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“El perdón no es un acto ocasional; es una actitud permanente”: Martin Luther King

El 15 de enero se conmemoran noventa y tres años del natalicio de Martin Luther King, quien dedicó gran parte de su vida a la defensa de los derechos civiles de los afroamericanos, pero también a la construcción de una sociedad libre de “ceguera”, en donde todos coexistiéramos pacíficamente.

Danelys Vega Cardozo
15 de enero de 2022 - 04:34 p. m.
En la imagen Martin Luther King el 27 de abril de 1967 durante un discurso que pronunció en contra de la Guerra de Vietnam, en el campus St. Paul de la Universidad de Minnesota. En 1964, se le otorgó el Premio Nobel de Paz, convirtiéndose en ese momento en el hombre más joven en recibir dicha condecoración, pues tenía 35 años.
En la imagen Martin Luther King el 27 de abril de 1967 durante un discurso que pronunció en contra de la Guerra de Vietnam, en el campus St. Paul de la Universidad de Minnesota. En 1964, se le otorgó el Premio Nobel de Paz, convirtiéndose en ese momento en el hombre más joven en recibir dicha condecoración, pues tenía 35 años.
Foto: Creative Commons
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Hay caminos que se entrecruzan por coincidencias que parecen destinos premonitorios. Porque, aunque ningún factor es completamente determinante, hay influencias del ambiente que no se pueden negar. Un nombre puede que sea tan solo eso: un nombre. Aquel que nada dice de quien lo lleva, porque para eso hace falta indagar en la persona; en la esencia y no solo en la superficie. Pero no se elige un nombre porque sí, o al menos no para quien vive atribuyéndole significado a cada paso que recorre, a cada decisión que toma. Para esa persona un nombre no es tan solo un nombre porque habrá motivaciones detrás. Bien lo sabía el pastor Michael King cuando durante un viaje a Alemania se le dio por modificar su nombre y el de uno de sus hijos.

Desde ahí, tanto él como su pequeño pasaron a llamarse Martin Luther King, en honor al precursor de la reforma protestante de Alemania, quien llevaba este mismo nombre. Consciente o inconscientemente Martin Luther King Sr. había sembrado una semilla que más tarde daría frutos. Porque su hijo Martín Luther King Jr. más tarde lucharía por las “injusticias” que estaban presentes en la sociedad en la que se encontraba inmersa, de las mentiras que se vendían como verdades, al igual que como lo hizo Martín Lutero en su época y en sus tierras. Luchas diferentes, pero similares. Compartían un mismo objetivo: cambiar lo que hasta entonces se creía como la única verdad; demostrar que no hay un solo camino, sino muchos, y que solo faltaba ampliar la vista un poco. Salir del horizonte y trasladarse hacía todo el universo.

Desde los veintiséis años, Martin Luther King Jr. se opuso a la realidad que vivía desde su infancia. Aquella en donde creció siendo diferente, aunque nunca lo fuera. Porque en la sociedad estadounidense no eran sus “capacidades” o “inteligencia” lo que lo “distinguían” a él y a otros, sino el color de piel que los cubría. La segregación racial era el paisaje que los acompañaba a donde fueran, incluso en el transporte público. De hecho, en 1955 el mismo Martin Luther King promovió el boicot de autobuses de Montgomery. Ese que protestaba porque a una mujer “negra” —Rosa Parks — se le había sentenciado por no haber cedido su puesto a un hombre “blanco”. Pero detrás de un solo hecho había motivaciones más grandes. El problema no era que se le juzgara injustamente a aquella mujer por el color de su piel, sino que aquello era una conducta recurrente que negaba los derechos civiles a los que también deberían tener acceso los afroamericanos. Porque ellos al igual que los “blancos” también eran seres humanos.

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Y a pesar de los intentos de algunos segregacionistas blancos de acabar con aquella manifestación a través de acciones coercitivas —como bombas, encarcelamientos y agresiones físicas— él y quienes caminaban a su lado se mantuvieron en pie hasta por 382 días. En el día 383 no abandonaron su causa porque se dieran por vencidos, sino que un día antes habían logrado lo que sería el inicio del final. La Corte Suprema de los Estados Unidos declaró ilegal la segregación en lugares públicos, como escuelas, restaurantes y autobuses.

La chispa que inició todo. Esa que originó el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos. Esa que ardió a fuego vivo y que “quemó” sin violencia, pero con consciencia a quienes estaban cegados por lo que hasta el momento se creía como la única verdad posible. Aquella que descansó un poco cuando el 2 de julio de 1964 se promulgó la Ley de Derechos Civiles con la que se puso fin a la discriminación racial, o al menos ese era el objetivo. Aquella que con su fuego logró al año siguiente un paso más: la expansión del derecho al voto para los afroamericanos; después de casi cien años —gracias a la Ley de Derecho al Voto de 1965— esta población finalmente pudo sufragar sin ninguna limitación. Porque desde 1870 con la Decimoquinta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos se había prohibido la discriminación al voto por motivos de raza, pero algunos Estados hacían lo que querían y se las ingeniaban para impedirle a la comunidad “negra” el ejercicio real y material de este derecho. Pero ahora había que cumplir la ley, así fuera por miedo al castigo.

Y entonces parecía que se hacía realidad el sueño que había pronunciado Luther King el 28 de agosto de 1963 en el Monumento a Lincoln. “Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!”, afirmaba en su discurso “I have a dream”. Sesenta años después aún su sueño estaría lejos de cumplirse. En todo el mundo aún se discrimina a la gente por etiquetas que transcienden el color de piel. Esas de las que también él era consciente. Porque su lucha no solo iba encaminada hacía los derechos civiles de los afroamericanos. Porque mediante sus sermones —­algunos de ellos recopilados en el libro “La fuerza de amar”— dejó claro que a él le preocupaba la humanidad en conjunto, no solo una porción de ella.

