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Fragmento de “El ruido de la ausencia, la calma del amor”, de Marcela Sarmiento

Una llamada inesperada le trajo a la escritora la noticia que cambió su vida para siempre. A pocos días de mudarse a Miami, a la espera de la llegada del resto de la familia, su esposo, Alejandro, murió.

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Marcela Sarmiento / Especial para El Espectador
14 de septiembre de 2025 - 09:30 p. m.
Marcela Sarmiento nació en Barranquilla, Colombia, y ha trabajado para diferentes medios de comunicación en Colombia (Día a día del Canal Caracol y Caracol Radio), España (colaboradora, Cadena Ser, El País, el Huffington Post) y Estados Unidos (Univision).
Marcela Sarmiento nació en Barranquilla, Colombia, y ha trabajado para diferentes medios de comunicación en Colombia (Día a día del Canal Caracol y Caracol Radio), España (colaboradora, Cadena Ser, El País, el Huffington Post) y Estados Unidos (Univision).
Foto: Lucrecia Díaz
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Marcela Sarmiento, periodista, presentadora y coescritora de Después del amor, un pódcast sobre el duelo, decidió convertir su dolor en literatura. En el libro “El ruido de la ausencia, la calma del amor”, la barranquillera narra la historia de lo que sufrió cuando perdió a su esposo Alejandro, una experiencia que le trajo de vuelta oscuros recuerdos de la pérdida de uno de sus hijos y de su padre, años antes.

Para entender su dolor, Sarmiento entrevistó a cinco personas que habían transitado duelos difíciles en público, al igual que ella: Rosa Montero, Piedad Bonnett, Daniel Samper Ospina, Héctor Suárez Gomís y Jordi Évole. El resultado fue este libro que explora las diferentes maneras de afrontar la pérdida.

A continuación, compartimos completo el segundo capítulo de este libro.

De Madrid al vacío

La noche anterior a la muerte de Alejandro dormí mal.

Algunas semanas atrás él se había ido a vivir a Miami, a empezar su nuevo trabajo como presidente de Univisión Radio. Paulina, Florencia y yo nos quedaríamos en Madrid por seis meses más, hasta acabar el año escolar y cerrar nuestra etapa en esa ciudad, donde Alejandro había sido director general de la Cadena Ser.

Habíamos planeado hacer la mudanza en el verano de 2016 y celebrar los cumpleaños de las dos niñas en la Florida. Paulina tenía 13 años y Florencia 7.

Aunque tanto su papá como yo intentamos venderles la idea de una nueva y divertida vida en la ciudad del sol, no estaban muy convencidas de irse de Madrid. No querían dejar a sus amigas, su colegio y, lo que hasta ese momento era lo más importante, su casa.

Hubo muchas lágrimas el día que Alejandro decidió contarles la noticia. También le reproché que hubiera elegido el 21 de diciembre, día de mi cumpleaños, para decirles. Así que, mientras apagaba las velitas del pastel, también apagaba un incendio en la familia, con la promesa de que todo sería maravilloso al llegar a Miami.

Eso no era todo. Había que explicarles que Alejandro se iría en avanzada a trabajar y organizar los detalles, mientras nosotras tres tendríamos el tiempo suficiente para despedirnos de nuestros amigos y organizar la mudanza con calma. También hubo lágrimas porque no les parecía justo que la familia se separara y que el papá se fuera solo al otro lado del mundo, de su mundo.

Sin sospechar que sería la última noche de Alejandro, me fui a la cama después de hacer escala en las habitaciones de Paulina y Florencia, respectivamente, para darles las buenas noches. Desde que eran bebés era un ritual la visita a cada una de sus camas para darles un beso y apagarles la lamparita de la mesa de noche. Alejandro, habitualmente, hacía lo posible por llegar a tiempo a casa después de su día en la emisora y alcanzar a hacerlo también. Esa noche lo hice yo y él se despidió por teléfono, desde Miami.

En Madrid, con seis horas de diferencia, las luces de la casa ya estaban apagadas. Mi mamá, que estaba de visita en Madrid, también se fue a la cama temprano, porque siempre madrugaba para ayudarme a organizar a las niñas para salir al colegio. Los lunes eran especialmente complicados porque Dora, quien nos ayudaba en casa, llegaba al mediodía, después de sus días de descanso.

