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Todas las cosas están relacionadas. Todo lo que hiere a la tierra, herirá también a los hijos de la tierra.
Gran jefe indio Seattle.
*
Como cada atardecer, Mateo se recostó en el tronco rugoso del gran sauce llorón a mirar el agua del río, donde se reflejaban las nubes rosadas, amarillas y anaranjadas que rodeaban al sol que partía.
—Tienes los ojos tristes hoy, Mateo —le dijo Eliador con su voz de agua.
—No, querido Eliador, tal vez tengo los ojos en los recuerdos —replicó el viejo mientras con manos temblorosas secaba el sudor que brillaba en su frente.
Desde su lejana infancia, Mateo consideraba al río como su amigo más entrañable. Había nacido en la orilla de su cauce, en la misma casita que aún habitaba. El rumor del río era el primer sonido que había escuchado y su agua diáfana estaba ligada a sus primeros juegos. Antes de descifrar las palabras, Mateo había descifrado el lenguaje del río, sus frases de rumores, sus entonaciones de cristal.
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Muy pronto, los padres de Mateo comprendieron que un lazo misterioso ligaba a su hijo al río, y como eternos habitantes de las orillas se sintieron felices. Al fin y al cabo todos eran hijos de Eliador.
El día en que Mateo supo que la palabra Eliador significaba “fuente de vida” no se extrañó, porque a su modo de ver era un nombre justo. Por dondequiera que Eliador pasaba, la tierra reverdecía, los árboles daban frutos jugosos y el espíritu de los hombres se contagiaba de la transparencia de sus aguas.
Sin embargo había muchos a quienes la explosión de vida a todo lo largo de Eliador no contagió: aquellos que infligieron heridas mortales al cuerpo del río. A través de los años, miles de árboles cayeron bajo las hachas. Las aves cayeron también por millares bajo las balas, y su presencia ruidosa y multicolor era ya como una ola lejana que se retiraba al seno de un mar oscuro. Monos, felinos, serpientes, todos corrieron la misma suerte. Ya poco quedaba de los centenares de caimanes sobre las playas.
Un terrible cansancio invadía el alma de Mateo.
—¿Qué es lo que más recuerdas? —le preguntó el río.
—Todo, Eliador, todo —respondió el viejo.
—Como yo, entonces… —susurró Eliador.
—Hemos pasado tanto tiempo juntos que debemos tener la misma memoria, así como hemos tenido los mismos sueños —dijo Mateo.
—Los recuerdos y los sueños son la misma cosa —agregó Eliador.
Mateo pensó que era el momento de decirle a Eliador lo que hacía semanas rumiaba su espíritu.
Tenía que aprovechar las pocas fuerzas que le quedaban. La punzada en el pecho se repetía con más frecuencia. Antes de que fuera demasiado tarde tenía que emprender la última aventura.
La visión de la destrucción progresiva de ese mundo que le era tan caro había acabado por minar su espíritu, y la enfermedad se había apoderado de su cuerpo.
—Quiero hacer el último viaje, Eliador… —dijo el viejo con voz temblorosa.
—El último viaje… —susurró Eliador.
Hacía muchísimos años que Mateo y Eliador habían hablado por primera vez de ese viaje, una tarde cuando una garza vino a morir en el agua de Eliador, y este la acogió y se la llevó con su corriente.
—Yo también quiero morir así —le había dicho el niño al río—. Y quiero que lleves mi cuerpo hasta el mar.
—Así será. Pero antes de que te duermas para siempre, podrás asomarte al pasado, a nuestro pasado —le había dicho Eliador.
—¿Qué quieres decir?
—Que te llevaré de regreso a lo largo de tu vida.
—¿Como en un sueño?
—Algo así —dijo Eliador.
Ahora el momento del viaje había llegado.
—Quiero regresar solo a los primeros tiempos—dijo Mateo.
—¿Por qué? —preguntó el río.
—Porque son los que están más anclados en mi corazón… Y no creo que tenga fuerzas para más —concluyó el viejo, desolado.
—¿Crees que Aristóbulo soportará el viaje?—preguntó Eliador.
—Aristóbulo es muy viejo y está tan enfermo como yo, pero estoy seguro de que nos acompañará hasta el fin —murmuró Mateo.
