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Édgar Negret: fusión de magia y tecnología

Para celebrar los 100 años del natalicio del artista, publicamos el siguiente ensayo que coincide con la exposición “100x8” en el Museo Nacional, que recuerda a Negret, Alejandro Obregón, Cecilia Porras, Enrique Grau y Lucy Tejada, entre otros.

Eduardo Márceles Daconte*
04 de octubre de 2020 - 02:00 a. m.
Édgar Negret nació en Popayán (11 de octubre de 1920) y murió  en Bogotá (11 de octubre de 2012).  / AP
Édgar Negret nació en Popayán (11 de octubre de 1920) y murió en Bogotá (11 de octubre de 2012). / AP
Foto: AP

Después de terminar sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de Cali (1938-1943), Édgar Negret Dueñas regresó a su natal Popayán, donde empezó su trabajo artístico con pequeñas esculturas en la tradición académica de la época. Quizá la más conocida sea la cabeza del poeta estadounidense Walt Whitman, en cuya ejecución asomaba ya una tendencia a simplificar los rasgos característicos del personaje aunque dotada de cierta sensualidad reminiscente de las figuras orgánicas del artista francés Jean Arp. Antes de partir para Nueva York, en 1948, había conocido al escultor vasco Jorge Oteiza, quien lo orientó con valiosas observaciones acerca del rumbo del arte moderno. Desde entonces recordaría una frase que marcaría su derrotero artístico: “El arte es la forma más eficaz para apresar el misterio”.

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No tardó en descubrir el clima artístico de Nueva York, entre 1948 y 1950, donde tuvo la oportunidad de ampliar sus conocimientos. En aquel crisol artístico de la segunda posguerra, su espíritu creativo enfocó la cerámica biomórfica y realizó sus primeras construcciones experimentando con materiales diversos. A pesar de que el expresionismo abstracto era la tendencia dominante en Nueva York en aquel momento, uno de sus primeras influencias fue la escultura de Alexander Calder, inventor del móvil y uno de los pioneros del arte cinético. Le impresionó la manera como los objetos móviles suspendidos del artista estadounidense, como pájaros, asimilaban la idea de vuelo y el movimiento de los árboles.

Después de haber convivido con las propuestas más audaces de los artistas de aquella época en Nueva York, regresó al país para pasar una breve temporada con su familia en Popayán, antes de marcharse a Europa en 1950. En París tuvo la oportunidad de conocer al escultor rumano Constantin Brancusi y durante su permanencia en Madrid trabajó un año en el taller de Oteiza, alcanzando a participar en una histórica exposición de artistas abstractos titulada Nuevas tendencias, que suscitó una enconada polémica.

En Barcelona conoció el trabajo de Antoni Gaudí y quedó impresionado por la repetición sistemática de su sinuosa y bulbosa simetría, el ritmo y el movimiento que proyectan sus diseños arquitectónicos, cualidades que le aportaron soluciones a sus inquietudes formales. De hecho, a partir de ese encuentro comprendió la dialéctica que existe entre el concepto de rito y el elemento estático. Desde entonces sus obras alcanzarían una dinámica interior que se percibe en sus Calendarios o la oscilación del mar en sus Navegantes. Una de las características fundamentales de su trabajo es la simetría, que implica repetición y circularidad; o sea, la idea de infinito, que tiene a su vez un carácter sagrado en comunión con la naturaleza.

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Luego de admirar en París la retrospectiva póstuma del artista catalán Julio González en 1953 —uno de los artistas españoles más importantes de la primera mitad del siglo XX—, Negret empezó a utilizar el hierro como materia prima para sus obras. González (Barcelona, 1876) vivió la mayor parte de su vida en París, donde murió en 1942; fue amigo de Picasso y de algunos significativos artistas de su generación. Su escultura en hierro de grandes formatos se inclina por un cubismo de naturaleza abstracta entre lúdico y fantástico, aunque con referencias a la figura humana.

De regreso en Nueva York a finales de 1955, una circunstancia fortuita determinó la selección del material básico para sus esculturas. El reglamento contra incendios de aquella ciudad no le permitió instalar un taller de fundición de hierro en el viejo edificio donde vivía, por tanto tuvo que acudir al aluminio, un metal contemporáneo de uso cotidiano, especialmente en las naves espaciales, por su naturaleza de liviana flexibilidad, utilizando tuercas y tornillos para unir sus partes, técnica que empezó a manejar en sus series Aparatos mágicos. No obstante, en ocasiones se inclinó por el hierro policromado, un material más denso y resistente a las inclemencias del tiempo, para sus esculturas monumentales en lugares públicos.

A principios de la década del 60, descubrió el espacio interior, el cual se encuentra entre las láminas dobladas y enfrentadas, para dar volumen a la repetición de módulos que se articulan entre sí. A sus composiciones básicas agregó planos, discos, cintas torcidas u onduladas, que le dan la bienvenida a su interés de fusionar el concepto de artefactos industriales o tecnológicos con la noción totémica de ancestrales ritos mágicos de un valor estético que seducen desde la primera mirada.

A partir de ahí, los títulos de sus diversas series son elocuentes de esta eclosión temática: Máscaras, Fetiches, Vigilante celeste, Vigilante espacial, Torre acústica o Reloj solar, construcciones geométricas pintadas con colores sólidos, en especial rojo, negro, amarillo, blanco o el violeta que, según Negret, era el color propio de los dioses y sacerdotes del incario, además del rigor compositivo que caracteriza su trabajo artístico. Con uno de sus Vigilantes ganó el primer premio de escultura en el XV Salón Nacional de Artistas en 1963. Ese mismo año, tras quince años de ausencia, regresó a vivir de manera permanente en Bogotá. En 1967 volvió a conquistar el primer premio en el XIX Salón Nacional de Artistas con su escultura Cabo Kennedy.

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Su obra se enriqueció con sus travesías por la región arqueológica de San Agustín, en el sur de Colombia, así como su familiaridad con las ceremonias de los indios navajos en Estados Unidos y el patrimonio heredado de las civilizaciones maya, inca y azteca. De ahí sus versiones sobre el dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el libro de los libros del Chilam Balam y su homenaje a las pirámides de Teotihuacán. Cuando regresó de su visita a Perú realizó su exquisito Homenaje a Atahualpa, el emperador hijo del sol, ejecutado por los torpes conquistadores españoles, así como sus puentes colgantes y espejos de agua, evocando los caminos andinos y la gigantesca flor sanky, que solo crece en los precipicios más abruptos de la cordillera andina.

Se puede deducir, en conclusión, haciendo un recuento de su extensa vida creativa, que Negret logró lo que se propuso en su juventud: apresar con su escultura el misterio del arte. Sus obras son talismanes que alegran la existencia de quienes tienen la fortuna de poseerlos o admirarlos. En este sentido, Édgar Negret se erige en Colombia y América Latina como un pionero esencial de nuestra modernidad artística y una de las más auténticas representaciones del espíritu innovador de sus artistas, dando así continuidad a la cultura milenaria que sustenta nuestro patrimonio histórico.

*Escritor, curador y periodista cultural, es autor de una docena de libros de narrativa, ensayos, crónicas, biografías e historia del arte colombiano.

Por Eduardo Márceles Daconte*

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