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Mientras conversa para El Espectador desde su taller en Miami, Federico Uribe trabaja. El día anterior a la entrevista, y por medio de un audio que envío por Whatsapp, me dijo que aceptaba el diálogo solo si era consciente de que mientras respondía las preguntas él iba a seguir en lo suyo. Al otro lado de la línea, además de su voz, se escuchaban los sonidos de unas tijeras en acción y el de una pulidora que taladra el pellejo del cerebro.
“Hágale hermano, vaya preguntando que le voy contestando. Estoy haciendo un paisaje con unas radiografías y no puedo parar”, dice. Eso de que no puede parar no parece ser una jugarreta discursiva. Quienes lo conocen cuentan que esa obsesión por lo que hace es tan enfermiza, que lo han visto pasar varios días con sus noches librando guerras eternas con los objetos que intenta domar.
“La gente que va a mis exposiciones dice que admira mi paciencia. Me río por dentro porque no tengo ni mierda de paciencia, lo que soy es un obsesivo. No puedo parar de hacer esto”. Y “esto” puede ser un oso gigante hecho con casquillos de balas, un bosque de cactus elaborado con tenedores plásticos, algún pajarraco armado con crayones despuntados o el retrato de Maluma hecho con basura, tapas de gaseosa, cables telefónicos, juguetes rotos y pedazos de piernas de la Barbie. Esa es su más reciente creación, pero de eso hablaremos más adelante, porque el objetivo de estas líneas es, sobre todo, explorar al hombre que lleva más de tres décadas haciendo arte, aunque hasta ahora los reflectores le estén apuntado más que en el resto de toda su vida.
Es una sospecha, pero quiero imaginar que solo hubo un momento de la charla en el que Uribe dejó de cortar radiografías para responder las preguntas. Se me antoja pensar que se sentó en cualquier esquina de su taller para tomarse el tiempo de esculcar en sus recuerdos y hablar de su pasado y de su vida en Bogotá. “Me acuerdo de estar esperando el bus del colegio en la calle y que mi mamá y mi papá me advertían que Bogotá era una ciudad muy peligrosa. Tengo esa sensación de tener seis años y estar parado en la acera pensando en el peligro, sin entender de dónde venía o en qué consistía. Creo que es la sensación de todos los bogotanos que crecimos en esa ciudad que tiene potencial de hacerte daño”.
No era un miedo infundado. Federico Uribe tuvo que soportar las flaquezas intelectuales más desproporcionadas cuando los otros niños del colegio en el que estudió le gritaban “marica” cada vez que lo veían. Fueron 15 años difíciles. Así, de a poco y con razones, el pequeño Federico se fue aislando hasta verse obligado a meterse en el clóset.
“Aunque mi experiencia personal y familiar es disfuncional, no vivo quejándome de eso, porque a pesar de todo, en un país pobre como Colombia, fui un niño privilegiado. Además, mi trabajo nada tiene que ver con mi orientación sexual”, dice. Ese inconformismo con el entorno en los que creció lo llevó a encontrar en la naturaleza un refugio que luego le sirvió de inspiración artística.
En 1984 empezó a estudiar artes plásticas en la Universidad de los Andes. Sin embargo, no terminó la carrera porque tres años después, cuando sintió que ya no le interesaban las clases que tenía que ver para poder graduarse, se fue a estudiar arte en la Universidad Estatal de Nueva York.
Después vino un largo peregrinaje que lo llevó por Cuba, Londres, Moscú, Ciudad de México y Guadalajara. Saltando de aquí y allá Federico Uribe intentó hacerse una carrera como pintor. “Hice todo lo posible para ser el mejor, lo que pasa es que nunca pude ser lo que quería. Los buenos pintores son como los pianistas virtuosos que tocan piano sin que nadie les enseñe. Eso no me pasó a mí. Pinté mucho, pero nunca fui el virtuoso que quería ser. Pensé que trabajando y practicando lo iba a lograr, pero eso no pasó. El que tiene mucha disciplina aprende a tocar piano si tiene oído, pero jamás va a tocar como el que lo hace intuitivamente”.
Recorrer el mundo en busca de un pintor que nunca encontró también era una excusa para evitar volver a un país en el que el narcotráfico le estaba ganando la guerra al Estado y en el que la muerte se convirtió en un inquilino permanente. “Me puse muy nervioso, estaba paranoico e hice todo lo posible por no volver, así que empecé a aplicar a todas las becas que había. Por fortuna me las gané todas”.