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En su sermón titulado “El amor en acción” manifestó la incoherencia en la que vivía constantemente el hombre, aquel que con palabras se daba el lujo de expresar cien mil cosas, aunque cien mil veces se las llevara el viento. Porque la palabra no iba combinada con acción. Porque el actuar transgredía a la palabra. Atentaba contra ella una y otra vez como el asesino que no descansa hasta acabar con su presa. “Hablamos con pasión de la paz, y nos preparamos constantemente para la guerra. Hacemos alegatos fervientes en favor de la vía alta de la justicia y caminamos con decisión por el bajo camino de la injusticia”.

Luther King animaba constantemente a que los seres humanos nos apartáramos de la naturaleza, en el sentido de que aprendiéramos a perdonar como no lo puede hacer esta. A la naturaleza nadie la puede controlar, ni siquiera ella misma puede hacerlo. La naturaleza destruye, aunque no quiera. La naturaleza no puede elegir porque carece de libertad. El hombre puede elegir, pero no quiere. El hombre puede perdonar, pero prefiere vengarse. “La posible belleza de la vida humana es afeada constantemente por el retorno incesante del deseo humano de venganza”. Pero la venganza, como diría Martín Luther King, se puede combatir con amor y perdón. Con un perdón sin filtros. Aquel que es capaz de perdonar en todo momento y hasta al peor enemigo. “Un hombre no puede perdonar cuatrocientas noventa veces sin que el perdón se integre en la misma estructura de su ser. El perdón no es un acto ocasional; es una actitud permanente”.

Era consciente de que el mundo vivía en constante guerra debido a la “ceguera”. Ceguera que provenía de las creencias arraigadas que tenían los hombres, que solo le permitían ver un lado de la moneda en la que se justificaban hechos como el uso de bombas atómicas. “Esta trágica ceguera se expresa hoy de muchas maneras. Algunos todavía consideran que la guerra es la solución de los problemas del mundo. No es que sean malos. Al contrario, son ciudadanos buenos, respetables, cuyas ideas están investidas con la toga del patriotismo”. “Nuestro mundo está amenazado por la siniestra perspectiva de la aniquilación atómica, porque aún son demasiados los que no saben lo que hacen”, añadía Martin Luther King.

Porque cuando uno está ciego la vista no solo se acorta, sino que además se aniquila nuestra libertad. No porque dejemos de ser libres, sino porque decidimos no serlo. Dejamos de hacernos responsables de nuestra existencia y justificamos nuestros actos. Diría Luther King que no somos malos, sino ciegos. Ciegos para ignorar lo que hay a nuestro alrededor. Ceguera que según él no puede ser combatida solo a punta de consciencia y sinceridad. Porque, aunque la moral es necesaria, no es suficiente. Se necesita también de inteligencia. “Nada hay tan peligroso en el mundo como la ignorancia sincera y la estupidez consciente. Shakespeare ha escrito: Hasta las cosas más dulces se vuelven agrias por sus actos. Los lirios, al pudrirse, huelen peor que la mala hierba”.

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Entonces él, que tenía claro que éramos ciegos, trató de combatir la ceguera. Él, que era pastor, fue capaz hasta de criticar a la iglesia. Porque sabía que combatir “el mal” era una tarea que debía ser emprendida, primero, con nosotros mismos. “Por su oscurantismo, su estrechez espiritual y su resistencia a una nueva verdad, ha incitado inconscientemente a sus fieles a mirar de reojo la inteligencia”, decía Luther King refiriéndose a la iglesia. Por eso proponía que la institución religiosa les recordara a los hombres la responsabilidad moral que tenían de ser inteligentes. “Tenemos, pues, la misión de vencer al pecado, y al mismo tiempo la misión de vencer la ignorancia. El hombre moderno tiene una cita con el caos: por una parte, por culpa de la malicia, y por otra de la estupidez”.

Y justo en ese momento aparecía la libertad como la salvadora de todos los males. Pero no solo la libertad, sino el uso responsable de ella, y acompañada siempre de la inteligencia. Dos fuerzas poderosas que se unen para cambiar la existencia; la propia y la del mundo entero. “Un día aprenderemos que el corazón no estará nunca en orden mientras la cabeza esté en desorden. Eso no quiere decir que la cabeza pueda estar en orden si el corazón no lo está. Sólo mediante la unión de la cabeza y el corazón —de la inteligencia y de la bondad— el hombre puede llegar a la plenitud de su verdadera naturaleza”.

Sus palabras pronunciadas en ese entonces aún retumban en nuestra cabeza, aunque quisiéramos evitarlas, como a los cuchillos afilados que amenazan con cortarnos. Pero cada uno elige si decide arriesgarse y cortarse, o si permanece inmóvil bajo la luz de la ceguera. Martin Luther King eligió lo primero y hasta fue asesinado por ello el 4 de abril de 1968. Quién sabe si en su último pensamiento habrá recordado aquellas sagradas palabras de Jesús, que decía que eran una muestra de la ceguera del hombre y, al mismo tiempo, del perdón en su máxima expresión. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Danelys Vega Cardozo

Por Danelys Vega Cardozo

Comunicadora social y periodista de la Universidad de La Sabana con énfasis en periodismo internacional y comunicación política, y un diplomado en comunicación y periodismo de moda. Perteneció al semillero de investigación Acción social y Comunidades, bajo el proyecto Educaré.danelys_vegadvega@elespectador.com

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