El legado de Chaplin: la palabra

Entrevistado por Le Monde en 1992, Jean-Luc Godard afirma categórico: Chaplin es al cine lo que Mozart es a la música. Contraria a la del gran compositor, su expresión no se hizo sentir únicamente en los palacios.

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Sergio Becerra *
14 de mayo de 2018 - 03:00 a. m.
Charles Chaplin  / Cineco Alternativo
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En tiempos de duda sobre el cine como arte, el consenso en torno a Chaplin ya es total. Creadores de vanguardia, masas trabajadoras o en búsqueda de un empleo, intelectuales progresistas e industriales de Hollywood, yacían rendidos ante aquel “hombrecillo del frac ridículo, del bigotito trapezoidal, del bastón y del sombrero hongo”, como describe a Charlot el crítico André Bazin, quien considera que “nunca, desde que el mundo es mundo, un mito había recibido una adhesión tan universal”.

¿Cómo, entonces, el creador insignia del arte por excelencia del siglo XX, que cautivó al público en cinco continentes, podía suprimir su icónico personaje de la pantalla en el momento cúspide de su fama? Es la pregunta a la que esta selección de seis largometrajes restaurados, realizada por Cineco Alternativo, entre los cuales hay cuatro trabajos de su período sonoro, nos invita a responder.

(Si está interesado en leer más sobre este especial de Chaplin, ingrese en El legado de Charles Chaplin: el sexo)

Chaplin presintió en la llegada de la palabra al cine un gran adversario, declarando en 1929: “Detesto los filmes hablados, menoscabo del arte más antiguo del mundo: el arte de la pantomima. Han matado la gran belleza del silencio”. Sin embargo, enfrentó tal desafío estético con innovación e inteligencia, por medio de dos obras maestras, Luces de la ciudad (1931) y Tiempos modernos (1936), películas sonoras y musicales cuales más, aunque carentes de diálogos, que marcan una clara transición en su universo sensible.

Este cambio de lenguaje, que pasa de la suficiencia en la imagen al poder de la palabra, se manifiesta en El gran dictador (1940). Ante el triunfo de la política como espectáculo tecnológico, Chaplin decide combinar su “alfabeto del movimiento y la poesía del gesto” con la contundencia del mensaje hablado. Su vibrante “Llamamiento a los hombres”, con el que termina la película, no es sólo un mano a mano de Hynkel contra Hitler, del humor contra el terror, del bigote original —el de Chaplin— contra el bigote usurpado —el de Hitler—, sino la ocasión de desprenderse de esa presencia indeleble de Charlot, haciendo emerger el rostro tras la máscara. Ya no estaremos más ante el vagabundo, ni ante el pequeño barbero, sustituto del dictador: una vez borrado el maquillaje nos queda —tras el bigote— el rostro del actor. Chaplin por sí mismo, con su humanidad asumida, sus años, sus canas y sus arrugas, inocultables.

El abandono del Charlot inadaptado es emprendido como un imperativo ético por parte del autor, de modo gradual, tanto en Monsieur Verdoux (1947) como en Candilejas (1952). Campo abonado por una obra anterior, Una mujer de París (1923), en la que Chaplin director extrema, al decir de Guillermo Cabrera Infante, “su afición al detalle al punto en que nadie reconocería en él al fácil comediante de los films de Mack Sennett, sino tal vez al maniático Erich von Stroheim”.

(Si está interesado en leer más de este especial sobre Chaplin, ingrese en EL legado de Charles Chaplin: la lucha)

Chaplin tiene el coraje de pasar al otro lado del espejo de su propia representación: de la máscara al rostro, de la eterna juventud a una vejez asumida, de la comedia al drama, de la pantomima al realismo, y de una cómoda fama a la total incertidumbre, por medio de dos memorables puestas en escena que reinventan su estatura mítica a la vez que su condición de mortal. En Monsieur Verdoux conduce simbólicamente a Charlot por medio de un último gag hacia la guillotina, y en Candilejas mata a su personaje de Calvero, transfiguración del mimo inicial, quien, a dos pasos de la escena, en un retorno a los orígenes del Music Hall londinense de comienzos de siglo, observa enamorado el resplandor del espectáculo de la vida. He aquí tal vez una experiencia única para una nueva generación de espectadores, más los cinéfilos de siempre, la de asistir a una identidad reformulada en la pantalla por medio del surgimiento de una segunda era clásica, la del sonido, en la que, como nos lo recuerda Bazin, “un nuevo Chaplin ha nacido de un doble asesinato, un actor que ha conquistado el derecho de tener la cara de un anciano y recobrado el de ponerse otras máscaras” a través de seis obras memorables.

Por Sergio Becerra *

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