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Ensayo: Las lágrimas de las estrellas; sobre masculinidad y fragilidad

Un profesor de filosofía y su reflexión de la serie “Adolescencia”, de Netflix: “Como sociedad se nos ha olvidado lo enormemente difícil que es para un chico aprender a manejar el rechazo”.

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Roberto Palacio * / Especial para El Espectador
02 de abril de 2025 - 04:00 p. m.
La nueva serie "Adolescencia" ha traspasado la pantalla como un fenómeno global y llevó el debate de la seguridad en línea y el uso de teléfonos móviles y redes sociales entre los menores hasta el Parlamento británico. El drama criminal de Netflix, creado por los británicos Jack Thorne y Stephen Graham, relata la historia de Jamie (Owen Cooper), un niño de 13 años acusado de asesinar a cuchilladas a una compañera de su colegio y a lo largo de sus cuatro capítulos -rodados en plano secuencia- explora cómo internet impulsa la violencia, el acoso escolar o la misoginia entre los adolescentes. En la imagen, de izquierda a derecha, los protagonistas de la serie shley Walters, Owen Cooper, Philip Barantini, Stephen Graham, Erin Doherty, Jack Thorne, Christine Tremarco.
La nueva serie "Adolescencia" ha traspasado la pantalla como un fenómeno global y llevó el debate de la seguridad en línea y el uso de teléfonos móviles y redes sociales entre los menores hasta el Parlamento británico. El drama criminal de Netflix, creado por los británicos Jack Thorne y Stephen Graham, relata la historia de Jamie (Owen Cooper), un niño de 13 años acusado de asesinar a cuchilladas a una compañera de su colegio y a lo largo de sus cuatro capítulos -rodados en plano secuencia- explora cómo internet impulsa la violencia, el acoso escolar o la misoginia entre los adolescentes. En la imagen, de izquierda a derecha, los protagonistas de la serie shley Walters, Owen Cooper, Philip Barantini, Stephen Graham, Erin Doherty, Jack Thorne, Christine Tremarco.
Foto: EFE - David Dettmann
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La serie Adolescencia de Netflix, una producción británica de 2025 dirigida por Philip Barantini, como toda gran obra de arte, nos pone un espejo ante cara. La imagen reflejada es la de un adolescente, Jamie Miller, que vive con su familia –sus padres y una hermana de 17-, apenas un niño y, al tiempo, un asesino. (Recomendamos otro ensayo de Roberto Palacio sobre el fenómeno social de la ansiedad).

La serie no es un thriller de acción, aunque el movimiento de cámara de plano secuencia sin cortes le imprime a cada toma un suspenso que mantiene al espectador atornillado a su silla. La verdadera emoción, sin embargo -al menos para mí-, nace del retrato que va emergiendo de un homicida de trece años de edad. La serie muestra que el adolescente no es un ser en transición; es un ser atrapado entre dos mundos, uno propio y uno público, entre el mundo reasegurante de la niñez y el mundo amplio y hostil de la adultez, entre la timidez y la agresión. Creemos que el niño se muestra impulsivo mientras que el adulto es sosegado y controlado. Pero a menudo los roles se trastocan, y el niño asustado que no puede mirar a la cara es sensato, invita a conversar mientras que es el adulto el que es amenazante, lo cual se ve claramente cuando Jamie Miller tiene su última entrevista con la psicóloga en el “centro de entrenamiento” al cual ha sido confinado.

Estas dos fuerzas conviven en nosotros por el resto de la vida, solo que nos volvemos hábiles en disfrazarlas. Pareciera emerger entonces en la adultez -¡al fin!- el ser “real” que somos. Pero ese ser real, como bien resulta, es una enorme elaboración. Somos lo que los filósofos franceses llaman una “instalación”, algo sostenido que se muestra con toda delicadeza siempre al borde de la disolución por su propio peso. En el proceso de “instalarnos” como adultos rara vez logramos un equilibrio definitivo, y la mentira emerge como privacidad (Jamie miente una y otra vez sobre su crimen) y la perversión como erotismo. Nos olvidamos lo sutiles que son las barreras entre estas cosas y lo fácil que es pasar de un lado a otro.

La adultez no se gana superando ninguna de esas dos condiciones –pública vs privada, agresiva vs. infantil/apacible-, sino haciéndolas compatibles. Aprendemos a vivir con nosotros mismos. Herman Hesse mostraba en una de sus novelas más bellas, Damian, cómo la entrada en la adolescencia de su protagonista, Emil Sinclair, está marcada por la capacidad de albergar un secreto me están matoneando”. El secreto se lleva como un dolor, como un lastre que es solo mío. Olvidamos que unas de las primeras condiciones que cargamos como propias son la humillación y la pena. Exactamente, eso pasa en Adolescencia. Jamie lleva consigo la carga de haber sido declarado un “Incel” (célibe involuntario) por parte de una chica que pretendía. Qué poco entendíamos el matoneo… Adolescencia muestra de manera magistral que puede ser soterrado y secreto, altamente simbolizado, y de las chicas hacia los chicos. Y que el resultado puede ser la muerte.

