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Fernando González Ochoa en Otraparte

Fernando González Ochoa falleció en Otraparte, la casa quinta ubicada en Envigado que había adquirido en un remate judicial en 1937, y que había pertenecido a un alemán de nombre Walterio. Hoy, su casa es un museo, con variada y profusa actividad cultural.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

01 de febrero de 2019 - 04:26 p. m.
Imagen de la entrada de la casa Otraparte, en Envigado, donde vivió desde 1934 el escritor Fernando González Ochoa, primero como arrendatario, y luego, como propietario. / Cortesía
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Otraparte

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Evocación de Fernando González

 

Esta es la casa donde habitó en su desnudez,

en su silencio luminoso y pleno.

Este el jardín donde se oyeron

hondas y auténticas

las palabras.

 

En el pequeño corredor

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presentimos su sombra, el eco de sus pasos,

el golpe suave del bastón indagando

la noche, la memoria del devenir,

el mañana del hombre.

 

A estos rincones las muchachas

—sus muchachas—, han vuelto.

Ríen otra vez, bulliciosas, eternas,

como entonces.

 

Pedro Arturo Estrada

 

 

Había dicho una y mil veces que le gustaban las casas de precios exorbitantes o las que no se vendían, porque “El placer lo causa la resistencia, la serie de resistencias que oponen los objetos a nuestra conquista, hasta llegar al sí”. Prefería vivir en arriendo, pues a fin de cuentas, Fernando González Ochoa era un hombre arrendado, eternamente en arriendo. Desde 1934 vivía en una casa que a la usanza de aquellos tiempos, tenía nombre: Villa Bucarest. Le pagaba unos cuantos pesos por una habitación al dueño, un alemán llamado Walterio que, decían los vecinos, había llegado a Colombia huyendo de la Primera Guerra Mundial. 

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“La casa es de corredores que la rodean separados del prado por baranda de un metro de alto -escribió González-. Al frente del corredor delantero, por donde me paseo recordando, y soñando con la juventud que voy a crear, hay un prado de sesenta metros en donde organan los mayos y en donde le doy de beber a la vaca. Ahí estoy, sentado en el brocal del pozo, revolviendo la aguamasa. La vaca bebe y bebe, despacio, y de vez en vez levanta el testuz, saca la lengua áspera y la introduce en las húmedas fosas nasales, me mira y me suelta el vaho que huele a leche, a ternero, y yo me acuerdo de mademoiselle Tony... (...) Del prado sigue la carretera y luego una casa con huerto lateral, en donde hay un balso, árbol alto, ramas separadas, hojas grandes, sinvergüenza como un hermano cristiano de las colonias, o como mi alma cuarentona. (...) Al otro lado de tal casa hay un madroño, como verdioscuro, árbol religioso, que produce frutos amarillos, agridulces y de corteza amarga. Mira usted esos dos árboles y le sale involuntariamente esta pregunta: ¿por qué no hay hombres bellos en Colombia?” 

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Una tarde, Walterio llevaba unas hortalizas desde Envigado hacia Medellín en un bus de escalera y el bus se accidentó. Murió. Poco tiempo después, los terrenos de Villa Bucarest fueron rematados judicialmente. González Ochoa los compró y empezó a construir su casa. Era el año de 1937. Cuando se mudó, en el 40, la bautizó como La huerta del alemán. “En el proceso de planeación y construcción, participaron tres amigos suyos -reseñó la Corporación Otraparte en su página web-: el arquitecto Carlos Obregón, el ingeniero Félix Mejía Arango (Pepe Mexía) y el pintor (ingeniero y arquitecto, además) Pedro Nel Gómez. Este último diseñó el patio, el hermoso patio que semeja una alfombra adornada por un pozo circular construido de cemento y piedra; Obregón hizo los planos y Mejía Arango dirigió la obra. De estilo predominantemente colonial, tiene un segundo piso que consta de una alcoba y su correspondiente balcón, aspecto que resalta su belleza y le confiere un atractivo especial”.

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Gonzáles Ochoa vivió en aquella casa quinta de Envigado durante muchos años, hasta su muerte, el 16 de fenrero de 1964. Cinco años antes, había cambiado el letrero de la entrada y le había puesto Otraparte. Él era y fue Otraparte. Era lo otro, lo distinto. Lo único.

En aquella casa, y durante los viajes de González Ochoa por Marsella, doña Margarita Restrepo recordó toda su vida una pálida mañana en la que su padre la llamó aparte para hablarle del matrimonio y, más puntualmente, de su prometido, aquel Fernando González a quien había visto un par de veces, pero a quien había leído mucho más. “¿Es cierto que te vas a casar con ese loco?”, le preguntó, tratando de controlar sus nervios. Ella le respondió que sí, que a fin de cuentas no perdería nada, pues a sus amigas no es que les hubiera ido muy bien con sus esposos serios y juiciosos. Con los años, González se convirtió en uno de los mejores amigos de don Carlos E. Restrepo. Se escribían, conversaban sobre política y literatura, revisaban textos y hasta se daban tiempo para el humor.

