En una casa antigua del barrio Buenos Aires, justo donde Bogotá empieza a inclinarse hacia el sur y las fachadas aún conservan algo de su memoria original, la artista Lizeth León tiene su taller. Allí trabaja con papeles viejos, planchas tipográficas, cassettes y cartas familiares: materiales que se han convertido en el corazón de su obra.
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Desde la soledad de ese espacio lleno de tinta nació El último ejemplar, una exposición íntima que se presenta en la galería Vértigo, en el barrio San Felipe, hasta el 24 de agosto. Más que una muestra de documentos intervenidos, es una reflexión sobre lo que desaparece: los saberes, las líneas de herencia, las especies y, quizás, también el lenguaje.
La obra, que parte de su acervo familiar pero no se encierra en lo biográfico, ofrece una meditación sobre la desaparición entendida no como una catástrofe abrupta, sino como una forma de desvanecimiento: lenta, cotidiana, persistente. En ese gesto hay algo de duelo, pero también una pulsión de permanencia.
La historia de Lizeth León ha estado marcada por la tinta. No solo como materia artística, sino como herencia familiar. Su abuelo fue tipógrafo, periodista y jefe de redacción en El Espectador durante los años treinta, cuando el oficio periodístico se tejía entre plomo caliente y debates políticos. Décadas más tarde, su padre trabajó allí como monotipista, en la época de los talleres gráficos.
La casa donde Lizeth creció, en la carrera tercera con calle cero, también estuvo atravesada por ese mundo. Allí funcionaba un taller de serigrafía, con máquinas, tintas y mallas que hacían parte del paisaje cotidiano. Fue en ese entorno donde aprendió, desde niña, a mezclar colores, manejar las prensas y ensuciarse las manos. La tinta estaba en todo, en las paredes, en las anécdotas, en las tardes con su padre.
Estudió filosofía y durante años creyó que sería pianista. El arte plástico apareció más tarde, casi como una interrupción, pero también como una continuidad inevitable. “Crecí entre tintas, pero no imaginé dedicarme al arte. Solo después entendí que estaba retomando algo que ya estaba ahí, dormido”, contó.
Excavaciones familiares
El proceso de construcción de El último ejemplar fue también una forma de arqueología. Al abrir cajas, revisar papeles y digitalizar cintas, Lizeth se encontró con objetos inesperados. Uno de los más significativos fue una plancha metálica con la imagen de su bisabuela. Descubrió que había sido utilizada para ilustrar una nota publicada por El Espectador el día de su funeral, el 23 de junio de 1941. Más de ochenta años después, mientras navegaba archivos en línea, la artista encontró por azar esa misma nota, y lo hizo precisamente un 23 de junio.
Otro hallazgo revelador fueron las cartas entre su padre y una tía en Italia. A lo largo del tiempo, la correspondencia fue mutando: del manuscrito al cassette, del cassette al correo electrónico. Después de la muerte de su padre, Lizeth descubrió que él había impreso algunos de esos correos, como si hubiese intuido que debían conservarse. Hoy, esos rastros también hacen parte de la exposición.
En ese entonces, Lizeth quedó a cargo de la casa familiar. Sin herederos directos ni hermanos, decidió convertirla en un laboratorio creativo, un centro cultural donde pudieran ocurrir residencias, talleres, encuentros. “No sé qué va a pasar después. Tal vez alguien llegue y lo deseche todo. No me importa. Ahora me interesa que esté viva”, afirmó.
Consciente del riesgo de abrir su historia al público, fue cuidadosa en la curaduría. Cada pieza fue elegida con respeto, buscando no tanto contar su historia como permitir que otras pudieran resonar en ella. “No es mi historia. Es la historia del silencio, del trabajo, de lo que se borra y lo que queda”.
El canto que no tuvo respuesta
En la exposición se presenta un tapiz de gran formato, impreso en serigrafía, con la imagen de un cóndor a escala real. La idea de El último ejemplar surgió en 2024, cuando Lizeth escuchó la historia de una especie hawaiana extinta: el último macho había sido grabado en los años ochenta, emitiendo un canto amoroso que nunca recibió respuesta.
Esa escena, entre trágica y luminosa, la conmovió profundamente. “Ese canto es de alguien que sabe que está solo. Sentí que eso era también mi historia”, dijo. Incorporó el registro en un cassette, junto con otros sonidos de aves desaparecidas, y desde allí comenzó una investigación sobre aquello que está en riesgo de perderse: no solo especies como el cóndor andino, sino también formas de vida, habilidades, gestos.
Ese cruce entre lo íntimo y lo biológico fue natural: en su archivo familiar también reconoció signos de extinción. Oficios como el de su padre, cartas escritas a mano, saberes transmitidos por el uso y la repetición. Entendió que la desaparición no solo afecta a las especies, sino también a los linajes, los gestos, los oficios.
Durante la investigación descubrió que en 1988, el año de su nacimiento, se desarrolló un programa de repoblación de cóndores en Chingaza, con ejemplares traídos desde California. Las coincidencias, dijo, comenzaron a multiplicarse. Las aves dejaron de ser solo un símbolo de pérdida: se volvieron espejo y espejo roto, metáfora de su linaje, de sus materiales, de su lugar como la última en un árbol genealógico que parecía cerrarse con ella.
Una forma de permanencia
En El último ejemplar, ese linaje regresa, no como un ejercicio nostálgico, sino como una interrogación abierta: ¿qué persiste cuando todo parece desvanecerse? La exposición se construyó a partir de sus materiales familiares, pero no se limitó a exhibir memorias. Lizeth duplicó muchos de los elementos con los que trabajaba para poder intervenirlos con libertad y construir una narrativa donde lo real y lo inventado se cruzaban sin conflicto. En su voz no había intento de reconstrucción fiel, sino una búsqueda ética y estética.
Sus materiales dejaron de ser solo evidencia: se volvieron herramientas poéticas. Lugares donde se ensayaba, se dudaba, se conectaba. “No me interesaba hacer un trabajo terapéutico ni contar mi vida. Lo que buscaba era pensar la desaparición como fenómeno amplio: de las aves, de los oficios, de los afectos, del lenguaje.”
Aunque llegó al arte desde otros lugares, Lizeth no se presentó como una recién llegada. El último ejemplar no fue un punto de partida, sino una estación. Un punto donde algo se cerraba, pero también se abría. En su libro Días de inercia, publicado por Frailejón Editores, ya había explorado algunos de estos temas. Escribía en medio de una depresión, sobre la fragilidad de los vínculos, los miedos infantiles, la necesidad de tender puentes. Ese gesto reaparece en la exposición, transformado en imagen, en tinta, en sonido.
“Soy como ese ejemplar reaparecido”, expresa Lizeth en el audio que suena en una casetera de la exposición, después de contar la historia de la paloma faisán de nuca negra, vista por última vez en 1882 y redescubierta en 2022. “Una constelación lejana que pertenece a la vida solo a través de mí.”
El último ejemplar propone una forma de presencia. Un testimonio del trabajo, del afecto, de la fragilidad. Pero, sobre todo, del arte como afirmación: lo que ha de extinguirse, todavía está vivo.