar. / Archivo personal
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“Un león enjaulado no es un león...”

Pablo D´ ors

Dice él que es del ocio, del tiempo y de la pereza de donde ha tomado sus poemas; pudoroso calla la serenidad, y una filosofía a veces de cuchillo en la mano, para observar mejor a la criatura –con frecuencia monstruosa– del mundo.

Hace Rómulo de cada poema una muy elaborada y cuidada vasija –eludiendo con su forma el barro– para oír la sombra, el misterioso abismo que llevamos dentro, y también la sombra del agua, menos liviana. Borgiano, juega con la paradoja, la provoca, por momentos con aguda curiosidad animal –como la del gato–, pero disimulando su intensidad y el sobresalto de la avidez. ¡Sereno!

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Hace 30 años Rómulo Bustos nos entregó su primer libro. Hoy, Sacrificiales (2001-2003) tiene 41 poemas. Es decir, ha construido una obra.

A él le importan la abrupta inocencia de su coterráneo Rojas Herazo, y también el fino umbral en el que Giovanni Quessep ha tejido su poesía, y su propia alma, que echó a volar entre acantilados. (Tal vez también Raúl Gómez: el hombre moderno ha aceptado su propia abyección).

Más sereno, Rómulo taja y destaja sobre una tablilla las pruebas que acosan a uno y otro. Borges lo cuida; sin embargo, no siempre; entonces, se abisma en la realidad, menos apacible de lo que nuestra distancia nos hace creer. ¿Elaborada distancia, protección, prudencia, sabiduría...? Pero desde nosotros mismos la vida nos asalta y confunde, y desordena ese bodegón dispuesto ante nosotros, como en aquella simple y sencilla cena... en Emmaús. ¿Prudencia? Sin duda; él parece un hombre precavido.

Pero su propia inteligencia lo alarma, como una inesperada carta en la baraja de los días; aunque en verdad todas las cartas de la baraja nos son inesperadas, sorpresivas, sorprendentes. El mago tiembla con sus propios poderes. También las apariencias. Constantemente. Pero el mago nos dice, fingiendo, que era jugando; pero ya la sombra se ha estremecido. En un poema de muchachos en la playa, un animal, partido en dos, nos mira... ¡vivo!

¿Escribe Rómulo hoy, con más de mil años de lejanía, un poema a una santa? Sí, a su manera: basado en una hagiografía apócrifa. Lucía, santa Lucía –su nombre viene de luz, de la luz incorruptible por eso a Santa Lucía, que era una niña, le arrancaron los ojos, dice la hagiografía que nombra Rómulo, “Santa Lucía, virgen”. En las ingenuas imágenes grabadas que ilustran la leyenda –como una biblia de pobres–, simplemente la degüellan. Después del siglo XV su historia se desdeña, hasta el olvido. La muchacha le ha restado importancia a su propio cuerpo, vence toda negligencia en la vida, aparta de sí matrimonios y mundanidades, y reparte la herencia de su riqueza, cuyo desprendimiento y generosidad le ocasionan la muerte: desobedece las leyes de los césares y rehúsa corromperse sirviéndolas. Inamovible, la joven Lucía será amenazada, humillada, violada, torturada...  y finalmente degollada. El magnífico tenebrismo de Caravaggio pintará, mil trescientos años después, su entierro, y también su belleza. Sin embargo, Rómulo, en Cartagena de Indias, escogerá “otra” santa Lucía –una de estampa– para su poema: “Los ojos, siguiendo la tradicional iconografía / reposan sobre un plato, como dos peces muertos / ... / Tan grandes que por ellos debió caber el mundo, / toda la carne / y sus demonios / ... / Patrona de las modistillas... / Y acaso de los voyeristas, comenta mi demonio de cabecera”. Sus ojos –“el órgano más sensible del tacto”–, sensibles solo a la luz, son en Rómulo perturbadora tentación.

“Sacrificiales” –que le da su nombre al libro– es un poema sobre el carnicero del barrio, anónimo, o de nombre Abraham, con sus afilados cuchillos, su largo delantal, como su historia, salpicada de rojo–, ¡y ese olor!

