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Mucho, o mejor, todo que decir sobre esta obra. En Fangal, la maquinaria teatral funciona con todos los ingredientes. Llegué a ella desprevenido, atraído por el prestigio del Teatro Estudio Alcaraván (Casa TEA), el de su gestor y director Álvaro Rodríguez y las maravillosas profesionales que hacen parte de su grupo: Lina Londoño, Paola Guarnizo y Tatiana Camargo. Jamás había oído de la guionista y actriz. Diana Carmona. Me gustan los monólogos y el título de la obra, aun cuando en principio no me pareció atractivo, leyendo la sinopsis, en la que se presenta como un ejercicio de autoetnografía, término que tampoco conocía y que me puso a investigar, me llamó mucho la atención. Dice Wikipedia que es un término que se ha venido usando desde la década de los setenta y del que encontré decenas de significados que resumo en el de Laurel Richards: son altamente personalizadas, textos reveladores en los cuales los autores cuentan relatos sobre su propia experiencia vivida, relacionando lo personal con lo cultural.
La obra comienza con la actriz sin maquillaje alguno, con un sobrio vestido negro en medio de una equilibrada y expresiva escenografía que sin ser distractora pone a pensar al público sobre el funcionamiento de ésta; un par de círculos blancos de más o menos un metro de diámetro dibujados en el piso y distribuidos simétricamente en la parte delantera del escenario en cuyo interior hay esparcidos decenas de hojas de papel y detrás de estos una pequeña mesa con un par de vasos y una butaca que los acompaña. Tres elementos extraños, eso sí: un ovillo de lana vinotinto, unas tijeras y un “caderín” que es el accesorio tejido y adornado con monedas que las bailarinas árabes se ponen en la cadera para bailar y que a primera vista se puede pensar que hace parte de la decoración como a manera de pequeño mantel; sin embargo, no convence como tal, pero entonces ¿qué hará en ese lugar y en esta obra?
En la primera acción la actriz escribe con una tiza en el piso en la mitad del escenario y en enormes letras mayúsculas la palabra FANGAL. Queda claro, por si las dudas; estamos en un fangal; luego, en un pequeño cartel y en letras mayúsculas, escribe la frase: YO NO SOY UN PERSONAJE, para luego adherírselo al pecho y mantenerlo ahí durante los 80 minutos que dura la obra. Fabulosa y reveladora puerta de entrada.
A partir de este momento, el público no perderá la atención un solo instante, desconociendo, de paso, que quien diseñó las sillas del teatro se rajó en la asignatura de ergonomía. Tendremos deliciosos momentos de contraste, musicalizados y bailados magistralmente (aquí entra el caderín) por la actriz, como para recordarnos cómo a sus tiernos diez años, después de haber visto en la televisión en su pueblo natal (Barbosa, Antioquia) a una bailarina, se dirigió a la casa de la cultura para decir que quería ser bailarina y fue rechazada sin mayores comentarios por la persona encargada.
Listo para meterme en un fangal, léase un lodazal estéril, empieza un relato y una actuación llenos de vida, de humor y de vivencias que inmediatamente me traen a la memoria el teatro de lo absurdo de Eugène Ionesco, en donde cuando una obra se llama Fangal es porque se trata de todo menos de un fango y será más un lugar fértil y apasionante, que a la vez me recuerda las obras del también actor y escritor de teatro Jean-Baptiste Poquelin, Molière, en las que se pasa de lo trágico a lo cómico, mostrando la que puede ser la comicidad de lo trágico. Nada que no hayamos vivido todos(as), amores y desamores, fracasos económicos, engaños, historias de familia y así.
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Inicia el relato y la maravillosa y expresiva actuación desde el momento mismo de su llegada al mundo en Barbosa, un pueblo antioqueño descrito con ternura y sentimiento por la Tita, y la dificultad que tuvieron su madre y quienes la asistieron en el parto para lograr que Diana dejara el vientre materno, pues la criatura se negaba a abandonar el cómodo lugar en donde vivió nueve meses. De ahí en adelante siguen sus aventuras y desventuras, la historia de sus abuelos, quienes con alma de gitanos antioqueños recorrieron con su familia entera varios departamentos del país, como continuación del proceso de la colonización antioqueña, para terminar en Bogotá y recibir en el colegio el nombre de la paisa, el que luego alternará en sus viajes a Barbosa con el de la rola.
Es claro que esta obra no se escribió para contar su historia; es a través de su historia, que bien puede ser la de cada uno de nosotros, con la que la Tita nos lleva a mirarnos en el espejo, mediante un relato siempre amable y grato de las pasiones humanas. No tiene ninguna pretensión de llevar un mensaje o algo que transmitir al público; si así lo fuera, estaría jugando el papel de una profesora de religión o activista política. La escribió para ella misma, porque tenía algo que decir. No se trata de un teatro social, ni simbolista, ni poético. Es un teatro personal lleno de vida, de honestidad y optimismo en el que el Interés, participación, solidaridad y también la indignación son protagonistas.
Es un relato lleno de aventuras imprevistas, imprevisibles en apariencia y que reconocemos de pronto como las más auténticas de todas las que han podido sucedernos, en donde la participación y conexión con el público es protagónica. Por ejemplo, cuando en el transcurso de la obra se maquilla y se desmaquilla sin espejo y con la ayuda del público, participación que llega al punto de servirse del ovillo de lana de color vino tinto que está sobre la mesa para unir con él a algunos de los espectadores. Ella conserva el extremo de la cuerda, que al final desenreda con una tijera y, claro, no tira los pedazos a la caneca; los une mediante un nudo para así recorrer el camino andado en cada presentación, mediante la presencia de las personas que fueron unidas con la cuerda y que bien puede llevarnos al mítico hilo de Ariadna y, con él, tender un camino de regreso a cada una de sus presentaciones y espectadores.
Termina la obra con una salva de merecidos aplausos del público.
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