El Magazín Cultural

El hombre, su imagen dorada (III)

Presentamos la tercera parte de "El hombre, su imagen dorada", un texto escrito por el cineasta Nicolás Rincón en el que reflexiona sobre las secuelas de la violencia en el comportamiento masculino. Las primeras partes de este texto están relacionadas en el cuerpo de esta nota.

Nicolás Rincón
04 de febrero de 2020 - 01:26 a. m.
Maria Eugenia y Ever dando de beber al alma de Ramiro. / Nicolás Rincón
Maria Eugenia y Ever dando de beber al alma de Ramiro. / Nicolás Rincón

La guerra interna que vivimos desde hace tantas generaciones se nos cuela en los huesos hasta parecer normal. Cada uno parece obligado a jugar un rol que de manera extrema se divide entre héroes (armados) o víctimas (pasivas). En principio, toda personalidad debería desplazarse al interior de estas caricaturas del poder. Pero nuestras vivencias fisuran esas prisiones. Somos otros, somos más y aún los roles de género que impone el conflicto no son inmodificables. Esta es la visión de un cineasta que describe su experiencia al respecto. Desde su trilogía documental Campo Hablado (En lo Escondido, 2005; Los Abrazos del río, 2010, Noche Herida, 2015) hasta su primera ficción, pronta a ser proyectada en salas, Tantas Almas, todas describen desde el cine nuestra multiplicidad, aun frente al horror.

 

Lo que sucede en este país,

en cada rincón de este país,

es que cada día

una mujer se levanta

y cocina.

Julia Simona Guerrero

Ingrese a este link para leer la primera parte de "El hombre, su imagen dorada"

Ingrese a este enlace para leer la segunda parte de "El hombre, su imagen dorada"

III

Cuando comencé a ir al barrio Verbenal, Ramiro de Jesús permanecía sentado en una esquina, apoyado en la fachada de su casa. No sabía bien qué enfermedad tenía pero supe pronto que lo que más lo hacía sufrir eran los celos. Su mujer nos acogía con algo de pena. A Ramiro no se le entendía lo qué decía, pero sus ojos lo comunicaban sin problema: no nos quería por su casa. Postrado en su silla levantaba una mirada que se clavaba como espuela. Su problema era que su mujer, ayudada por Ever su hijo común, tenía una pequeña tienda de productos básicos. No le faltaban clientes. Aunque la mayoría eran niños y mujeres, no faltaba el hombre que venía a llevarse cigarrillos a la unidad, a pagar por minutos las cortas llamadas. Ramiro descubría signos oscuros, lenguajes secretos, en cada mirada. Estaba seguro que su mujer las provocaba. Pero tampoco descansaba con la presencia femenina. Creía que habían vecinas sinvergüenzas, capaces de ejercer malas influencias.

María Eugenia, su mujer, hacía mucho tiempo había aprendido a lidiar con él. Lo calmaba con indiferencia y era la peor manera que él pudiese desear.

Los visitaba esperando filmar algún día la vida del barrio. Entre María Eugenia y Blanca, su amiga más cercana, pasaban tardes tomando tinto y contando historias. La personalidad fuerte de Blanca y la obstinación inteligente de María Eugenia, ambas pilares de sus familias, me habían conquistado. Por eso trataba siempre de hacerle evidente a Ramiro que no tenía ninguna intención de robarle su mujer. Hablé con él largo tiempo aunque me fuese complicado entenderlo, le llevé regalos, algunas veces seguí de largo para mostrarle que no siempre venía a su casa, le mostré fotos de mi familia. Pero no había manera. No retenía nada.