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Algunas veces, González Ochoa, aquel loco de Envigado que solía conversar con las estrellas para “tomarle el pulso al universo”, escribió sobre don Carlos E. y su período presidencial. Era crítico, siempre fue crítico. Por ello su esposa revisaba cada una de sus notas. Era ella la que decidía qué podría publicarse y qué no. Era ella, incluso, la que arrojaba al cesto de la basura lo que consideraba inapropiado. González le confiaba casi todo. Sus cinco hijos, su vida, sus libretas y hasta el dolor que le producían aquellos que se regocijaban insultándolo, creyendo que así lo acallarían. Jamás pudieron silenciarlo, porque González siempre fue un rebelde en estado de pureza. Cuentan que en 1955, cuando Jean Paul Sartre y el escritor norteamericano Thornton Wilder lo propusieron para el Nobel de literatura y las élites literarias y políticas colombianas se opusieron, prefiriendo a Ramón Menéndez Pidal, González lloró, desconsolado, pero su amargura era por la condición humana de sus coterráneos, no por la negativa del Nobel. Él, que amaba la vida y a su tierra por encima de todo, no podía terminar de comprender las razones de la insidia.

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González forjó su pensamiento filosófico a partir de la idiosincrasia colombiana utilizando el lenguaje del pueblo, un modo de hablar y de escribir que le valió ser calificado de mal hablado. Escandalizó, pero al mismo tiempo abrió derroteros hacia la autenticidad. Lo condenaron por ateo y, no obstante, fue un místico. Escribió en una prosa limpia e innovadora, pero “para lectores lejanos”. Se proclamó maestro, pero, según sus mismas palabras, no buscaba crear discípulos, sino solitarios. Su obra siempre fue nueva, fresca y controvertida. Y su vida fue un eterno viaje de la rebeldía al éxtasis, como escribió Javier Henao Hidrón (sic: Ernesto Ochoa Moreno).

Fernando González Ochoa nació el 24 de abril de 1895 en Envigado. “Yo era blanco —escribió— paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba, y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de mi casa”. Cursó la primaria en una escuela religiosa. Luego estudió hasta quinto de bachillerato como interno en el Colegio de San Ignacio de Loyola, dirigido por los padres jesuitas, pero fue expulsado por sus precoces y excesivas lecturas, por transmitir sus inquietudes filosóficas a sus compañeros y por su desatención a las estrictas normas religiosas. Tiempo después escribió: “Soy el predicador de la personalidad; por eso, necesario a Suramérica. Dios me salvó, pues lo primero que hice fue negarlo, donde los Reverendos Padres. Tan bueno es Dios, que me salvó, inspirándome que lo negara”. Luego de su expulsión anduvo tres años por ahí, pensando, tomando notas, tachando, charlando, y de allí surgió su primera obra, Pensamientos de un viejo. Un año más tarde se graduó de bachiller y se matriculó en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Antioquia, pero en el camino se inclinó por las leyes. Su segundo escándalo fue el título de su tesis, El derecho a no obedecer, que tuvo que cambiar por el de Una tesis.

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Fue magistrado del Tribunal Superior de Manizales, juez segundo del Circuito de Medellín, asesor jurídico de la Junta de Valorización de Medellín y cónsul de Colombia en Génova, Marsella, Bilbao y Rótterdam. En 1929 publicó Viaje a pie. De ahí en adelante escribió Mi Simón Bolívar, 1930; Don Mirócletes, 1932; El hermafrodita dormido, 1933; Mi compadre, 1934; Cartas a Estanislao, 1935; Los negroides, 1936, y Santander, 1940. En 1946 (sic: 1941) sacó El maestro de escuela, e ingresó en una especie de introspección de la que saldría a finales de los 50 con el Libro de los viajes o de las presencias.

Por aquellos años conoció a Gabriela Mistral, para quien la obra del Loco de Envigado fue todo un suceso: “Los libros de Fernando me sacuden hondamente. Hay en él una riqueza tan viva, un fermento tan prodigioso, que ello me recuerda la irrupción de los almácigos en humus negro. ¡Es muy lindo estar tan vivo!”. Por los mismos años (sic), el poeta Ernesto Cardenal, decía: “¿Quién es Fernando González? Es un escritor inclasificable: místico, novelista, filósofo, poeta, ensayista, humorista, teólogo, anarquista, malhablado, beato y a la vez irreverente, sensual y casto... ¿Qué más? Un escritor originalísimo, como no hay otro en América Latina ni en ninguna otra parte que yo sepa”.

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“González fue odiado por quienes no lo comprendieron, por quienes se escandalizaron con su verdad desnuda. Él no odió a nadie, no quiso ofender a nadie: sus ofensas no eran a personas o instituciones, sino a la vanidad en ellas. Si la verdad duele es porque mata en nosotros la mentira de que vivimos”, dijo poco antes de morir Gonzalo Arango. Él intentó seguirlo, fue uno de sus discípulos, su referente, el espejo en el que siempre quiso mirarse, y jamás lo negó.

 

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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