Cada vez que uno abre un texto (…)
se encuentra allí el esplendor quieto de lo real.
(El destino de toda historia, Ricardo Piglia)
En “Seis propuestas para el próximo milenio”, exactamente en la parte final del capítulo dedicado a la “Rapidez”, Italo Calvino cuenta la siguiente historia:
Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.
En esta ficción, demarcada por la temporalidad (duración e instante), la deriva del drama apertura una economía de lo dicho que genera un movimiento del cuento para, desde la visión de Ricardo Piglia en la conferencia Borges: El arte de narrar, entender las “parábolas del cierre y de lo que le da forma a una obra”. Yo voy más allá: encuentro las claves del cuento en materia de lo no dicho. El destino de toda historia está en el silencio y en el secreto, donde se entrecruza nuestra propia vida que, al ser expuesta en paralelo con la vida que logramos como lectores, detona las fronteras de lo implícito e inserta la simultaneidad de la imaginación.
A lo anterior, yo le agrego, pensando en un arte del cuento, no sólo a través de qué maquinaciones se materializan las cuatro únicas historias posibles en la literatura, sino también, así lo he aprendido leyendo a Onetti y a Di Benedetto, cómo desde la sintaxis se hace ver en el lenguaje la representación de lo lingüístico. Los temas de las ficciones pueden ser limitados o comunes, su potencia depende de la plasticidad del decir, una lógica verbal que aclara el cuento.
Poética del cuento
¿A dónde me dirijo? Mi planteamiento se direcciona a perfilar una poética del cuento que tiene, como he referido, dos caminos que, a su vez, constituyen el sendero de lo que para mí son las historias memorables: por un lado, está la trama; y por el otro, el lenguaje. Esto me lleva a pensar en que la verdad de lo relatado se detalla en su propia escritura y en el sistema de correspondencias y significaciones que el cuento como mecanismo dona. Ahí es que, recuerdo a Julio Cortázar, la autarquía posibilita que el relato se desprenda del autor, a pesar de su esfericidad, y se haga a sí mismo. Dicha autonomía, vista a la luz de la fusión de los elementos narrativos (a tono con Poe), en cada palabra, frase y párrafo, siguiendo una gradación, atiza el ritmo que trepida hasta generar la eficacia de lo fatal o lo inexorable. Y la formula (así lo entendieron Faulkner, Hemingway, Lowry y Carver, por nombrar algunos referentes), habita en la poesía, pues gracias a ella la pulsación de lo imprevisto respira en la expresión.
Asumo una posición frente a lo hasta aquí planteado. En esa línea, me interesan los narradores que primero escriben y luego narran. Y Juan Revelo Revelo, escritor nariñense, nacido en Ipiales, es uno de ellos. En el tono de sus cuentos, la araña del método tensa sus hilos al punto que sus vibraciones atrapan el efecto novelístico. Es decir que si pensamos en obras y autores que dimensionan en el cuento las formas de lo literario (el argumento in crescendo, el ritmo de la poesía y la construcción de los personajes derivada de la novela), «Fiorella y otros cuentos» (Pijao Editores; 2024) de Juan Revelo Revelo es un libro en el que la voluntad narrativa labra nuestro mundo lector.
El cuento se visualiza
En Juan Revelo Revelo, el cuento se traza como un rizoma de casualidades y, según estas, dentro del cuento se van mostrando otras invenciones. El cuento, por tanto, se visualiza: su acción en simultánea exige descubrir. Sin descartar que lo contrario también es válido. A fondo, la literatura de Revelo empieza por el observar. Es decir, empieza por el acto. Se trata más bien de la concentración de lo imaginado que deviene experiencia discursiva en tanto transparenta la prefiguración y la figuración de la intriga. La urdimbre supone la dialéctica entre los protagonistas (narradores) y lo manifestado para dar paso a una narrativa vertical —al estilo de Juarroz con la poesía— que explora lo cotidiano del hombre: los alrededores se hacen vida (el amor, la memoria y el olvido, la soledad, la muerte, lo oculto).