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La corriente de Eliador se hizo mansa, como si el río se hubiese puesto a reflexionar para susurrar luego: —Aristóbulo no es un gato como los otros; su vida está ligada a la tuya desde su nacimiento y se irá para siempre el mismo día en que tú te vayas.
Así lo pronosticó el curandero que se lo regaló a tus padres cuando eras niño. ¿Lo habías olvidado?
—No, por supuesto que no. Tampoco he olvidado que mis padres se asustaron mucho, pensaron que mi vida entonces no sería muy larga. El curandero les aseguró que más bien la longevidad de Aristóbulo estaba supeditada a la mía. Mateo se puso lentamente de pie y estiró sus brazos para desperezarse, luego se encaminó a su rancho y encontró a Aristóbulo enroscado en la estera, respirando débilmente.
—Ari… —musitó Mateo mientras le acariciaba el lomo.
El gato abrió con lentitud sus ojos, que aún conservaban la luz dorada de sus primeras vidas.
—Ari…, mi viejo Aristóbulo —repitió Mateo, tomándolo en sus brazos con dificultad para llevarlo a su hamaca como si se tratase de un niño.
El gato maulló dolorosamente y Mateo sintió una punzada en su corazón. Tenían poco tiempo, él lo presentía. Estaba decidido: al amanecer se irían para emprender la última aventura los tres juntos, como siempre había sido. Se lo dijo a Aristóbulo.
Mateo se acomodó en su hamaca y se dejó embargar por la paz que le procuraba el murmullo del río y el susurrar del follaje. Acarició el pelaje del gato y antes de dormirse navegó en los recuerdos de un mundo escondido en el corazón de una montaña.
Al día siguiente, Mateo se despertó como lo había hecho todos los días de su vida: al llamado de Eliador.
—Mateo, Mateo… —decía la voz de agua.
Pero esta vez no fue Mateo el primero en salir, sino Aristóbulo. Un Aristóbulo debilucho, pero con un brillo nuevo en la mirada.
—Tus ojos son de oro, como antes… —susurró el río.
Aristóbulo se estiró y se aproximó a su amigo moviendo la cola. Aristóbulo conocía el lenguaje de Eliador, sus frases rumorosas, sus entonaciones de cristal. El lenguaje del gato era un lenguaje de fulgores, que partía de sus ojos amarillos.
—Ya sé por qué tus ojos recobraron su antiguo brillo: Mateo te habló de la última aventura, ¿verdad?
El gato asintió.
—Eres incorregible, Ari. Si se trata de aventuras, estás siempre listo para partir.
Mateo apareció en el umbral del rancho y Eliador percibió la alegría en ese rostro curtido y arrugado.
El viejo aspiró el aire fresco, se solazó con la algarabía de los loros y el chillido agudo de los monos. Paseó su mirada por los guaduales, los esqueléticos guarumos y los payandés florecidos.
Con dificultad divisó los caracolíes gigantes, allá lejos, en la otra orilla de Eliador. Una bandada de garzas blancas se reunía en un playón cercano, sosteniéndose en el frágil equilibrio de sus delgadísimas patas. Cerca de ellas, tres caimanes con sus enormes fauces abiertas acumulaban los insectos para su desayuno.
Miles de veces Mateo había contemplado ese mundo de furia y color, sin dejar nunca de maravillarse.
A él ese mundo le parecía siempre fresco, recién nacido. Ese rincón, su rincón, era quizá uno de los pocos que habían permanecido intocados por la mano del hombre.
Para Mateo, esa contemplación era su entrada al nuevo día. Por eso Eliador no era nunca el primero en hablar, nunca rompía el hechizo matinal de su amigo. De todas maneras Eliador también se sentía permanentemente embrujado por esa vida que crecía en torno a él y en gran parte gracias a él.
—Creo que podemos irnos preparando, Eliador —dijo Mateo frotándose las manos, y al reparar en la presencia de Aristóbulo, exclamó—: ¡Ajá, gato pícaro, estás más impaciente que yo!
Por toda respuesta, el gato restregó su lomo contra las piernas de Mateo.
