Sin embargo, cierto día al desplegar los bastidores, olvidó la manera de operar los intrincados mecanismos que él diseñó. Entonces, las figuras cobraban vida, interpretando de manera magistral, excepcionales números que sorprendían a los espectadores.
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Luego, el ilusionista tampoco recordó que las escenas representaban recuerdos personales y costumbres de los lugareños captadas durante su vida itinerante, incluso, omitía fragmentos de esas narraciones en plena presentación.
Y, después, progresivamente fue olvidando sus ocupaciones. Se le veía deprimido y exánime, sus creaciones cada día lograban mayor independencia: anunciaban las funciones y empezaron a sentirse identificados con el público. Con el tiempo se tornaron tan autosuficientes que, ignorándolo, se encargaban del montaje completo.
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Como sucedía en esos casos, un día los autómatas decidieron llevarlo a la fábrica abandonada de ilusionistas.
Fue una lástima que no tuviera compostura, pues había divertido a generaciones en aquel mundo de muñecos.
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