¿Qué comprobamos en Fiorella y otros cuentos? Simple: Juan Revelo Revelo ha recorrido los vértices de la conciencia para franquearlos y crear naturalezas narrativas. En efecto, escribir es para Revelo la fabulación que ahonda en los laberintos y en los juegos de espejos y se convierte en huellas (la arquitectura de la anécdota y la estructura que atraviesa la integración). El hallazgo, lo que sale a flote, es un «archipiélago de signos», diría Octavio Paz, que rota, va tejiendo intrigas vertiginosas, intensamente humanas, dispuestas a ser carne y alma de lo relatado. Los cuentos de este libro, por tanto, no son un objeto cerrado, son un continuo hacerse que reconquista el rumbo y define la marcha, en el ahora de la manifestación, en la inminencia de lo poético.
El lugar de enunciación
En Fiorella y otros cuentos lo que se relata tiene una enunciación lírica en la que se muestra todo y se sugieren contextos en apariencia cifrados que tienen su clímax en la anécdota. Así, la ficción se difumina, sin desaparecer a cabalidad, cristaliza el tiempo del texto, y adviene «el esplendor quieto de lo real», una ondulación que revela la verdadera capa de lo literario.
Por otra parte, el movimiento de las narraciones de este libro, materializa una disposición caleidoscópica y, claramente, un doble fondo (adentro-afuera) que sostiene la íntima voz de los narradores, define el registro verbal y descriptivo de los personajes y, desde la confabulación, salta el círculo de lo contado para ceder al aleteo de la epifanía. Como lectores de Fiorella y otros cuentos, entre la naturaleza de la indagación y la cercanía, habitamos nuestra subjetividad que encarna una libertad, un goce más profundo en el que nos abismamos en un albor cardinal. El legado de Juan Revelo Revelo es la topografía que abren sus cuentos. En ella, en el aire mental que nos deja, los paisajes más allá de la frase vacían la columna vertebral, el cuerpo óseo de la trama, en el que el esplendor de la lectura se pule en una luz que no nace.
***
Aquí hay una muestra breve de Fiorella y otros cuentos, de Juan Revelo Revelo:
Microcuentos
Amnesia
No recuerdo si fui guillotinado o si perdí mi cabeza de un hachazo. Tampoco sé dónde quedaron mis piernas, mis brazos, mis manos… El dolor que siento en mi garganta cercenada no me deja pensar bien. ¿Qué me ocurrió? ¿Qué hago aquí? ¿Quién soy yo? No recuerdo mi nombre, ni mi edad, ni mi profesión u oficio… Tal vez no soy yo sino otro. Quizá soy mi otro yo que trata de evadir la realidad ocultándose en los laberintos de la duda. ¿Acaso soy la reencarnación de alguno de mis antepasados? ¿Soy mi padre, mi abuelo o mi bisabuelo que murió decapitado? La incertidumbre sobre mi verdadera identidad me deja perplejo. Tal vez soy el espectro de mí mismo, asumiéndome como víctima, o quizá —tiemblo de horror al pensarlo—, soy el fantasma del verdugo.
El regalo
Un 25 de diciembre, cuando yo tenía cinco años, me desperté en la madrugada al escuchar llantos en la habitación de mis padres. Fui a preguntarles quién lloraba y ellos me contestaron que era mi nueva hermanita. Me dijeron que Papá Noel la había traído como regalo de Navidad. Yo salí corriendo a buscar a ese señor barbudo y fui a todos los rincones de la casa, pero no lo encontré. Quería preguntarle por qué se equivocó de regalo, pues yo le había pedido un balón de fútbol y no una bebé llorona.
Otro dinosaurio
Cuando despertó vio que unos ojos enormes lo miraban curiosos.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—Soy el dinosaurio del Monte Rosso.
Cuentos breves
Draculina
El experimento consistía en dejarme picar por el mosquito “Aedes Aegypti” transmisor del virus del dengue. Me darían tres mil quinientos dólares y el tratamiento, en caso de quedar infectado. Pensé que ese dinero me ayudaría a pagar un semestre más de carrera universitaria, y por eso fui a la cita en el Centro de Investigaciones Epidemiológicas.
Después de firmar mi consentimiento para hacer la prueba, me pidieron colocar mis manos dentro de una caja de vidrio en la que había un centenar de mosquitos. Me indicaron que debía apoyarlas en una superficie blanca que había en el interior de la caja y no moverlas para nada. Tan pronto las introduje por los dos orificios que había en el vidrio, uno de los investigadores se sentó frente a mí, en el otro lado de la caja, y empezó a escribir en una libreta, mientras un auxiliar tomaba fotos.
