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Para gustos, el jazz (Reverberaciones)

No miento: muchas personas con las que entablo conversaciones sobre música ven al jazz como un género de difícil acceso y entendimiento. Es curioso, pues su origen popular y sus elementos esenciales, que son sencillos, lo hacen apto para las mayorías.

Esteban Bernal Carrasquilla

15 de agosto de 2023 - 01:23 p. m.
/ Getty Images
Foto: Getty Images/iStockphoto - Flash vector
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De hecho, por unas cuantas décadas, en la primera mitad del siglo XX, se le consideró una manifestación de la cultura de masas en los Estados Unidos y fue ampliamente consumido por todas las clases sociales. Las referencias están en la literatura del blanco burgués Francis Scott Fitzgerald y en la del negro proletario Langston Hugues. En Colombia, el jazz fue música de baile desde los años veinte en el Caribe, y de bares en el interior desde los sesenta. El registro está en la prensa.

Tras más de cien años de existencia y de difusión por casi todo el planeta, los elementos “de la calle” se mantienen en el jazz: no hay tal sin swing o blues o improvisación, características extrapolables a otras manifestaciones musicales más familiares para el colombiano de a pie como la salsa, la champeta y la cumbia, entre tantas otras que no nos generan desdén. ¿A qué se debe, entonces, la indiferencia de la masa?

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Una desafortunada explicación tiene que ver con las consecuencias generadas por el academicismo que ha surgido alrededor del jazz. Desde muy temprano, en los Estados Unidos se procuró entender esta música a través del papel, de la notación musical, de escribirla sobre partitura, de analizar su comportamiento armónico, melódico y rítmico, y de teorizar sobre sus posibles devenires. La participación erudita, dentro y fuera de las aulas de clase, de los papers académicos, de los libros y de las conferencias, llevó a una parte del jazz a complejizarse (refinarse, dirían algunos) para convertirse en la vanguardia del bebop y el arte conceptual del free, subgéneros de los años cincuenta y sesenta que aún dan coletazos en las propuestas contemporáneas, incluso en las locales de estas tierras.

Colombia, en donde por mucho tiempo hemos importado modelos de pensamiento y de acción, ha reproducido estas maneras de relacionarse con el jazz, en muchas ocasiones desde la radio. Y digo que la explicación es desafortunada, no porque una visión académica haga de esta música un asunto exclusivo de una minoría ni porque contarla con cierto tono de seriedad la blinde del pueblo, sino porque la mayoría parece temerle a los fantasmas que circundan el pensamiento y las voces letradas. El velo de exclusividad que lleva el jazz no es más que un mito urbano que se fundamenta en equívocos, como que la HJCK, la HJUT, la HJUN y la HJKZ, emisoras donde muchos realizadores radiales tenemos un cariño especial por esta música que ayudamos a difundir, son insondables, ajenas y lejanas.

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Quienes estudiamos el jazz para divulgarlo, hemos encontrado gran cantidad de formas de contarlo para hacerlo más atractivo, cercano e inteligible, para que resuene en el imaginario de muchos. Nuestras narrativas pasan por la historia de los burdeles de Nueva Orleans, los bares de Nueva York, las calles de París, los salones de baile de Barranquilla y Cartagena, y los clubes y restaurantes de Bogotá. Contamos cuentos que navegan río arriba por el Mississipi con la diáspora negra que pasó por San Luis y Kansas City para instalarse finalmente en Chicago; con barcos trasatlánticos en los que reclutas negros que hacían música fueron acogidos por sociedades más humanas en el Viejo Continente; con barcos de menor calado que trajeron al Caribe orquestas de jazz en tiempos de construcción de puertos en Colombia y de un escurridizo canal en Panamá.

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Para contar el jazz de hoy, cada vez más rico y diverso, y en el caso del jazz colombiano, con un acento cada vez más pronunciado en el folclor y desde una intención creadora más consciente del diálogo con las prácticas centenarias, hilamos historias con pescadores y atarrayas, con el curupira amazónico, y con duendes que tocan la marimba de chonta en las selvas del Pacífico. Estos relatos buscan seducir al oyente para que deje a un lado, así sea por un momento, el sonsonete de siempre y aprecie el espíritu de una música de diálogo que dista mucho de ser aburrida y que se manifiesta de maneras sorprendentes.

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Si se animan a creerme, del 9 al 13 de agosto habrá una oferta para todos los gustos: Juan Diego Flórez (lo recuerdo por incluir aires de los Andes) y Los Bienheridos (vanguardia) en Matik Matik, jam session en el recién reinaugurado San Café, trío con guitarra que busca generar un trance colectivo y tributo a Ella Fitzgerald en Mr. Bum, y trío clásico con piano de Óscar Acevedo en la Biblioteca Luis Ángel Arango. La oferta es amplia y barata y la experiencia les sacudirá algo más que las caderas.

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Por Esteban Bernal Carrasquilla

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