Sair García nació en Barrancabermeja, una ciudad petrolera en el Magdalena Medio colombiano, en donde la riqueza de los recursos naturales contrasta con la dureza de la violencia que aún persiste. Creció en una familia numerosa de ocho hermanos, en un territorio sin escuelas de arte, ni instituciones culturales que ofrecieran caminos claros para un joven con vocación artística. A los trece años estudiaba y trabajaba para apoyar a su madre y a sus hermanos. En 1988, uno de ellos fue desaparecido por los paramilitares, un hecho que marcaría para siempre su vida y su manera de entender el arte. Esa experiencia temprana de pérdida, en medio de una ciudad sitiada por el miedo, le mostró que el terror no era un episodio aislado sino una atmósfera que atravesaba la vida cotidiana.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
En aquel entorno, dedicarse al arte parecía imposible. Durante mucho tiempo, la familia de Sair pensó que la creación era un pasatiempo exclusivo de quienes tenían dinero y comodidades. Sin embargo, la necesidad de darle forma a sus preguntas lo llevó primero a Bucaramanga y luego a Bogotá, donde ingresó a la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Colombia. En ese tránsito, descubrió que su propia vida, el paisaje de donde provenía y las huellas del conflicto eran materia suficiente para construir una obra sólida, arraigada en la historia del país y abierta al diálogo con otras tradiciones artísticas.
La pintura de Sair García está atravesada por la memoria de la guerra. No como representación literal, sino como campo de experimentación donde el pasado se reconfigura y se abren nuevas posibilidades de sentido. Sus cuadros de gran y pequeño formato evocan fotogramas detenidos, imágenes que provienen del cine pero que, al ser trasladadas al lienzo, adquieren otra lógica. Lo cinematográfico se convierte en pictórico, y en ese pasaje, la historia se transforma.
Uno de los referentes centrales de su trabajo es el director griego Theo Angelópoulos, cuyas películas se reconocen por los largos planos fijos en los que la acción parece desaparecer y lo que queda es la duración pura, el peso del tiempo en la imagen. Angelópoulos filmó: la ocupación nazi, la guerra civil griega (1946-1949) y sus secuelas políticas: dictadura, exilios, fronteras cerradas, migraciones forzadas, y lo hizo desde la contemplación, mostrando la densidad del vacío y del silencio. Gilles Deleuze describió ese tipo de cine como “imagen-tiempo”: un modo en que la pantalla deja de depender de la acción y se abre a la experiencia directa del tiempo.
Sair recoge esa lección y la lleva a la pintura. Sus obras parecen fragmentos arrancados de esas secuencias largas, pero no las reproducen tal cual. Las reescribe. Allí donde la cámara mostraba el avance de un tanque de guerra, él elige detenerse en su propio guion, por ejemplo, en una de sus pinturas, el soldado aparca el vehículo, se baja y se encuentra con una mujer. Ambos se sientan en medio de la calle, como si el mundo entero se hubiese detenido, para tomar café. El tanque queda en silenciado. En primer plano, la cita amorosa altera el sentido completo de la escena de Angelópoulos: lo bélico se transforma en humano, lo épico en íntimo, lo trágico en cotidiano.
Ese gesto de reescritura conecta también con la pintura de Gerhard Richter, otro de los artistas que Sair admira profundamente. Richter vivió la posguerra alemana y mostró en sus cuadros la fragilidad de la memoria. Entre la fotografía y la pintura, entre lo nítido y lo borroso, reveló que toda imagen está atravesada por el olvido, por la imposibilidad de fijar un recuerdo absoluto. En ese mismo terreno trabaja Sair: sus pinturas no pretenden ser testimonios cerrados de la historia colombiana, sino fragmentos que abren preguntas. Como Richter, sabe que toda imagen es ambigua, que siempre hay algo oculto, desplazado, ausente.
El vínculo entre Angelópoulos, Richter y Sair se sostiene en la experiencia de la guerra. El primero narró, desde el cine, la historia de un país dividido. El segundo, desde la pintura, exploró la imposibilidad de una memoria transparente en la Alemania fragmentada. El tercero, desde Colombia, traduce esas lecciones a un territorio que ha vivido desapariciones forzadas, desplazamientos y violencia armada durante décadas. Lo que los une es la certeza de que el arte no puede escapar de la historia, pero tampoco puede limitarse a ilustrarla: debe reinventar la imagen para abrir un espacio de reflexión y de resistencia.
En las palabras del propio Sair, sus imágenes del río Magdalena podrían confundirse con las de Vietnam. Esa afirmación resume la dimensión universal de su trabajo. Lo que ocurre en el Magdalena Medio no es distinto de lo que ocurrió en otras guerras del mundo: los cuerpos desplazados, los paisajes devastados, la vida suspendida en medio de la violencia. En sus pinturas, lo local se convierte en espejo de lo global: Colombia se enlaza con Grecia, con Alemania, con Vietnam... La guerra, en su crudeza, se reconoce como experiencia común de la humanidad.
La fuerza de su obra no radica únicamente en los temas, sino también en la técnica. Sair García trabaja con un método de adición de capas que refuerza la densidad temporal de sus imágenes. Comienza con veladuras de óleos transparentes, que crean atmósferas ligeras y profundidades sutiles. Algunas de esas veladuras permanecen visibles en ciertas zonas del cuadro, aportando la sensación de distancia y de tiempo acumulado. Luego añade capas semitransparentes, que tupen la superficie, hasta llegar a los colores opacos que consolidan las formas. Finalmente, coloca luces máximas que dirigen la atención del espectador hacia los puntos decisivos.
Cada cuadro es un palimpsesto: un espacio donde el tiempo se acumula en capas de pintura. La transparencia inicial recuerda lo que está ausente, lo que permanece como trasfondo. Las capas intermedias aportan volumen, como estratos de memoria superpuestos. La opacidad afirma lo presente, y las luces marcan el instante de revelación. Esa manera de pintar no es solo un procedimiento técnico, sino una metáfora de la historia: lo ocurrido no desaparece, queda debajo, velado pero persistente. Cada imagen es memoria en construcción.
En este cruce entre biografía, técnica y referencias artísticas se entiende la potencia de la obra de Sair García. Su vida estuvo marcada por la violencia de Barrancabermeja y por la desaparición de un hermano. Su pintura, sin embargo, no repite la tragedia, sino que la transforma. Allí donde otros verían un tanque, él pinta un encuentro amoroso. Allí donde la historia insiste en el horror, él introduce la intimidad de un café compartido. Allí donde la guerra arrasa el paisaje, él recupera la posibilidad de contemplarlo como memoria y como esperanza.
Las pinturas de Sair García son fragmentos suspendidos entre el cine y la pintura, entre lo local y lo universal, entre el horror y lo humano. Cada una funciona como un recordatorio de que las imágenes no están cerradas, que siempre pueden abrirse a nuevos sentidos. En su obra, la violencia se convierte en contemplación, la desaparición en memoria, el vacío en posibilidad.
En un país como Colombia, donde la historia reciente ha estado marcada por el conflicto armado y la fragilidad de la memoria, la obra de Sair García adquiere un valor doble: no solo como testimonio de una experiencia personal y colectiva, sino como ejercicio de imaginación política y poética. Sus cuadros no nos dicen qué pensar, pero nos invitan a mirar de otra manera. Nos recuerdan que incluso en el corazón de la guerra persiste la posibilidad de lo humano.