Pudiéramos pensar que en nuestro tiempo es más exacerbada la tendencia al secreto: realmente no sabemos lo que nuestros hijos hacen en las redes. Un día infausto lo descubrimos, todo lo que son, que el niño divino que criamos puede ser un asesino, o que fuma o que tiene sexo o que usa drogas. Dice Zygmunt Bauman en Maldad Líquida que un signo del presente es el nunca sabrás realmente quién soy yo del adolescente. Algunos análisis han visto en la serie solo eso, bajo ese lema tan colombiano de que toda obra de arte contemporánea es una especie de llamado de atención preventivo acerca de lo que están haciendo nuestros hijos y que ignorábamos. Pero en todo tiempo los adolescentes han llevado vidas secretas: si no lo sabíamos era porque hace cincuenta años ese yo oculto afloraba en la calle. Recuerdo que el lenguaje que yo usaba fuera de la casa y el que usaba con mi familia eran casi dos lenguas distintas. Ahora nos aterra, como bien lo dice la madre de Jamie, que la privacidad del urdir un asesinato se llevara a cabo en la habitación de su hijo en casa. Y claro que es un efecto del uso de las redes. Pero insisto: esto también es un efecto de no poder creer que nuestros hijos, nuestros hijos, son personas capaces del mal del cual es capaz cualquier ser humano.

Los signos y lo incomprendido. Hasta que vi Adolescencia yo había vivido bajo la impresión de que la capacidad de elaborar y entender símbolos era una cosa del pasado. Ya no somos capaces de pensar en el significado de nada que no sea explícito. Pero al parecer simplemente se había desplazado a redes como Instagram. La víctima había comentado fotos de Jamie con imágenes enigmáticas a través de las cuales le enviaba un mensaje encubierto pero claro. Tacos de dinamita o fríjoles rojos simbolizan el despertar a la realidad “real”: ¡eyyyy, abre los ojos! Todo está referido a “The Matrix” cuando a Neo se le ofrece la pastilla roja del despertar a una realidad dolorosa versus la azul de permanecer en la feliz y apacible ignorancia. Para muchos de nosotros, la película de 1999 es un referente del cine; para los adolescentes es parte de la mitología de un pasado remoto en el cual tuvieron origen los símbolos y de los cuales desconocen sus referentes, como nosotros desconocemos los referentes de los símbolos que usamos. Ella, la chica asesinada, en esencia le estaba diciendo a Jamie Miller en Instagram “Despierta, nunca tendrás sexo… no solo conmigo, sino que morirás virgen: ¿no te das cuenta de que el 80 % de las mujeres se sienten atraídas por el 20 % de los hombres?” Ella lo rechaza en la red y sus comentarios encubiertos reciben cientos de “likes” de personas que concuerdan con que Jamie nunca perderá la virginidad. Poco consideramos que el clamor público del “like” es una sentencia inapelable. No queda más entonces que el ostracismo digital o real, o la muerte. Hay sociedades en las que el ostracismo y el aislamiento se llevan al extremo, con es el caso de los Hikikomoris en el Japón, niños que ante una humillación pública se encierran años enteros en su habitación al punto de que pierden el habla y dejan de usar ropa. La otra cara, decíamos, es la muerte. A menudo se trata de la propia muerte, especialmente notoria entre los chicos: de 28 personas que se suicidan en el mes en Bogotá (y me imagino que la estadística es rebatible), 26 son hombres. La auto-lesión de la cortada es una versión a escala de la propia muerte. Pero bien puede suceder que la muerte no sea la propia sino la de otro.

La sociedad humana está constituida sobre la premisa del rechazo auto-impuesto a la violencia. Cómo es de delicada esa auto-imposición y en qué gran medida depende de mi auto-control cuando sentimos que por mis propias manos tengo el poder de cambiar una “enorme injusticia” que ha sido cometida en contra de mí…¿cómo no enmendar el curso de las cosas sobre todo cuando es mi vida biológica y social la que está en juego? ¿Qué diablos puede pasar si yo tomo la justicia en mis manos? No mucho… Esas preguntas parecen tomar otro cariz en una época en la que no existe una idea de bien común y mucho menos del poder redentivo de un proyecto colectivo que vaya más allá de mis intereses. Los poderes emancipadores de la justicia del Estado parecen ser inoperantes en nuestras vidas hoy. Ya no parece haber nada que me contenga. Lo que hay es lo que Slavoj Zizek llama una desublimación represiva de la política. Queda lo que nosotros hagamos por nosotros mismos. Adolescencia es sobre lo que un joven hace por sí mismo ante la humillación y el rechazo, cuando toma la peor opción posible: darle muerte a otro en pos de su humillación.