En una visita, María Eugenia sacó las fotos de la familia. En ellas Ramiro parecía otro: derecho, seguro de sí, jovial, con una mirada abierta, iluminada por llamas maliciosas. Pensé que se trataba de mucho tiempo atrás. Me corrigieron de inmediato: eran fotos tomadas hacía diez años, antes de huir de Tame. Me pareció imposible y María Eugenia me explicó: al llegar a la ciudad, Ramiro se había envejecido de un solo golpe. En el campo era un gran trabajador, hombre imponente y seductor, experto en el manejo del ganado; pero en el barrio no sabía cómo ganarse la vida, no tenía lugar. Trató de vender cebollas, de conseguirse un puesto en la carga, pero la edad y su inexperiencia comercial lo fueron cercando. Se fue derrumbando hasta perder por completo esa confianza que lo nutría al respirar. Deprimido, apenas tuvo fuerzas para sobrevivirle a un terrible ataque de trombosis.

Mientras se iba retrayendo, su mujer, que había ejercido de joven como cocinera en las grandes cosechas de coca o café, buscaba soluciones para mantener a la familia, cada vez más eficaces. Como en el caso de Blanca, su vecina, los saberes cotidianos que guardaban entre los muros caseros del campo (lavar, planchar, coser, cocinar, etc.) se convirtieron en labores remuneradas al llegar a la ciudad. Mínimo, el dinero adquirido era algo que les permitía ganar en autonomía, aunque sacrificaran su salud. Blanca, por ejemplo, lavaba costales de ropa ajena hasta que las manos le sangraban. María Eugenia, estaba en una situación más privilegiada: tenía vena comerciante y un pequeño capital que lograba manejar. Era una de las envidias del barrio. Tenía que protegerse permanentemente del tumbe y del robo.

Mientras salía adelante, Ramiro esperaba sentado a que algo pasase con su vida. Sus manos, sosteniendo con dificultad cigarrillos que no acababa de fumar, ya no mostraban la pericia de un peón con el ganado. Su mirada, perdida en un pasado de ferias y fiestas, esa boca torcida y silenciosa que ya no portaba a lo lejos, eran restos de otra vida. El presente era solo dolor.

Para salir de la rutina se me ocurrió proponer un paseo de olla hacia los bosques de Quiba, en las afueras del barrio. Programamos la salida para el domingo entrante.

Ese día, Ramiro no estaba en su lugar de costumbre. Los llamé y me contestaron desde adentro. Nadie estaba preparado. Era evidente, no iba a haber paseo. Estaban frustrados: temprano en la mañana Ramiro había tenido un ataque de ira: no quería que fueran y menos aún acompañados por Blanca. Me miraban en silencio, nadie sabía bien qué hacer. Yo tenía las bolsas con el pollo asado para todos, así que hice como si no fuese importante y propuse que comiéramos en el pasto, frente a la casa. Calmar el hambre ayudó un poco a bajar la tensión. Ramiro devoraba, en silencio y con minucia, las presas que le pasaban.

Para aliviar la decepción de los niños y la mía nos fuimos a jugar fútbol al campo del frente, un pastizal inmenso en el que nadie ponía casa por el miedo que generaba su propietario, Víctor Carranza. Pusimos nuestros sacos marcando los arcos, repartimos los equipos y comenzamos a jugar bajo un sol que quemaba sin calentar.

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No duró mucho.

Arriba comenzaron a gritar de espanto: Ramiro intentaba matar a María Eugenia con un cuchillo. Subimos corriendo. Ever entró rápidamente y logró desarmar a su padre que se descocía a gritos. Esta vez se entendía muy bien todo lo que decía: que su mujer era una perra, que traía sus guisos a la casa, que él ya no la aguantaba. Nada lo calmaba, su cuerpo y su voz, reforzados por la furia, parecían de otro.

Entonces llegó la policía y Ramiro se vio perdido. A pesar de que Ever tenía entre sus manos el largo cuchillo que le había arrancado, Ramiro siguió forcejeando, sin saber a quién atacaba. La policía sacó gas pimienta y le regó los ojos. Ramiro gritó un tiempo de dolor. Hasta que perdió su energía endemoniada y terminó siendo el enfermo que conocía el barrio. Su mirada se apagó. Le ataron las manos mientras le decían que lo llevaban por tentativa de homicidio. Se lo llevaron zarandeando en la parte de atrás de una moto. Jamás lo vi tan vacío.

Entre los machos cabríos, el peor es el que está herido.