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Mateo volvió a su rancho y un largo rato después regresó con algunas provisiones que puso a la orilla del río. Luego se dirigió al sitio donde se encontraba la balsa, pero no tuvo fuerzas para arrastrarla, de modo que Eliador desbordó su corriente y la llevó hasta la orilla. Aristóbulo se instaló sobre las guaduas navegantes y estirado al sol escrutaba el rostro de Mateo. Este contemplaba por última vez ese pedazo de mundo donde habían transcurrido sus vidas.
—¡Vamos! —ordenó Mateo, de pie sobre la balsa, esforzándose por no dejar traslucir su emoción.
Los años no habían hecho mucha mella en el cuerpo de Mateo. Su alta figura no se había encorvado ni un centímetro, su piel morena no se había puesto fláccida, se había sí cuarteado, agrietado como la tierra, pero esos surcos abiertos en su rostro le daban una cierta belleza. Sus ojos oscuros aún recordaban el carbón y en sus cabellos blancos todavía se entrelazaban algunas hebras negras.
“Muchacho de bronce”, lo había llamado Safir, el vagabundo, cuando lo conoció. Y así lo llamaron en su juventud las gentes a lo largo del río. Ahora era viejo y estaba muy enfermo, pero seguía siendo de bronce y una fuerza secreta lo animaba aún. Safir amaba las analogías con los metales, pues había dicho también que Aristóbulo era de oro. Y era difícil no creerle. En sus primeras vidas, Aristóbulo había sido un gato corpulento, un gato montaraz de un vistoso y brillante pelaje amarillo, con unos ojos dorados que refulgían como pequeños soles.
Sentados en la balsa, Mateo y Aristóbulo se bebían con la mirada ese paisaje tantas veces contemplado, tantas veces recorrido. Eliador sería el que dirigiría el viaje de regreso, sería él quien determinaría el rumbo. Así lo habían decidido los dos. Mateo quería dejarse llevar porque estaba cansado y enfermo, pero más que todo porque confiaba ciegamente en la sabiduría de Eliador. Él sabría adónde llevarlos a él y a su viejo gato.
Bordearon la ribera poblada de sauces llorones cuyas ramas mecidas por el viento parecían esparcir lágrimas verdes sobre el río. Un grullón sacaba del agua un pez, que se agitaba con desesperación. Las iguanas corrían en busca de alimentos.
Los papagayos desplegaban su plumaje y las innumerables aves canoras de la selva se daban a su concierto cotidiano. Un mono rojo que saltaba de rama en rama hizo reír a Mateo con sus muecas.
Un poco después llegaron a la ribera de las palmas reales.
Mateo paseó su mirada con deleite, y dirigiéndose a Eliador, le dijo:
—Siempre has querido mucho este lugar, ¿no es verdad?
—Sí, son tan majestuosas esas palmeras; su vista me consuela y me hace olvidar por un instante la destrucción de la mayoría de mis riberas —repuso Eliador tristemente.
Mateo no agregó nada, y sin dejar de mirar a Eliador, se tendió bocabajo al lado de Aristóbulo.
Estaba cansado, como su gato. Contemplando el agua del río ambos se quedaron dormidos. Eliador amansó su corriente y veló el sueño profundo de sus amigos.
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Al cabo de un rato, cuando Mateo se despertó, dudó un instante antes de poder ubicarse, se dio cuenta entonces de que la balsa se había detenido cerca de la desembocadura de un pequeño río. Mateo, un poco desconcertado, miraba a uno y otro lado. Aristóbulo se desperezó y dirigió al río el fulgor de su mirada. —¿Es el antiguo río de oro? —preguntó Mateo.
—Sí —respondió Eliador—, vamos a entrar a su cauce y quiero que los dos miren su agua.
Mateo y Aristóbulo se instalaron al borde de la balsa mientras esta se adentraba al pequeño río, y como se lo había pedido Eliador, ambos fijaron su mirada en la corriente. El agua era cristalina, algo que a Mateo le parecía insólito dada la desolación de los montes, de los bosques, de las riberas de Eliador. No tardaron en ver aparecer en el agua a un niño moreno y esbelto, de ojos muy oscuros y cabello ensortijado, acompañado de un gato enorme de pelaje amarillo refulgente.