Todas caímos rendidas porque caminamos durante toda la tarde. También nos acompañó mi tío Salvador, hermano menor de mi padre, quien desde los años sesenta vivía en España. Era uno más del equipo de “los fines de semana” de nuestra vida familiar madrileña.

Nos encantaba salir a caminar. A veces las niñas llevaban sus patinetas porque avanzábamos más rápido y, según ellas, era más divertido. Ese día elegimos la ruta que nos llevó desde la calle de Montesquinza hasta el Barrio de las Letras. Tomamos el camino desde Colón, por el Paseo de Recoletos, y llegamos a Cibeles. Luego, caminamos por el Paseo del Prado hasta el museo Thyssen-Bornemisza.

Recuerdo haberle hecho una foto a Florencia, para enviársela a Alejandro. Luego avanzamos un poco y, a la derecha, cruzamos la calle para entrar al Hotel Palace. En la puerta le pedí a Paulina que posara para una foto, también para Alejandro. Más adelante, por una callecita, entramos al Barrio de las Letras, hasta llegar al restaurante donde nos gustaba comer habitualmente los fines de semana.

Ese día volvimos caminando y nos detuvimos frente al ayuntamiento de la ciudad, en la calle Alcalá, delante de Cibeles. Les dije a Pau y a Flo que quería una foto más para mandársela a su papá. Hicimos la foto de familia e, inmediatamente, se la envié a Alejandro por WhatsApp. Respondió contento de vernos bien y disfrutando de un domingo “fresquito” de Madrid.

Era 7 de febrero y se había perdido el paseo, pero yo sabía que estaba feliz porque le fascinaba el fútbol americano y esa noche se jugaba el Superbowl.

Los Carolina Panthers jugaban contra los Broncos de Denver, equipo en el que estaba Leyton Manning. Alejo lo admiraba mucho. Además, me había comentado que en el halftime iba a tocar Coldplay y, como buen dj, no se iba a parar del televisor para no perderse ese icónico show de medio tiempo. Cada año decía lo mismo: “Estos tipos son unos cracks para hacer televisión. Montan y bajan ese show en minutos”.

Recuerdo que me alegré mucho de que pudiera ver su partido. En la madrugada sonó el teléfono. Me desperté asustada, miré el reloj, eran las dos y ocho minutos de la mañana.

Me saludaron en inglés. Era una mujer. Preguntó por mí con nombre y apellido. Luego se identificó como una representante del Departamento de Seguridad y Fraude del banco donde teníamos la cuenta familiar y me dijo que, al otro lado de la línea, estaba un usuario que decía ser mi esposo y que se llamaba Alejandro Nieto.

Yo respondí que sí, que ese era mi esposo y, simultáneamente, le escribí a él por WhatsApp preguntándole que si estaba en una llamada con el banco. Me dijo que sí, que le perdonara la hora, pero que la representante no le iba a ayudar con su petición hasta que la segunda persona autorizada en esa misma cuenta no diera el “ok”.

Mientras leí lo que Alejandro escribía, la señora hacía las preguntas de seguridad, a las que yo, escasamente, le podía responder. Estaba medio dormida. Luego, la del banco tuvo la osadía de preguntarme la clave telefónica. Era la madrugada y yo, literalmente, no daba crédito a lo que me estaba pasando: ¿por cuál de las dos mil claves que nos tocaba memorizar me estaba preguntando?

Superado el tema de las preguntas y respuestas correctas, y la clave secreta, me dijo:

—Le voy a dar un número. Usted dele a su esposo ese número por texto y él debe darme ese mismo número para yo poder confirmar que son ambos los dueños de la cuenta y proceder a ayudar a su esposo con lo que necesita.

Seguimos las instrucciones al pie de la letra y le di a Alejo el número. Hubo un silencio y, a continuación, ella me agradeció y cortó la llamada sin despedirse.

Pasaron unos minutos y Alejo me llamó a pedirme disculpas por la llamada. Él le explicó a la del banco que había diferencia horaria donde yo me encontraba y que me iba a despertar y no era necesario que me llamara. Sin embargo, ella se empecinó.

Alejandro me pidió que volviera a dormir y dijo que en la mañana volveríamos a hablar.

