El Monte (Cuentos de sábado en la tarde)

Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos la primera entrega del cuento “El monte”, editado por Fernanda Trías.

Mario Medina*
15 de junio de 2024 - 08:00 p. m.
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El sol ahorca el salón comprimiendo el aire entre el cielorraso, las baldosas y las paredes. El profesor escribe símbolos y grita algo que Daniel no entiende, que nadie escucha, luego sigue señalando y encerrando números y letras. Daniel piensa que si le paga a Méndez diez mil por hacerse con él, va a pasar el taller, luego mira a Escobar que está a punto de pegarle un calvazo a un compañero. Levanta la mano pálida y le estampa la coronilla, se hace el que no fue y mira a otro lado. Todos ríen. Una de las estudiantes que está cerca del tablero, Díaz, pone una rodilla sobre el pupitre y se alza sobre sus cabezas, empieza a gritar que Niños, hagan silencio, dejen explicar. No es rabia, es puro asco. Delante del tablero, en el patíbulo, el profesor William frunce los labios, pone las palmas untadas de marcador hacia el cieloraso y descubre las manchas de desesperación debajo de las axilas. Daniel se inclina hacia adelante en el pupitre y aprovechando el rato de silencio le susurra a Méndez, Ves cómo está de azarado este hijueputa, eso le pasa por ponernos a perder a todos. Termina con una sonrisa que se corta cuando le responde que Hable por usted mijo, yo no perdí ni mierda, saqué cuatro siete papá, además usted fue el de la peor nota. Callate malparido, responde Daniel y hace el amague de pegarle con la palma de la mano en la coronilla, pero el miedo a la represalia lo hace detenerse con la mano en alto. ¡Daniel! Al tablero, resolveme esto. No profe yo no estoy haciendo nada. Entonces entendiste todo, salí y le mostrás a los compañeros. Daniel mira alrededor, todos lo vigilan aguantando la risa, Daniel ve la burla de Escobar en medio de Los Deportistas. Empieza a decir que Profe yo no estaba haciendo nada, en cambio mire que Esco… pero se detiene, a Escobar le cuelgan algunas gotas de sudor pero le está sonriendo. Codea a uno de su grupo de Los Deportistas para que también lo volteen a mirar, Mucha loca, le dice el otro moviendo los labios sin hablar. Hágale, parce que eso es fácil, le anima Méndez dándose la vuelta en su puesto, Solo es cambiarle la A por el número de arriba y... pero Daniel no entiende. Cuando se levanta del pupitre y da los primeros pasos le parece que hay una inclinación en el camino de baldosa entre su puesto y el tablero. Da unos pasos y alguien le hace zancadilla, cae de bruces y se le llenan las manos de mugre que se siente como arena. Hay una risa contenida. El paso por el camino de pupitres le hace temblar las piernas, como si estuviera escalando. Cuando llega al frente ve a los estudiantes merodear con los ojos la humillación ajena. Suda, siente que va a morir ahí arriba. Méndez hace una mímica con las manos de lo que debería hacer. El profesor William extiende los brazos y con la cabeza le indica que mire lo que está en el tablero, pero todo es confuso, no sabe por dónde empezar, el salón ha detenido su convulsión y lo vigila. Alguien le tira una tapa de botella que le pega en la cabeza, crece una algarabía que se transforma en risas, risas que se expanden como si fueran fuego, trepan por las paredes y tocan el cielorraso. Daniel ve los paneles del techo sacudirse con las carcajadas, pero se detienen cuando suena el timbre.