Serenidad, distancia. Pero vivas. En un poema suyo donde la belleza del vuelo –hermosa danza de pesca– de unas “garcetas” (“Poema con pez y garcetas”), surge la brillante sorpresa de la muerte, atraída astutamente por el ave, que provoca el hambre en el pez para traerlo a satisfacer la propia –más maliciosa y más bella que el hambre misma–: “No hay gratuidad en ese bello gesto como quisieras, alma mía”. Junto a la muerte y al apetito también vemos el destello de un alma, que se asoma por un instante a la superficie, y confundida se hunde nuevamente. Sí, extraño fulgor.

Rómulo quiere convencerse –y brindarnos pruebas irrefutables para que también nosotros lo hagamos– de que el hambre –bueno, la necesidad, o, digamos, el apetito–, y tal vez la crueldad, mueven la naturaleza. El hambre nos une. Sí, irrefutable. Pero, aumentando la “distancia” y… la serenidad, M. C. Escher contempla exactamente la misma escena – en otro tiempo y en otro lugar, pues es “eterna”– ofreciéndonos otra perspectiva (“Cielo y Agua”) sin sangre. Desde donde se ha situado Escher ya la belleza no nos duele. Es ¡el ciclo de la vida!, como también es el ciclo infinito del agua su grabado “Molino de agua”, o del alma en “Ángeles y Demonios”, o en su representación del infinito: “Moebius”. (Los familiares del Tibet entregan sus muertos amorosamente a las aves –el ciclo humano del que Rómulo habla en “El carroñero”). Así nos lo hace visible Moritake en su haiku sobre “Una flor caída” que regresa volando a la rama**. Y así comienza Rómulo este libro: “Lo eterno está siempre ocurriendo”, siempre, “siempre en fuga ante tus ojos”, y nos lo volverá a decir en Muerte y levitación de la ballena (2010): “Elevándose como asombrosa flor del abismo, / en el vasto esplendor del vacío”.

Pero Rómulo, como Orfeo, voltea a mirar, y... se estremece. Esa es su perspectiva, su poética –a veces–, su “meditación” y su lugar... desde donde observa.

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Sereno... En el brevísimo “El Perplejo” (p. 22) Rómulo dice que no hay pasado, que no hay presente ni más allá –no hay camino, no hay casa, no hay alma... ¿Sereno? Lo soportable o la aventura de algo así no estaría en tan difícil serenidad, sino en pensar que “el” perplejo del poema no es él solo, sino nosotros, todos... al instante de asomarnos al espejo – pozo– de su poema. Esta es su “distancia” y su riesgosa serenidad... y su poesía. Rómulo finge no sentir el escalofrío de cada cosa, un intruso, nuestro propio vértigo, la sombra del misterio por todas partes, tanta incertidumbre... Sin piedad y sin horror, Rómulo nos hace el mundo incierto. Lo ha detenido en su propia incertidumbre para poder reflexionar en él.

Una profesora de música antigua –litúrgica y de cámara–, Angélica Daza, hace un sutil comentario –musical– que se instala en la ambigüedad y la duda que la forma de Rómulo acoge y oculta (como el pintor que cubre sus pinceladas). Dice la nota: “Es importante saber que las indicaciones de estos movimientos no son indicaciones de tempo (allegro, andante, adagio) como los conocemos hoy (el metrónomo aún no se había inventado) sino más bien indicaciones de carácter que buscan mover los afectos del alma (teoría de los afectos).”

Podríamos decir –con esto de acoge y oculta– que Rómulo hace expresivo –infunde carácter– al metrónomo que usa. Muy estricto con la idea y la forma, construye, para él y para nosotros, un objeto: una especie de hondo y delicado espejo mágico... como ¡el ojo de una mosca!

La serenidad, entonces, consiste en mantener el equilibrio en el espanto o el desasosiego. Conservar la postura, la buena postura, en un mundo que ya la ha perdido, sin dejar –a su manera– de enfrentarlo. Toda Colombia habla con muertos. por no mencionar aquí la abyección o la “destrucción espiritual” ... Me parece que Rómulo Busto es un poeta que sabe esperar; sorprenderse y esperar.

Por Santiago Mutis D.

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