—Esperemos a que alguno de estos mosquitos lo pique —dijo el investigador sosteniendo una lupa grande en su mano izquierda.
Yo me sentía nervioso, pero no me moví. Pocos segundos después, uno de los mosquitos se posó en el dorso de mi mano. Su diminuta cabeza tenía un pico delgado como una aguja.
—Se llama probóscide —dijo el investigador, y me comentó que sólo las hembras picaban porque necesitan las proteínas de la sangre para producir sus huevos.
A medida que succionaba, con movimientos rápidos, el abdomen de la mosquita se fue transformando en una esfera transparente y rojiza; entonces quiso volar, pero no pudo; estaba tan pesada que rodó a la superficie blanca y quedó con las patas hacia arriba. El auxiliar graduó el zoom de su cámara, tomó varias fotos y se las mostró al investigador. Éste las miró detenidamente y dijo: “A esta la llamaremos Aedes Draculina. Es el primer espécimen en morir por indigestión sanguínea”.
En la playa
Un hombre está tendido en la arena debajo de las nubes que atardecen brillantes en un cielo azulísimo. Una muchacha trota en la playa y, al pasar cerca de él, percibe algo extraño en su semblante. Se detiene y le pregunta si está bien. El hombre no contesta; tiene los ojos cerrados y permanece inmóvil. Ella se agacha, le toma el pulso, pone la cabeza sobre su pecho y, unos segundos después, se levanta y grita nerviosa:
—¡Llamen una ambulancia! ¡Este señor se está muriendo!
Nadie responde. La gente está lejos ocupada en sus cosas y sólo se escucha el sonido de las olas rompiéndose en la playa.
—¡Auxilio, auxilio! –vuelve a implorar la muchacha, y camina alrededor del hombre sin saber qué hacer.
Él la mira con cautela cuidando que no se dé cuenta del juego que ha iniciado al fingirse moribundo. Desde abajo comprueba que es una bella mujer de piernas y caderas sensuales; lleva una minifalda blanca, y una blusa transparente que le aprieta los senos.
—¡Alguien que ayude! –ruega la muchacha angustiada y, al no tener respuesta, decide poner en práctica las técnicas de reanimación cardiopulmonar que aprendió tiempo atrás.
Él siente la suavidad de los labios de ella en los suyos y se emociona al recibir respiración boca a boca, una y otra vez. Se imagina que es una nueva forma de besar, voluptuosa y placentera, y eso lo enardece y lo pone a mil. La excitación va creciendo rápidamente hasta que no puede más. Su corazón se niega a seguir el juego.
El escorpión
Después de pensarlo mucho, el profesor de literatura Emilius Piquer decidió crear el cuento breve perfecto que no había podido escribir en su larga carrera académica. Era su mayor reto. Empezaría con una introducción provocadora, seguiría con un desarrollo que atrapara al lector y terminaría con un desenlace sorpresivo y contundente. El tema a desarrollar era el de los escorpiones que lo obsesionaban desde su niñez.
“Soy un escorpión venenoso” –escribió y se quedó pensando–. Tuvo la impresión de que la hoja en blanco lo miraba retadora y le decía: «demuéstrame que eres un gran escritor».
Durante varias horas escribió, revisó, corrigió y volvió a escribir, una y otra vez, sin lograr un desarrollo narrativo coherente ni un desenlace satisfactorio. Escribió toda la noche hasta la madrugada cuando, hundido en una sensación de impotencia irremediable, se dio cuenta que definitivamente no podría escribir un cuento perfecto. Se sintió frustrado, deprimido, inepto, furioso, decepcionado de sí mismo...
Se puso de pie y, entonces, un dolor paralizante estremeció su cuerpo. Agachó la cabeza y vio, con horror, que brotaba abundante sangre de su pecho, en donde un filoso aguijón se había clavado con violencia.
Al día siguiente, funcionarios de la fiscalía declararon frente a los asombrados periodistas que acudieron a la casa del profesor que éste había muerto. El dictamen forense indicaba que, en acto suicida, Emilius Piquer había atravesado su corazón con un puñal que tenía el dibujo de un escorpión con la cola enhiesta y el aguijón ensangrentado.