María Eugenia salió entonces de su casa. Estaba roja y no paraba de llorar. Fuimos a rodearla. Le daba vaina con Ramiro, pero ya no lo aguantaba más. No quería volverlo a ver nunca más en su casa.  

No sé cuánto tiempo pasamos allí pero las mujeres del barrio, sobretodo Blanca, trataron de remontarle la moral. La tarde acabó con tinto y galletas de soda. Me despedí ocultando mis emociones: un gran sentimiento de culpa e incapacidad.

Al día siguiente llamé a María Eugenia. Ramiro había pasado la noche en un centro psiquiátrico de Ciudad Bolívar. Le pregunté si quería ayuda y ella no lo dudó, quería que la acompañara a visitarlo. No me parecía la mejor idea, temía que Ramiro volviese a tener un ataque de celos, pero ella me dijo que no quería estar sola frente a él, su hijo estaba ocupado. Acepté con un vacío en el estómago. Nos pusimos cita en la tarde.

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Fuimos juntos a una casa blanca, muy pequeña, perdida calle abajo. Sentado, en medio de un panorama desolador, encontramos a Ramiro, mucho más viejo aún. Lo llevamos al pequeño jardín. Parecía no recordar nada. María Eugenia comenzó a limpiarlo. Le había traído ropa y algo de comer. Entonces levantó la bota de su pantalón y le descubrió la pierna hinchada. Me la mostró con preocupación. Temía que fuese otro ataque de trombosis. Se lo señaló de inmediato a la enfermera que prometió avisarle al doctor cuando viniese a examinarlo.

Pasamos un par de horas difíciles, tratando de colmar el tiempo con atenciones y palabras que fluían sin avanzar. Afortunadamente hacía sol. Nos despedimos de él dejándolo en una pieza en la que resonaban las voces repetitivas de los demás enfermos. Se acostó y nos miró por última vez. Ramiro murió esa noche.

Cuando lo supe decidí abandonar el proyecto de película en el que había venido trabajando. Sentía que mi empeño había terminado por alterar un orden muy frágil e ignoraba qué más podía causar. Tenía que decírselo a María Eugenia y a Blanca. Pero antes tenía que asistir al entierro de Ramiro en el Apogeo, en donde ya habíamos ido semanas atrás para visitar las almas de muertos desconocidos. 

Casi todas las personas del barrio estaban allí. La tristeza era real. La muerte de un hombre distrae el rencor. María Eugenia y Ever se quedaron un rato más, solos frente a la tumba. En el cemento fresco inscribieron el nombre y apellido de Ramiro y sus tres fechas: la de su nacimiento, la de su muerte y la de su entierro.Le dejaron una botella de agua al frente y se despidieron tocándolo.

María Eugenia me tomó del brazo mientras caminábamos para salir por la entrada principal del cementerio. Tengo que decirle algo, me advirtió: ahora que pasó todo esto no nos dejé solos. Ahora sí se puede hacer la película. Tiene que contar todo esto que nos pasa.

Tiempo después, durante el primer día de rodaje, me quedé en su casa por primera vez, después de las seis de la tarde era mejor no salir del barrio. Sin dudarlo María Eugenia y Ever me  ofrecieron la misma cama que ocupaba Ramiro. Rechacé y preferí acostarme en el sofá de enfrente.

No dormí ni un segundo. Al otro lado del muro, justo en la casa siguiente, escuchaba copas y susurros sobre la música melosa de la radio. La voz de la mujer era la misma, suave y forzada. La del hombre cambió varias veces, después de silencios poblados de sonidos que tardé en identificar. Eran cuerpos moviéndose, jadeos callados. Cuando escuché la puerta cerrarse por primera vez para abrirse minutos después, entendí lo que hacía la vecina para poder vivir.

Quizás Ramiro escuchaba lo mismo todas las noches, solo en su cama, perdido en el fondo de sí mismo. Me dio pena.

La guerra se le había entrado al cuerpo y lo había matado por dentro.

Por Nicolás Rincón

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