Si fueses del mundo
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el mundo amaría lo suyo,
pero como no eres del mundo,
[…],
el mundo te aborrece.
Juan (15:19)
En La isla de los conejos (Random House, 2019), de Elvira Navarro, un anacoreta decide quemar las naves que lo anclan a la rutina para marcharse a vivir de manera ermitaña a las mejanas del río Guadalquivir, en Andalucía, España. El asceta adquiere una canoa y parte hacia aquellos solitarios islotes donde anidan las aves del entorno fluvial, pero lo que encuentra en ese lugar no sería solo aislamiento, sino bazofia, grandes torres de basura en descomposición, por lo que este hombre, convertido a Robinson Crusoe de la impureza o recuperador primario, decide soltar en la mejana una camada de conejos blancos para revertir el problema; los resultados no serían óptimos sino, más bien, terroríficos.
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No dejo de pensar en el artista visual Pablo H. Cobian (Guadalajara, Jalisco, 1981) cuando leo el relato de Navarro: un artífice que ha decidido aislarse del mundo, reutilizando los bienes materiales y la colección de las fobias para colmar lugares vacíos y entregarse a la penitencia de la exégesis creativa. Así, como el Robinson de la basura, H. Cobian también se retira a una isla: la popular Colonia Echeverría, donde se elevan las naves industriales de Guadalajara. “Entre muertos y violencia familiar”, como reza una nota a ocho columnas sobre “La Eche”: muerte y mugre impregnan el lugar.
Se prometió que esa sería madriguera: la basura del extrarradio y los desechos tóxicos de la industria al servicio del Estado. Pablo H. Cobian proyectó conejos -tropo de la creación- para fertilizar la inmundicia, para transfigurarla y reubicarla posteriormente a los ojos de todos, regurgitarla a su esfínter más primordial: las ominosas galerías de arte de México y Estados Unidos.
En este drama acompasado por la transformación de la basura, y la reintegración de lo mismo a lo mismo, se inserta para nosotros la vida creadora del recolector o, mejor dicho, constituye la esencia de su drama interior. Porque lo que hace Pablo H. Cobian con su obra artística no es sino asumir esa extremada conciencia de lo que fluye hacia el olvido.
El polímero, el vidrio, el metal y el papel fueron los materiales que el artista acogió para su esprit décadent. Ilustrado en la filosofía del Fluxus, de devolver al arte su contacto con lo humano, H. Cobian llega a componer una imagen del gremio tan próxima a la alucinación satírica -y por momentos metafísica-, que lo patético y lo mordaz de su visión parecen ser hoy la muestra de un fin de la autoridad de las galerías.
Constreñido desde temprano por razones materiales y también por temperamento a una vida solitaria, su labor creadora se redujo a recuperar, para su consuelo interno, todas las leyendas, objetos y pasiones sublimadas por el arte y la cultura popular. Lo mismo que Joseph Beuys (1921-1986), que vivió trasplantando al mundo de la fantasía. Allí todos los personajes y juguetes extraviados son revividos y localizados; vuelven a ser exclusivamente para él. Sus destinos van dejando en su savia la huella del sufrimiento que él, como artista, recoge y atesora como fruto de sus experiencias más hondas.
Como chamán del arte, ve la realidad como un gran excitante de su imaginación, como un diario de recolección en cuyas páginas los pepenadores han dejado inscriptos sus prodigiosos descubrimientos.
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Pablo H. Cobian adopta para su arte un método de ciclicidad objetual: la nomenclatura y la vida de las cosas, como también la narratología de los Cartoons y la Pop Culture: Mickey Mouse, el Pato Donald, Sadam Husein, Benito Juárez, Adolf Hitler, Astroboy, Juan Soldado, Jesús Malverde, el Niño Fidencio, los Pitufos (recordar el ensamble escultórico pitufivirgen: 20 x 20 x 60 cm; fibra de vidrio, vinilo, yeso, poliuretano y pigmento; 2004) y Valentín Elizalde, entre otros.
Este estilo lleno de genuflexiones a la erudición popular resulta propicio para escribir el fondo de su temperamento irónico y melancólico, que se complace en mirar su época desde los aledaños y las barricadas de los ejércitos de salvación, imitándolos con el gesto grotesco de una liebre.
Así, por esta capacidad incomparable de unir la actitud de un ritmo roto, la presencia de un mundo en trance de dislocación por la ficción, puede Pablo H. Cobian transformar su recolección en juego, dotando de cierta gracia sentimental a los desechos de la sociedad. La vida, contemplada desde un nivel de regeneración con los objetos, pero experimentada como conviene al interés lúdico del artista visual en los términos funambulescos de una pepena crónica, se acrecienta para él al tinglado de un rabioso Lepus.