William se sienta en la sala de profesores, un segundo piso encima de la rectoría. Sin las voces de los niños el colegio parece detenido en el tiempo. Los colegas llenan sus carpetas, cargan las maletas, pronto toda la sala estará vacía. Ve a Héctor Mario caminando como paloma hacia la puerta de salida. Lo saluda y le responde ¡Joven! Yo excelente gracias a Dios ¿y usted?. William siente que Hector Mario se quiere ir, que no le quiere dirigir la palabra. Le habla sin saber dónde empezar, abre la boca pensando en las veces que pasa por el salón de él y lo ve en quietud total, en las caras de terror de sus estudiantes en silencio. Héctor Mario nunca habla duro y su voz se escucha clara en cada esquina del salón. Cuando entra no les pide silencio, sino que los espera pacientemente susurrándose a sí mismo El tiempo es de ustedes. William piensa en su fracaso y sigue hablándole. Los alumnos lo consumen, lo drenan, los siente reírse de él en los pasillos. Cada clase es un suplicio, se siente herido, escupido, se siente subiendo una carga a cuestas por una pendiente desértica. Cuando acaba de hablar se da cuenta de que Héctor Mario no ha cambiado su expresión, le alza una ceja, mira su reloj y luego a él ¿Wilbert, usted a qué iglesia va? ¿Ninguna? Le voy a comentar algo, yo empiezo mi día dándole gracias al Creador, le encomiendo la jornada para que las cosas sean como él las planee, Dios tiene un propósito para todos y uno puede que nunca conozca ese propósito, pero si nos aferramos al Señor con amor, con devoción, yo creo que nuestra vida puede mejorar, ¿no cree usted eso?. Le sonríe a medias. Cuando Hector Mario se va, todos los profesores se sienten autorizados, se levantan y caminan hacia la puerta como fieles anónimos. Helen lo espera en la salida. ¿Qué pasó, mi Willi? Estás como preocupado. Era la gente de filosofía como ella la que más necesitaba de su ayuda en la universidad y ahora es ella la que lo mira con pesar. Te ves todo aburridito, ¿están pesadas las clases, Willi?. La gente lo buscaba, le pedían que les explicara. Tienes que mantener la tranquilidad, así éramos todos al principio. Los de humanidades se sentaban a su lado y él escribía en un tablero torcido lo que sabía, le gustaba cuando sus números podían dar tranquilidad, cuando la voz de su reputación se difundía. Ay, mi William, es que hoy tengo que llegar a sacar a Bruno, pero si quieres mañana hablamos. Ahora es a él al que le dan largas, ahora es él quien pide.

La reja de la entrada chilla debajo del letrero que tiene el nombre del colegio. De los pasadizos de mantenimiento sacan los perros de la jaula mientras los ladrillos ven la última luz del sol. Los aseadores dan las últimas pasadas al suelo rojo y cierran cada una de las puertas de hierro que gimen dejando adentro los pupitres vacíos, los tableros borrados. Al frente de los salones hay un espacio lleno de árboles y matas por donde pasan los perros recién liberados, buscando ardillas, iguanas, ratas para trozar. Un aire fresco se tiende por los pasillos y pasa por entre las rejas de los salones. En un pasillo arrinconado por un muro con swingleas están los salones de todos los séptimos, y al final, contra una reja de servicio que permanece cerrada, está Séptimo C, el salón más grande de todos. Los perros pasean por donde antes se han sentado los estudiantes durante el descanso. Debajo de las swingleas el único perro rayado encuentra un lapicero y lo empieza a masticar, pero lo escupe cuando escucha un ruido adentro. Otro lo ignora mientras olisquea los rezagos del sudor, busca el punto en donde el piso está más frío y deja una plasta dura. En la noche se orientan por el sonido de sus propias patas y su olor a mugre. De un árbol cae una zarigüeya que chilla apenas se golpea contra el suelo. Uno de los perros, el de pintas, le perfora el abdomen con los colmillos, el resto lo corretea hasta que un arbusto frente al pasillo lo detiene. Cada uno de ellos la agarra de una extremidad y empiezan a gruñir y batirse mientras el animal chilla sin poder moverse. Antes de que salga el sol los aseadores recogen los miembros descuartizados y limpian el piso en donde se regó todo. Los de mantenimiento arrastran los cuatro perros de sus cadenas y los vuelven a encerrar en unas jaulas que ningún estudiante ni ningún profesor han visto.

