Mientras esperaba frente al Banco Nacional a que le dieran su mesada pensional, una lluvia tímida y persistente caía sobre su única chaqueta de paño y su sombrero. Tenía paraguas, pero la lluvia no era lo suficientemente fuerte como para abrirla, mojarla, llevarla hasta la casa, que se empapara el piso, que tuviera que limpiarlo después, que perdiera el tiempo…
—¡Germán! —Marcos Gómez se le acercaba con su sonrisa desmuelada, su corbata torcida y sus ojos hundidos. —Hermano, ¿cómo está? Tiempo sin verlo.
—Hace un mes, Marcos.
Marcos se rio porque no tenía más remedio que hacerlo. En efecto, hace un mes, en aquel mismo lugar.
—Siempre es bueno encontrárselo. Un día de estos podríamos tomarnos un café.
—Claro, yo le aviso.
Germán siempre le respondía lo mismo. Ya era hora de que Marcos se diera cuenta de que tan sólo era un eufemismo, un comentario no del todo positivo, no del todo negativo; un comentario no del todo directo, pero que era al mismo tiempo lo suficientemente claro. Germán ya no estaba para forjar y alimentar amistades. Germán Vanegas ya no estaba para nada más allá de su mesada pensional. Cada mes, iba hasta el Banco Nacional porque, de lo contrario, no sobreviviría un mes más. Estaba allá por inercia existencial, y se encontraba con Marcos Gómez por casualidad.
—Hace poco probé el mejor café que he tomado en la vida. Lo voy a llevar al Café Coral.
—Vamos allá entonces.
Ya estaban a diez o quince turnos para recibir la mesada. Eso significaba unos veinte o veinticinco minutos más con Marcos. “Mi perro se enfermó la semana pasada”, “mi gato se le acerca, se restriega contra su cuerpo y se le acurruca debajo para alentarlo”, “¿las enfermedades se pasan de perros a humanos? Sentí la garganta seca que días”. “Vanegas”, “Vanegas”. “Esta lluvia está perezosa, ¿cierto?”. “Me gustaría tener unos años menos, Vanegas. Haría muchas cosas”. “Ay, Vanegas. Un maratón, así sea caminando, una tarde de ajedrez con mi mejor amigo, un viaje largo por toda Europa y Asia”.
—¿Por qué no hace todo eso? Como si tuviera algo más que hacer. —Le dijo Germán a dos turnos de llegar.
—Ya casi nos toca, Vanegas. —Le contestó Gómez, haciéndose el desentendido.
Germán Vanegas recogió su cheque y se largó con pasos largos. De haber podido correr como hacía veinte años, lo habría hecho para alejarse lo más pronto posible de Gómez. No sabía decir qué era, si su sonrisa a medio hacer, su alegría insoportable, los planes que ya no haría, su insistencia en que se vieran en el Café Coral, en su casa, en Monserrate, en Pekín y en la Conchinchina… Gómez, todo él, era detestable e imposible de no rechazar.
Al llegar a casa, Germán se hizo un café con crema instantánea y dos cucharitas de azúcar, abrió “La Ballena” —“no Moby Dick”, solía decir—, en cualquier página y empezó a leer. El cachalote blanco enfrentaba al ballenero Pequod durante tres días y los vencía a todos. Ismael era el único que se quedaba flotando, agarrado a un ataúd. A los demás los hinchaba el agua. Y el agua corría. Corría por entre los cuerpos, por entre el ataúd, por entre la angustia de Ismael.
Esa noche, Germán soñó que se encontraba con Gómez en el fondo del océano. Marcos le regalaba su sonrisa desmuelada y lo saludaba de lejos. Tenía una mirada triste y compasiva, como si fuera Vanegas, la persona con muchos sueños y pocas fuerzas. “¿Qué me quiere decir, Gómez?”, le intentaba preguntar con impaciencia, pero se ahogaba con el agua y la sal. Cuando miraba su cuerpo, lo encontraba tan hinchado como el de un marinero del Pequod.
Se despertó sin aliento y sudando, y tocó su cuerpo varias veces. No había nada fuera de lugar. Sólo había sido una pesadilla, el pendejo de Gómez lo había hecho soñar cosas sin importancia.
Pero las cosas sin importancia persistieron durante todo el mes. Le sudaron las manos sin razón alguna, notaba los latidos de su corazón a media mañana y luego de las onces, cerraba los ojos y no se dormía, se desvelaba pensando en balleneros que se hundían y en cuerpos hinchados.
“Voy a llamar a Gómez de una buena vez”, pensó luego de verse al espejo y percatarse de que un viejo decrépito le devolvía la mirada. Cogió el teléfono y tecleó los primeros seis números, pero fue incapaz de continuar. “Yo no tengo nada que ir a hacer a ese tal Café Coral. Que pase el tiempo con su perro, su gato, su mula, yo qué sé”. Colgó sin digitar el último número y tiró el teléfono. “Gómez pendejo”, dijo en voz alta, y se quedó pensando en las pesadillas que no se iban.
El día que le tocó volver por su pago pensional, madrugó más que de costumbre. En todo caso, hacía mucho no conocía lo que era el sueño. Germán pensó que sería el primero en llegar, pero cuando llegó a la sede principal del Banco Nacional, ya se encontraba un puñado de personas de blanco y verde haciendo un círculo frente al banco. Había una cinta de peligro que le impedía el paso y, de fondo, como único adorno del cuadro macabro, había una mancha roja que salía de lo que antes había sido la cabeza de Marcos Gómez. La sonrisa desmuelada se había ido, los ojos hundidos estaban cerrados. ¿Era el alma de Marcos Gómez la que flotaba alrededor con el viento? ¿Era el alma de Marcos Gómez la que se le estaba colando por entre las lágrimas a Germán Vanegas? ¿Era el alma de Marcos Gómez la que parecía aplastarlo contra el suelo? Vanegas no podía respirar, le faltaba el aire, sentía que su cuerpo se hinchaba de agua y sal.
Ese día, Marcos Gómez inició una secta entre los exempleados del Banco. Cada tanto, alguno se aburría de no tener nada que hacer, nadie con quien hablar, nada por lo cual vivir. Entonces, cerraban la sede principal del Banco Nacional para limpiar los restos de una vida que el vacío y la nostalgia habían acabado.
—No entiendo por qué el coronel de García Márquez estuvo esperando por tantos años esa maldita carta —se preguntaba Germán Vanegas cada vez que ocurría la tragedia.