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No había dejado de reposar la lectura de La noche de la Usina cuando Sebastián Borensztein (Buenos Aires, 1963), como buen hombre de cine que es, se dijo en voz alta que de esa novela, escrita por Eduardo Sacheri, tenía que hacer una película.
De su deseo-propósito, uniendo fuerzas en la escritura del guion con el mismo Sacheri (también autor de la oscarizada El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella) y en la producción y actuaciones con Ricardo y Chino Darín, resultó La odisea de los giles.
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Desarrollada en 2001, cuando el corralito de sopetón les borró la sonrisa a los argentinos y los sumió en una crisis económica atroz, este filme cuenta sobre un grupo de incautos y entrañables habitantes de un pueblecito de provincia que funda una cooperativa con sus escasos ahorros y que en pleno caos financiero, además, son embaucados por un banquero. Ante esto, los engañados e ingenuos, es decir, los giles, arman un contraataque.
Borensztein, de pelo entrecano y conversación ágil, narraba en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián algunos aspectos de esta comedia que para aquel momento no se bajaba del primer lugar de la taquilla argentina, ya había sido declarada su selección para representar al país en los Óscar y en menos de tres meses lograría meter a 1’800.000 espectadores en las salas de cine en territorio nacional. Toda una hazaña si se piensa en el doloroso contexto del pasado, así como en este aquí y ahora que tampoco luce tan alentador.
Ante el terror de otro corralito presente en la sociedad argentina, esta película tiene mucha actualidad
El 11 de agosto fueron las elecciones PASO en Argentina, que son las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias. El resultado produjo al día siguiente, que fue lunes, una corrida cambiaria, aumentó el dólar de 40 pesos a 60, hubo como una especie de locura que luego se tranquilizó. Inevitablemente la película se resignificó a partir de ese evento, adquirió una capa que no poseía. Teníamos planeado el estreno desde hacía ocho meses, parecía imposible hacerla coincidir con las primarias. Al coincidir pensamos que iba a ser un desastre, que la gente se quedaría en casa, sin ánimos de gastar un peso de más, pero lejos de eso, la gente salió a despejarse o a buscar cierta justicia poética.
Después de todo lo que ha vivido su país, ¿cree que aún existen giles en Argentina?
¡Todos somos giles en Argentina, y cada vez somos más! (ríe). Yo lo defino así: giles somos todos, menos seis o siete individuos que manejan los piolines de todos, tanto en Argentina como en el mundo. En mi país hay tantos giles que tenemos hasta para exportar (ríe). En cuanto a la política, no tiene ningún sentido entrar en esas cuestiones. Ni (Mauricio) Macri ni Cristina (Fernández de Kirchner) son giles, eso sí que lo puedo decir. El poder no es gil.
Ya que la confianza en los bancos está desgastada, ¿qué alternativa le queda a la gente?
Es muy complicada la vida del ciudadano cuando no puede confiar en las instituciones básicas que ordenan la vida. Cuando eso deja de funcionar se activan las alarmas y las paranoias. El ahorrista se asusta, entonces ¿dónde se guarda el dinero? Pues en una maceta o en un cofre en el sótano… (ríe). Sobre todo los periodistas de países con economías estables siempre me preguntan cómo se hace para trabajar en esta zozobra. Cuando la película se produjo, el dólar costaba 30 pesos, cuando se filmó ya iba por 40 y al momento del estreno ya estaba por 60. Entonces nunca sabíamos cuántos espectadores necesitaríamos para alcanzar el punto de equilibrio, porque siempre se corría el valor de la divisa, que es con el que se cotiza todo. Sin embargo, yo no sabría hacer cine de otra forma o en circunstancias diferentes a las que vivimos. Tengo 56 años. Desde que nací, la Argentina es así, no sé lo que es vivir en un país normal, ni estable, ni despreocupado. Lamentablemente estamos acostumbrados a vivir con esos constantes sobresaltos, y siempre deseamos que sea la última vez. Me gustaría vivir una situación normal, pero no sé cómo es.
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Ha trabajado con Ricardo Darín varias veces. Cuando hay una gran confianza como la que se tienen, ¿cómo se enfrentan a un nuevo trabajo?
Entre Ricardo y yo tenemos un dicho que lo hemos traspasado al resto de las personas que colaboran con nosotros: “Somos inofendibles”, es decir, no perdemos tiempo, las cosas hay que decirlas al instante para seguir hacia delante, eso sí: sin ofensas ni en el contenido, ni en las formas. A partir de allí se genera un vínculo bastante permeable a todas esas cosas tontas que terminan desgastando los nexos entre la gente. Ni Ricardo ni yo tenemos un ego tan grande que pueda competir y rozarse; cada uno tiene su lugar: él es Ricardo Darín, yo soy Sebastián Borenzstein. Somos inofendibles y además tenemos un antiguo vínculo personal, somos amigos desde muy jóvenes. Esto de trabajar juntos es algo que se nos da muy naturalmente y lo celebramos. Ahora hicimos tres películas y vamos por la cuarta. A veces puedo no tener ganas de volver a trabajar con alguien, pero con Ricardo eso no va a pasar nunca, por muchas razones. Una obvia es el afecto.