En tiempos de sangrientas revoluciones, ejecuciones públicas, persecuciones, esperanzas y frustraciones, unos personajes de finales del siglo XVIII y otros de comienzos del XIX comenzaron a formar una infinita revolución introspectiva que transformó la manera de ser y entender la vida para siempre. Con los años, los académicos los llamaron “románticos”, pero no porque el movimiento fuera producto de algún tipo de amor, sino porque provenía de Roma, romano, y posteriormente, de los textos de caballería que se escribían en romance, una derivación de la lengua vulgar de Roma. Como escribió el politólogo británico Isaiah Berlin en El sentido de la realidad, “en su forma más simple, la idea de romanticismo fue testigo de la destrucción de la noción de verdad y de validez en los ámbitos de la ética y la política, y no me refiero meramente a la noción de verdad objetiva o absoluta, sino también a la verdad subjetiva y relativa, de la verdad y validez en cuanto tales”.
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Desde la Revolución francesa, el ascenso, el auge y la caída de Napoleón, la independencia de los Estados Unidos y los sucesivos levantamientos de los pueblos que con el tiempo serían Alemania, entre cientos de motivos y hechos, los románticos fueron comprendiendo que los sucesos externos iban, regresaban, explotaban y se reinventaban, pero ellos seguían allí y, de alguna manera, debían también reinventarse. Lo dicho y lo hecho era parte de la historia. La razón como único impulso iba destiñéndose. Los románticos deberían atravesar las barreras de lo clásico y superarlas. Lo lograron, fundamentalmente, desde las artes e impulsados por sus búsquedas y descubrimientos, con la pasión del pensamiento y del corazón. Hubo unos monárquicos, otros, convencidos de las bondades de los parlamentos, algunos anarquistas y otros demócratas, unos más católicos, y unos cuantos ateos. La pluralidad era y fue el denominador común que unió a una revuelta que, ante todo, sumó.
El arte dejó de ser un fino “placer para los sentidos, un ornamento de la existencia civilizada”, como afirmó Jacques Barzun en su libro Del amanecer a la decadencia, y pasó a convertirse “en una reflexión sobre la vida de las más profundas que se podían dar”. Fue creación, pasión, sentido de vida y religión. En síntesis, como lo definían los devotos del arte, “la más alta expresión espiritual del hombre”. Fitche, Goethe, Schiller, Pushkin, Coleridge, Lamartine, Delacroix, Emerson, Wagner, Lizst, Melville, Gautier, Berlioz y Stendhal y un largo etcétera de “inmortales” fueron románticos, y unos más, unos menos, revolucionaron las maneras de ser de la humanidad. Le dieron a la religión un nuevo concepto, y a la vida, un propósito y una ética diferentes. La moral cambió, o ellos hicieron que se transformara, y con esas novedades, la música y la literatura, el pensamiento y las creencias romperían los viejos esquemas para darle paso a la “creación”, un término que parecía haber acuñado Torcuato Tasso, pero que se hizo entrañable en el siglo XIX.
Citado por Peter Watson en su libro de Ideas, Berlin aseguraba que la humanidad había vivido tres grandes revoluciones, tres momentos que habían transformado la manera de pensar de los humanos, con “nuevas ideas, nuevas palabras, nuevas relaciones, en cuyos términos los viejos problemas no se resuelven en realidad, sino que se los hace parecer remotos, obsoletos e incluso, en ocasiones, ininteligibles, de manera que los atroces problemas y dudas del pasado parecen producto de formas de pensar raras, o bien confusiones pertenecientes a un mundo que ha desaparecido”. El romanticismo fue una gran revolución, una revolución esencial, con más de 20 definiciones, como escribió Barzun, que hizo parecer obsoletos a todos los tiempos, actos e historias anteriores, y que plantaría las semillas para las épocas que llegaron después. Algo similar había ocurrido en el siglo IV, según Berlin, después de la muerte de Aristóteles y el surgimiento de los estoicos.
Entonces, a partir del año de 322 a. C, las escuelas filosóficas de Atenas comenzaron a entender y tratar a los seres humanos más allá de la vida social, política y pública, “y de repente empezaron a hablar de los hombres puramente en términos de experiencia interior y salvación individual”. Las mujeres, los hombres y los niños ya no volverían a ser, pensar ni actuar como antes. Los valores habían pasado de lo público a lo privado, y los individuos, la ética e incluso el anarquismo habían desplazado a la ciudad, la política y el orden social. En un lapso de 20 años, las convenciones se habían dado vuelta. Epicuro, primero, y Zenón, después, lograron que la igualdad desplazara a las jerarquías, y que la voluntad, el carácter y las cualidades morales llevaran a su gente, y después de ella a los occidentales, a considerar que la salvación dependía de sí misma. De alguna manera, se había iniciado el concepto del individualismo griego.
Al contrario de Aristóteles, que afirmaba que todos los ciudadanos pertenecían a la polis y, por lo tanto, no eran dueños de sí, Epicuro afirmó que el hombre no estaba adaptado, por su naturaleza, para vivir en comunidad. Decía que el único fin de cada quien era la felicidad, y por ello ni la justicia de los humanos, ni los impuestos, los votos o los códigos tenían sentido si no se veían y entendían como fines para llegar a dicha felicidad, y que aquella felicidad dependía fundamentalmente de la voluntad. En palabras de Peter Watson, “la independencia lo es todo. En el mismo sentido, después de Zenón, los estoicos buscaron la aphatia, la ausencia de pasión. Su ideal era ser impasibles, fríos, imparciales e invulnerables”. Debían mirarse siempre desde y hacia su interior, y tener en cuenta únicamente las leyes de la naturaleza. La ley humana, para los estoicos, era absurda. “Nada para el hombre sabio”, decían.
Toda aquella revuelta surgió de algunos pensadores que habían nacido fuera de Grecia, como Diógenes, que era babilonio, y Zenón, chipriota. Según Watson, Berlin y otros historiadores, el influjo de Oriente los marcó decididamente, igual que el sofista Antifón, un aristócrata griego que aseguraba que lo único real del universo era la naturaleza, y que lo que surgía del hombre era artificioso. De acuerdo con algunos pensadores, el origen histórico y material, comprobable, de aquellos pensamientos fueron Filipo de Macedonio y Alejandro Magno, su hijo, quienes conquistaron y destruyeron infinidad de ciudades. La polis y sus relaciones pasaron de un día para otro a no tener sentido. Por eso, la única salvación estaba en la búsqueda interior y en el descubrimiento. Los estoicos acabaron por concluir que “la política se degradó y pasó a ser una actividad indigna de un hombre con verdadero talento”, en palabras de Watson.
Por otra parte, defendieron la idea de que no era cierto que los hombres estuvieran unidos por un mágico vínculo vital, sino que en realidad eran islas. Entonces y después se debatió largamente sobre esa pequeña y casi que infinita diferencia. Luego de los estoicos, y pasados más de 15 siglos de la muerte de Aristóteles, ocurrió, según Berlin, el segundo momento decisivo, cuando, por Nicolás Maquiavelo, las sociedades comenzaron a reconocer que había una división “entre las virtudes naturales y las virtudes morales, la idea de que los valores políticos no son simplemente diferentes de la ética cristiana, sino que en principio quizá sean incompatibles con ella”. La religión empezó a volverse utilitaria, y la política se aprovechó abiertamente de esa situación. Se abrían las puertas para que la gente pensara y eligiera entre grupos de valores casi que irreconciliables, y luego para que mirara hacia sí misma.