El Magazín Cultural

El hombre de las máscaras

Restrepo dedicó parte de su vida a coleccionar objetos de arte y máscaras precolombinas, sobre las que escribió el libro “Los rostros de la mar”.

Fernando Araújo Vélez
25 de octubre de 2019 - 02:00 a. m.
Alonso Restrepo, en marzo de este año, en su casa, rodeado de algunas de las máscaras precolombinas que coleccionó por más de 50 años.  / Cristian Garavito
Alonso Restrepo, en marzo de este año, en su casa, rodeado de algunas de las máscaras precolombinas que coleccionó por más de 50 años. / Cristian Garavito

Fue un detalle, una frase, la voz de su padre, Pastor Restrepo Lince, el sonido del mar a lo lejos, el calor y los colores de las conchas lo que lo llevaron a comprender la importancia de la historia, del pasado. Y por aquellos detalles, tan sencillos como profundos, tan inmensos pese a su brevedad, su vida se fue transformando. Desde aquel día en los conchales, Crespo, Cartagena, setenta y tantos años atrás, Alonso Restrepo no hizo más que buscar y seguir buscando detalles, obras, arte que le explicaran el universo. Pensó en el arte casi todos los días de su vida. Quiso aprehenderlo. Tenerlo entre sus dedos. Desentrañarlo y, más que desentrañarlo, poseerlo. El arte lo salvaba y, al mismo tiempo, lo devoraba. A veces creyó que había encontrado las respuestas, pero apenas se convencía de algo, volvía a dudar, que era como volver a empezar, siempre con aquella escena de niño presente.

“Inmerso en una nebulosa de recuerdos, los miro; sentados a una mesa en el Castillo de Marbella, pequeño hotel de Cartagena de Indias, mi padre y Gerardo Reichel-Dolmatoff hablan de los conchales de Barlovento. Tengo doce o trece años. Soy un contertulio expectante. Luego, partimos hacia el sitio que había encontrado el historiador Pastor Restrepo Lince, en la costa norte de Cartagena, donde quedaron montones de valvas arrumadas por los primeros habitantes, antes de conocer la agricultura y la cerámica. Cuando regresamos le pregunto a mi padre, quien me dice: ‘Son los primeros testimonios físicos que nos dejaron esos recolectores que poblaron nuestra tierra’. Después, agrega: ‘Aparecieron las primeras muestras de cerámica, en Puerto Hormiga, cerca al Canal del Dique, y esos ceramios son de los más antiguos de América. Hijo, hay que respetar, estudiar y cuidar estos testimonios’. Allí, y en ese momento, me deja su impronta”.

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El niño alucinó con aquellas conchas de mar, e imaginó viejos, muy viejos hombres, y remotas, muy remotas historias, pero enfrente estaba la vida. Y tenía que estudiar, y luego, con los años, tuvo que enfrentarse a su destino. Sobrevivir. Conseguir un trabajo estable. Y el amor y la familia y los hijos, todos aquellos preceptos que le habían inculcado. Como Willy Loman, el protagonista de La muerte de un agente viajero, de Tennessee Williams, viajó con un maletín por Colombia y anduvo un tiempo por el Ecuador, jugando a que trabajaba para una firma de droguerías. Fue y volvió y regresó, con la cabeza atiborrada de números y de cuentas y de asuntos pendientes, de los que solía escapar con las antiguas imágenes de las más antiguas conchas que su padre le había mostrado. Y entre trabajo y obligaciones, un día de trabajo y de obligaciones se topó, en las playas de Salinas (Ecuador), con un pescador que le ofreció una de aquellas milenarias conchas, a precio de almuerzo, un dólar. Restrepo se la compró. Luego indagó. Investigó la historia de aquel rostro pintado de colores y, de alguna manera, se volvió a obsesionar con las máscaras, que, luego supo, la ciencia había bautizado como Spondylus.

Desde aquel entonces, se dedicó a coleccionar rostros, Los rostros de la mar, como tituló un libro que hizo varios años más tarde con la historia de los Spondylus y la historia de las máscaras que fue coleccionando, con fotografías de cada una y la explicación pertinente. “Todo lo que es profundo ama la máscara —escribía Federico Nietzsche en Más allá del bien y del mal. Las cosas más profundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símil. ¿No sería la antítesis tal vez el disfraz adecuado con que caminaría el pudor de un Dios (…)? Hay acontecimientos de especie tan delicados que se obra bien al recubrirlos y volverlos irreconocibles (…)”. Restrepo amó las máscaras, y las máscaras fueron el recubrimiento de actos y personajes profundos y milenarios, que por medio de los trazos y los colores dejaron plasmadas sus vidas y las adornaron.

Entre máscaras, trabajó. Creó una cadena de tiendas de ropa de hombre: El Paraguas Rojo. Fundó una galería de arte: Alonso Arte Galería. Viajó. Estudió. Escribió Los rostro de la mar. Organizó otros dos: El hueso en la escultura precolombina colombo-ecuatoriana y Los rostros de la tierra. Recolectó más máscaras, recordó, comprendió. Vivió.

Por Fernando Araújo Vélez

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