Como sociedad se nos ha olvidado lo enormemente difícil que es para un chico aprender a manejar el rechazo. La masculinidad es un tema central en la serie. Y menos mal lo es. Nos ha parecido obvia, tonta, indigna de ser abordada frente a la preponderancia de lo femenino en nuestro tiempo. Pero la mayoría de los asesinatos entre adolescentes llegan al mundo por la mano de un chico que ha perdido el control. Es violencia notoria. De nuevo, es por ello que la masculinidad es un tema urgente. Adolescencia abre un espacio para examinarla. En el capítulo 3, la psicóloga que entrevista a Jamie insiste en el tema: ¿Qué significa ser un hombre para ti? Cuando pienso en masculinidad, le dice, se me vienen a la cabeza cosas como arreglar objetos en la casa, los deportes o ir al pub. Pero Jamie insiste que su padre, su modelo de la masculinidad, no es especialmente adepto a ninguna de estas, y que él no debe estar en juicio. Jamie mismo forja su identidad como tantos de nosotros, en torno a nada en especial: no es el gran deportista, ni aficionado a nada que no sea pasar un buen rato, ávido sin embargo de complacer a su padre quien quiere que no sea humillado en la cancha. No tiene un talento especial y se considera feo. Frente a su víctima, Jamie sin embargo se enorgullece de haber tenido la astucia de haberla invitado a salir cuando se sintió vulnerable creyendo que esto le daba una oportunidad. Pero ella es pronta en responderle que no está tan desesperada como para acompañarlo a la feria a la cual él se decide a invitarla. La mayoría de nosotros aprende a vivir con ese nivel de denegación. Pero cuando se le suma la humillación, y la bipolaridad de un niño de trece años que pasa de la risa a la violencia mortal en segundos, qué fácil es pasar una línea y devenir en asesino.

¿Hace falta decirlo? El tema nuclear de la adolescencia es la identidad. ¿Cómo se desarrolla en el mundo moderno? En torno a nada, ni una tribu, ni una familia o un apellido y ciertamente no en torno a un talento. Al parecer el único aplauso que tenemos es el de nuestros padres. Ese va a la fija. Pero el hiper-amor de los padres contrasta cada vez más con la indiferencia y la crueldad que podemos mostrar en las redes. El mundo para el que nos preparan y aquel en el que vivimos es cada vez más distante; los mecanismos con los cuales se nos forma emocionalmente y aquellos que nos evalúan están paulatinamente más distanciados, lo cual da cuenta de buena parte de la violencia simbólica y real que ejercemos contra otros en un intento de abrir en el mundo un espacio que creemos merecer. Hiper-amamos a nuestros hijos, pero no los educamos para amar a otros como nosotros los hemos amado a ellos. Están por lo tanto condenados a vivir en un mundo escaso en el reconocimiento y el amor que creen merecer: si hieren mi amor propio, tengo derecho a matar. Los discursos de auto-ayuda, tan deletéreos y corrosivos de la vida social, refuerzan ese auto-amor que no vacilará en llegar a ser lesivo con otros: si no te amas a ti no puedes amar a nadie, primero tú, piensa en lo que tú quieres antes que en los demás, etc.

Puede que sintamos que toda la violencia la hemos superado, que las formas de agresión son para generaciones precedentes, tan incorrectas… que antes nos matábamos. ¡Cómo no en un mundo construido por personas tan indelicadas como nuestros antecesores! Nosotros, los que Nietzsche llamaban los hiperbóreos, hemos descubierto la salida del laberinto, hemos resuelto miles de años de enigma, hemos descubierto la felicidad. Pero la hermosa canción de Sting, “Fragile”, cantada por un coro de niños en el capítulo 2 de Adolescencia y evocada como un suave tintineo de la lluvia durante el momento más álgido del interrogatorio en el capítulo 3, nos recuerda que el diluvio de la violencia humana siempre caerá como lágrimas de las estrellas:

Si la sangre fluye cuando la carne y el metal son uno

Secándose en la luz del sol de la tarde,

Será la lluvia la que lavará sus manchas

Pero algo en nuestras mentes siempre quedará

(…) nada viene de la violencia y nada podrá venir

Por todos aquellos nacidos bajo una estrella furiosa

No olvidemos lo frágiles que somos

* Filósofo, ensayista y divulgador colombiano. Profesor de argumentación y pensamiento moderno en diferentes universidades; habitual colaborador de diferentes medios impresos y digitales, y tallerista sobre diferentes temas de actualidad con miradas desde la filosofía. Su más reciente libro es La Era de la Ansiedad (Ariel, 2023).

Por Roberto Palacio * / Especial para El Espectador

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blanca inés sánchez(snkd0)07 de abril de 2025 - 04:28 p. m.
Qué gran artículo. Gracias por escribirlo. Por este dichoso rato de lectura que me regaló.
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