Mientras trata de limpiarse el zapato con un palito, Daniel encuentra debajo de las swingleas un lapicero plástico que se mete en el bolsillo, inhala el alivio de tener con qué escribir mientras sella la mierda que queda con tierra seca, lo suficiente para que no lo alcancen a oler y nadie le diga nada. Es otra mañana fría y es el primero en llegar al salón. Desde que empezó el divorcio lo dejan temprano. Se dirige al puesto que le designaron Los Deportistas. El puesto cómodo que eligió en el primer día lo perdió en una pelea de empujones que terminó en sus lágrimas de rabia. Se sienta y duerme con los brazos sobre la cabeza como cuando alguien llora en el salón, haciendo un pequeño nido de oscuridad para tapar la luz. Un calvazo lo saca del sueño, Quiubo malparido a despertarse, ¿es que no viene a estudiar? Escobar le sonríe con la palma pálida todavía en alto, toma aire, Me las vas a pagar hijueputa. Pero yo no dije ni mierda, contesta Daniel. No dijiste, pero ibas a decir, sapo malparido. Escobar se retira al otro lado del salón, mientras la bulla de los murmullos acrecienta con la llegada de más compañeros. Daniel se toca el bolsillo, siente el lapicero pegajoso adentro cuando llega Mendez diciéndole Usted sí es muy estúpido ¿no parce? Culo de imbécil, la próxima vez se queda callado mejor, se pone a ganarse problemas por marica. Daniel se mira la mano y descubre que se le ha regado la tinta del lapicero. El profesor coordinador de Séptimo C hace callar el salón entero con un grito grave, ¡La oración, jóvenes, juicio! Amado señor, gracias por este nuevo amanecer, por tu amor y bendición, guía nuestros pasos. Daniel abre los ojos por un segundo y los ve a todos con las caras metidas entre las palmas, mirando a Dios en la oscuridad. Y permite que cada día sea de victoria en el poderoso nombre de Jesús, amén.

En su puesto, William revisa el quiz que lleva preparando hace semanas, lo borra y lo reescribe, le parece que tiene en sus manos algo parecido a una lanza. Él ha visto el dolor que estos papeles pueden infringir en sus estudiantes, pero a pesar del rencor no es capaz de hacerlo a propósito. Calcula que todo sea fácil, cronometra el tiempo que le toma resolverlo varias veces, pero al final se distrae en el blanco del papel. Entre las líneas de los enunciados empieza a ver la universidad de la que se graduó, las mesas en la cafetería en donde se sentaba con su grupo de estudio. De cuando le decían que él debía ser el profesor y no el otro que les daba las clases. Cierra los ojos y los puede escuchar, Me salvaste William, sin vos me tiraba Cálculo. Nunca nadie se quedó con algo sin entender, nunca nadie le perdió un parcial, sus palabras eran sagradas, por eso no aprendió a hablar duro. Pero todos los días desde el monte, frente al tablero, su recuerdo parece una fantasía del calor. Cada vez que tiene clase se siente como un paria caminando hacia su ejecución. Los perros anuncian el camino al salón a través de las swingleas. Se imagina que también deben ladrar cuando él entra a la sala de profesores. Helen lo saca de la ensoñación, le estrecha un hombro y se sienta al lado, Cómo estás mi Willi, ¿todo bien? ¿Preocupado? No le quiere contar, pero quiere que ella se dé cuenta. Ánimo, ánimo, muchacho. Él decide que no tiene de otra sino contarle, piensa por dónde empezar y cuando se dispone a decir algo, ella lo interrumpe. Mi Willi, lo que pasa es que necesito que me vigiles a los muchachos de mi curso, yo sé que tú estás libre después del segundo descanso, tú puedes ¿cierto? Ay, muchas gracias, mira, aquí te dejo los quizes de ellos, hoy por ti mañana por mí, gracias y qué pena contigo.

Méndez se sienta rápidamente antes de que Daniel pueda darse cuenta de que la mitad de la banca está mojada. No parce, vamos pa’ otro lado a comer que ahí no puedo sentarme. Váyase usted marica, yo estoy bien aquí. ¡Ah, este gordo malparido! Sí ajá, pero lo gordo se me quita en cambio lo bruto suyo no. Daniel chasquea la lengua y se queda sin qué decir. Mirala, ahí está tu Carmencita. Se ríe y mira a Daniel con malicia antes de empezar a gritar, Eh, ¡Carmen! Aquí está Daniel, tu amorcito, el que sí te quiere, el que… Daniel lo calla de un puño y él rompe en carcajadas. Ella sigue caminando sin darse cuenta. Parce, no le vuelvo a contar ni mierda. Ah, dejá de llorar que ni alcanzó a escuchar, ¿cuándo es que le va a meter la mano a esa vieja? Tiene novio, no hay nada que hacer. Ah, pero este sí es mucha geisota, eso qué importa, parce, usted le habla suavecito, la coje de acá y tenga. No Marica, eso no es así. Cómo que no, aquí quién es el virgen, ¿usted o yo? Pero vos te comías a tu prima eso no se vale, Usted no se ha comido a nadie parce, escuche y aprenda.

*Mario Medina es antropólogo de la Universidad Icesi de Cali y tiene una Maestría en escrituras creativas del Instituto Caro y Cuervo.

Por Mario Medina*

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