Fue mientras vivía en Guadalajara, hace más de 20 años, que repensó su arte y sin muchas pretensiones empezó a crear objetos nuevos con cosas viejas que tenía en la casa. Al principio todo era como un juego en el que utilizó los chécheres que nadie quería y que encontraba en el mercado arrumados, luego empezó a recoger los desperdicios plásticos que sus amigos, y casi que sin darse cuenta se vio atrincherado en un taller repleto de obras creadas a partir de la nada. Así se ganó un espacio en el mundo del arte contemporáneo con un tiquete - aún sin regreso – para el mercado de Estados Unidos. Sin embargo, eso de que en las revistas especializadas lo cataloguen como un “artista exitoso” no lo termina de convencer. De hecho, esas conjeturas grandilocuentes le plantean varias reflexiones.
“La mayoría de los periodistas que escriben sobre los artistas prefieren describirlos como ‘exitosos’, porque esa es la razón por la que escriben de ellos. No lo soy ni le dedico tiempo a pensar en eso. Si ser exitoso es que me hice rico, eso no pasó; si ser exitoso es que tengo muchos seguidores en Instagram, eso tampoco pasó; si ser exitoso es que la gente te reconozca, tampoco me ha pasado. A mí nadie me reconoce”.
Según Uribe, que poco o ningún espacio ha tenido en las ferias de arte que se hacen en Colombia, haber hecho el retrato que Maluma está utilizando para la promoción de 7 días en Jamaica, su más reciente álbum, lo sostiene en la lista de artistas a los que las galerías reconocidas del país les cierran las puertas.
“La intelectualidad colombiana me ha descalificado por haber hecho esta alianza con Maluma, pero a mí no me importa. Hay cosas que son importantes y otras que no. Me parece bien ser un artista popular, me parece bien que algún colombiano se pueda sentir orgulloso porque estoy haciendo esto, me parece lindo que la gente se reconcilie con su país cuando ve que un colombiano hace algo positivo (…). He tratado de conseguir exposiciones en Colombia y ni me contestan, así que esa descalificación por parte de esa intelectualidad me es indiferente”.
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Sus cuestionamientos son demoledores. Quizá por eso no es profeta en su tierra. “En la industria del arte hay quienes se asumen como los dueños de un privilegio y de una verdad. Ser parte de la cultura popular lo asumen como un detrimento de su posición económica y cultural. Es una percepción bastante pobre, porque la percepción del arte, para mí, no es la generación de conocimiento, es la generación de la sabiduría de las emociones”.
Y sigue: “No tengo amigos en el mundo de las artes. Las conversaciones sobre arte me importan un culo. Los artistas suelen ser egocéntricos y frívolos. Sus conversaciones giran en torno al éxito y, como se conocen tanto entre sí, sus obras terminan pareciéndose. Mis amigos, en su mayoría, son profesores de matemáticas”. Por estos días, y obviamente por su alianza con Maluma, Federico Uribe recibe una atención que nunca se imaginó tener. “Por un lado, es una cosa muy linda que los seguidores de Maluma tengan la oportunidad de llegar a las reflexiones estéticas y éticas que hago con mi arte. Este homenaje a la naturaleza, que es mi obra, ahora tiene una voz en un mercado que no tenía y estoy muy agradecido con él. Por otro lado, siempre he tenido una vida muy reducida y, si se quiere, discreta, y ahora tengo una atención sobre mi trabajo y sobre mi persona, como nunca había pasado en mi vida, y eso me cuesta trabajo asimilarlo”.
Los retratos de Maluma elaborados por Federico Uribe serán subastados por la galería Afelson. Parte de los recursos irán para la Fundación Amigos del Mar, el Jardín Botánico de Cartagena y Stand Up Providencia. La exposición cerrará el 28 de febrero.
Mientras lo asimila, y para no parar nunca de trabajar y seguir alimentando su obsesión, Federico Uribe alista su siguiente audiolibro. Escuchará la lectura de una obra del escritor mexicano Guillermo Arriaga Jordán, quien, entre otras cosas, tiene una frase que dice: “Admiro a los intensos, a los que van con todo, a los que no se detienen ante nada; a los hombres y mujeres que dejan pedazos de piel por donde caminan”.