Hubo quienes aseguraron por cientos de cientos de años que Lao Zi jamás existió, y que el libro que le atribuyeron, el “Dao de Jing”, fue una simple recolección de versos, de artículos y antiguas sabidurías que algún anónimo personaje recogió y difundió, y hubo quienes afirmaron que Lao Zi era el librero mayor de la Corte Zhou, un bibliotecario que tenía un infinito conocimiento sobre China, sus orígenes y su gente, y que escribió el “Dao de Jing” al final de su vida, a los ciento y tantos de años, según la leyenda, desencantado de la podredumbre que había visto y padecido en el Imperio, y que se lo entregó a un guardia de las fronteras para que lo dejara emigrar.
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La historia del “Dao de Jing”, o Tao Te King, ha sido de una y muchas maneras, la historia de los conceptos que Lao Zi plasmó en su libro. El contenido de sus cinco mil y tantos caracteres fue tan libre y abierto como la vida de su creador. Según los “Daoístas, era un manual para la vida, para su conservación y cultivo. Para los militares y los militaristas, fue un documento de guerra, y para los legalistas, un canon de política, de gobierno, leyes y normas. Cada término fue susceptible de interpretarse de una y mil maneras, de acuerdo con quien lo hiciera, del tiempo en el que vivió, de su edad, ocupación, de su nacionalidad y de su dios, y así fue interpretado y utilizado. Como escribió Pablo Rodríguez Durán, “A la China de antaño le preocupaba más el movimiento del ‘cómo’ que el ‘qué’ de la esencia inmutable”.
Lao Zi habló para todos y para nadie en especial, y para todos y para ninguno escribió, por ejemplo, “Sagaz es quien conoce al otro; / iluminado, quien se conoce a sí mismo. / Quien vence al otro tiene fuerza; quien se vence a sí mismo es fuerte. / Quien sabe cuándo es suficiente está pleno; / quien fuerza el actuar tiene voluntad. / Quien no pierde su sitio, perdura; / quien muere sin perecer, vive”. Sus textos eran como el Dao, “Lo miras, pero no lo ves. Lo nombras invisible. / Lo oyes, pero no lo escuchas. Lo nombras inaudible. / Lo abrazas, pero no lo apresas. Lo nombras diminuto”, y el Dao era a su vez un texto, un significado, una forma, un camino, un curso, un comienzo remoto, el destino y un eterno presente.
En el prólogo de su traducción del “Dao de Jing” en conjunto con Rodríguez Durán, la más reciente al español y editada por el Colegio de México, Liljana Arsovska escribió que este era, “quizá sólo después de la Biblia, el texto más traducido, interpretado y comentado en la historia de la humanidad”. Unos renglones más adelante afirmaba que el “Dao de Jing” (también conocido como Lao Zi) comparte la incertidumbre propia de la gran mayoría de los textos antiguos: su precisión histórica es sólo aproximada, basada en conjeturas y siempre provisional, pues una excavación imprevista puede girar los cimientos de todas las teorías elaboradas hasta el momento”.
Esas teorías surgieron a lo largo de miles de años. Se iniciaron en las escuelas de la filosofía de la China antigua, confucianismo, la escuela de los nombres, el legalismo, y un largo reguero de etcéteras, y atravesaron la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración, el romanticismo, y vivieron uno de sus momentos más diversos con las decenas de lecturas y voces que surgieron en 1949, después de la victoria de la Revolución Comunista. Una y otra y otra vez, monjes, políticos, intelectuales, estudiosos y filósofos materialistas o idealistas se enfrentaron para terminar por empezar a concluir que los textos del “Dao de Jing” no llevaban a ningún absoluto, comenzando porque desde la dialéctica del ying y del yang, los chinos jamás fueron “adeptos a los valores occidentales abstractos, como la igualdad, las libertades individuales y los derechos fundamentales”.
Los enigmas del “Dao De Jing” empezaban con su autor, Lao Zi. Para Arsovska, hubo quienes afirmaron que no era más que un mito, “un personaje mitológico, producto de la imaginación de adeptos a prácticas del cultivo del cuerpo y la salud, una leyenda convertida en deidad central de la religión ”Daoísta”. Otros decían, dijeron y aseguraron que vivió alrededor del siglo III a.C., y que su obra hacía parte de la gran discusión que sostenían los miembros de las “Cien escuelas filosóficas” sobre “el origen y la naturaleza del universo, la vida y el orden social”. Unos más, sostenían que había vivido en tiempos de Confucio, en el siglo VI antes de Cristo.
“Sin embargo —sostuvo Arsovska—, según la versión más aceptada por la historiografía tradicional china, el autor del ‘Dao de Jing’ fue un personaje de carne y hueso llamado Lao Zi o Li Er, quien vivió alrededor del siglo VI a.e.c. (contemporáneo de Confucio) y trabajó en el archivo histórico de la corte Zhou”. Cuando terminó su obra, Lao Zi le entregó su texto a un guardia de la frontera, un trabajador de las aduanas, y se marchó de China, de acuerdo con el “Registro del historiador”, la primera referencia que los investigadores hallaron sobre su vida, escrita en primera instancia por Sima Tan y terminada por su hijo, Sima Quin, entre los años 145 y 90 a. C.
El registro decía: “Lao Zi, oriundo del estado Chu, condado Ku, distrito Lixiang, aldea Renli, se apellidaba Li, su nombre era Er y su apodo Dan. Estaba a cargo del archivo histórico de la Corte Zhou”, y unos renglones más adelante relataba que un día Confucio había ido a Zhou para conversar con Lao Zi sobre los ritos. Al regresar, les dijo a sus discípulos: “Sé que los pájaros pueden volar, que los peces pueden nadar y que las bestias pueden correr. Los que corren caen en trampas, los que nadan caen en redes, los que vuelan caen por una flecha. En cuanto a los dragones no sé nada; se montan sobre el viento y las nubes y suben al cielo. Hoy he visto a Lao Zi y él es como los dragones”.
El “Dao de Jing” ha sido estudiado y discutido según su lenguaje, sus conceptos, su gramática y estructura. En palabras de Arsovska, “Las versiones más antiguas del ”DaodeJing" (hasta ahora) fueron descubrimientos arqueológicos producto de excavaciones efectuadas durante la segunda mitad del siglo XX. En 1973, en la provincia de Hunan, dentro de la tumba 3 del yacimiento arqueológico Mawangdui (fechado en el año 189 a.e.c.), entre un gran número de textos escritos en seda, se descubrieron dos copias diferentes del ‘DaodeJing’”. Veinte años más tarde, en Hubei, unos arqueólogos hallaron una versión más antigua que databa del siglo IV a.e.c.
Aquella versión pasó a llamarse “Las setenta y un tablillas de Laozi de Goudian”. Pese a los hallazgos, a las celebraciones y a los debates que suscitaron estos descubrimientos, ninguna de las dos versiones contenía el total del libro, que fue recogido hacia el siglo II por Wang Bi, quien según Arsovska, “comentó la versión más aceptada del ”DaodeJing", la misma que ha circulado y circula a la fecha por todo el mundo. Aunque en dinastías posteriores surgieron otras versiones, las cuales difieren en algunos caracteres, en el orden de los capítulos y de los cánones, la versión contenida en el comentario de Wang Bi sigue siendo la más aceptada hasta el momento”.