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El 21 de octubre de 1949 Aldous Huxley le dirigió una carta a George Orwell agradeciéndole que le hiciera llegar una copia de su 1984. Su novela, Un mundo feliz, había sido publicada años antes, en 1932. Son pocas las comunicaciones directas entre los dos grandes distopistas del siglo XX, con cuyas ideas aún atacamos los totalitarismos. En esta, Huxley no sólo le agradece; le plantea lo que quizá sea la principal diferencia entre sus concepciones del futuro.
Para Orwell, sería una extensión del nazismo y del estalinismo, absolutismos de Estado brutales controlados por un partido. Huxley, por su lado, insistió en que “la política de la bota en la cara” sólo puede ser sostenida por un tiempo. “Con una ballesta", dijo en una entrevista, “es mucho lo que se puede hacer, menos sentarse". En el futuro, las personas no se verían obligadas a su sometimiento… lo amarían.
Qué acertado estaba. El control de nuestra vida se edificaría sobre lo que nos produce pequeños placeres y un cierto sentido de realización. Hoy, ese lugar son las redes sociales. ¿Cómo lograron control sobre nosotros? No ha sido a través de la fuerza; hemos sido nosotros los que sin la pistola en la frente y felices hemos puesto nuestras vidas en la red. Si tomamos una idea de Orwell, dicha auto-exposición hace parte de una serie de mecanismos de control que han engullido la vida entera y que llamamos “libertad”. Creo que también acá —con reparos— hay acierto; las redes no sólo son un negocio, han delineado y definido formas de vida. No hay en ellas proyectos de existencia significativos, sino lemas corporativos que jamás fueron pensados para generar la existencia significativa que ansiamos… Just do it, La vida es ahora, I’m lovin it, Destapa la felicidad, oportunidades de venta, la risa espontánea con los amigos durante la cual no dudaré en pagar lo que sea.
Los lemas que imaginó Orwell se parecían mucho a estos: la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza. Eran, en esencia, el esqueleto de las anteriores y contenían sin tapujos, lo que estos corporativos no se atreven a decir. Detrás se trasluce el principal objetivo de la sociedad contemporánea: “ni se te ocurra detenerte a pensar en el momento de ir al carrito de compras y oprimir ‘pagar’“. Las guías de vida inconexa y fragmentada derivada de estos lemas no alcanzan para proyectar una existencia; recrean la vida en otra dimensión, en la Sociedad del Espectáculo de Guy Debord. Y, sin embargo, en ausencia de ritos, textos, o discursos estructurados; intentamos vivir según estas ideas.
Los distopistas, acertando en el cuadro grande, se equivocaron en qué pez se comería a qué otro. ¿Cómo culparlos? Orwell viendo los desarrollos de las nuevas formas de tiranía de la Segunda Guerra Mundial temió que la esfera pública de la vida engullera la privada al punto de que el Estado pudiera controlar nuestros sentimientos más íntimos. La tortura en 1984 logra convertir a los amantes Winston y Julia en “camaradas”, eliminando su amor como información de un periódico censurado. Hoy somos nosotros los que nos hemos encargado de hacer del amor un proyecto inconducente de “camaradería”.
Hay también acá, no obstante, un profundo presagio, aunque invertido: ha sido la esfera privada la que ha proyectado su enorme sombra sobre la pública: “Lo privado es público” dicen las feministas radicales, la idea wokista según la cual todos se deben ocupar de mis apetencias y elecciones. Quien no lo hace, viola mis derechos. Considérense las leyes de género que nos obligan a usar cierto lenguaje, a celebrar la elección sexual de otros.
Huxley imaginó sofisticados proyectos de ingeniería genética que por medio de la eugenesia y el condicionamiento harían que amáramos nuestro sometimiento. En Un Mundo Feliz, hay que recordarlo, quienes arreglaban cohetes en las subestaciones espaciales sólo se sentían bien cuando estaban un poco mareados cabeza abajo. La historia avanzó en una dirección ligeramente distinta: los algoritmos de software, multipropósito, sin aplicación única, han hecho que sólo nos sintamos bien cuando estamos incómodamente expuestos. La premonición de Huxley, equivocándose en los detalles, no puede haber sido, sin embargo, más acertada. “Todo desarrollo tecnológico”, afirmó alguna vez, “implica limitaciones a la libertad humana”.
Hoy, el control de nuestras vidas es más sutil y al tiempo más totalizante, propio de un mundo en el que todo se ha vuelto “difuso”. Al igual que en la sociedad del rendimiento, es algo de lo cual nos encargamos nosotros. Chomsky dijo alguna vez que la censura oficial era innecesaria cuando el totalitarismo ideológico estaba garantizado por el sistema. En la era digital, la vigilancia orwelliana es redundante cuando nadie nos ha obligado a poner nuestra vida en las redes, y, sin embargo, allí está expuesta en su integridad. No contamos con enormes sistemas de ideologías coherentes esparcidas sobre nuestras vidas. Algunos me aclararán que están ocultos, que no lo estoy viendo. Pero lo que percibo son fragmentos inconexos; deseos, ambiciones, odios sugeridos. No hay en ello un programa… o no siempre. A menos de que hablemos de China o Corea del Norte, países orquestados, puestos en escena como para la foto -el fascismo es al fin y al cabo una concepción estética del Estado-, que aman la redundancia del vigilar y que no han logrado desarrollar las formas de control del atencionalismo de Occidente, si exceptuamos estos mundos, digo, quienes controlan nuestras vidas son un grupo de inversionistas y programadores de Silicon Valley a los que no les importa qué haya en las redes, siempre y cuando sea adictivo; sus números se mueven según el tiempo muerto que le dedicamos a las plataformas. Todos sabemos, sin embargo, que el odio genera más likes que el diálogo, que videos en los que se lavan alfombras más que aquellos en los que se argumenta. Nuestras formas de dictadura las caracteriza que vienen en varias tallas. Parecen ajustársenos de maravilla y se asemejan a la felicidad. El control de nuestras vidas no parece tener un plan más allá de los números del marketing, y no ha sido la “hipnosis” conductual ni un oscuro programa de partido el que nos controla. Nada de esto ha sido necesario, porque gustosos hemos dado un paso para pararnos frente a la cámara, asumiendo el rol de ser nuestros propios opresores. El gran hermano, no lo hubiéramos sospechado… ¡éramos nosotros!
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