—Perdóname, mi amor, por la desvelada. Mañana pongo la queja en el banco. Descansa, por favor.

Alejandro estaba organizando las cuentas y todo en Estados Unidos porque, con la mudanza, había que cambiar direcciones y datos personales. Lo entendí, pero me desvelé porque me entró la pensadera, esa que no deja dormir, esa que nos hace la noche eterna: ¿empezar otra vez, después de seis años acá? ¿De Barranquilla a Medellín, de Medellín a Bogotá, de Bogotá a Miami, de Miami a Madrid y otra vez a Miami? ¿Volver?

Muchas preguntas, pero ninguna duda de que siempre estaría con Alejandro.

Qué iba yo a sospechar que esa sería mi última conversación con él.

Casi no puedo volver a conciliar el sueño. Finalmente, cuando me dormí, sonó el despertador.

Hora de levantarse para ir colegio. Lunes, 7:00 a. m. Nosotras en pie y Alejo, al otro lado del océano, seguramente dormido. Probablemente se acostó tarde viendo el Superbowl, pensé.

Me levanté con el titular de que ganaron los Broncos. Alejandro debió estar dichoso.

Con mi mamá alistamos a las niñas y salimos a hacer los recados, caminando. Pasamos por la farmacia y la lavandería. Después nos tomamos un café en el barrio y luego nos fuimos a hacer unas compras. No volvimos a casa sino como hasta las tres de la tarde.

Miré el teléfono y no tenía mensajes de Alejandro. Pensé que había salido temprano para el trabajo y que me llamaría desde su nueva oficina, en Univisión, durante la mañana. Yo sabía que estaba muy ocupado e, incluso, días atrás me había dicho que estaba muy emocionado y con muchas ideas y temas por resolver.

Cuando llegamos a la casa con mi mamá, entré a mi habitación a dejar las compras. Me sonó el teléfono. Solté las bolsas y vi que aparecía en el identificador de llamadas un teléfono de Estados Unidos. Lo tenía guardado como el del edificio donde estaba viviendo temporalmente Alejandro, mientras encontrábamos una casa ideal para mudarnos. Eso era lo que habíamos planeado.

Pensé que debían ser los técnicos de la compañía de internet, que habían ido a solucionar unos temas en el apartamento y el mío, aunque yo estaba en Madrid, era el teléfono de contacto al que debían llamar para autorizar a todas las personas que quisieran entrar al apartamento.

Pensé que sería una llamada como la del banco: otra formalidad.

También esta vez la persona preguntó por mí con nombre y apellido. Me identifiqué y me dijo:

—Señora, ¿usted dónde se encuentra?

Le dije:—En Madrid, en España. Pero dígame en qué lo puedo ayudar. ¿Llegaron los del internet?

El señor me dijo:—No, señora. ¿Hay alguien aquí que la pueda ayudar?

—No, pero dígame. Yo resuelvo.

—No, señora. A usted le va a tocar viajar a Miami. Su esposo se desvaneció en el gimnasio y le están dando cpr.

Me lo dijo en inglés. Mi corazón se aceleró y quise confirmar lo que me estaba diciendo.

—¿cpr? —dije en inglés. Me pareció una locura lo que oía. Se aceleró mi corazón—. Dígamelo en español —le pedí.

Tuve dudas de mi inglés, tuve dudas de todo.

El señor me dijo:—Señora, a su esposo le están dando en este momento resucitación cardiorrespiratoria.

Recuerdo haber sentido un calor en todo mi cuerpo, como un fogonazo.

A miles de kilómetros de distancia empecé a decirle al señor que, por favor, llamara a una ambulancia, que mi esposo tomaba una medicación para la coagulación desde hacía muchos años y que era importante que lo supieran los paramédicos. Le supliqué que no cortara la llamada y que me fuera diciendo qué iba pasando. Yo hablaba la mitad en inglés, la mitad en español. Él no hablaba muy bien español y eso hacía todo más confuso y aterrador.

Entre mis súplicas, me dijo que él no estaba en el gimnasio, que estaba en la oficina, pero que me volvería a llamar para decirme adónde lo llevarían.

A Alejandro nadie lo conocía en el edificio. Llevaba ocho días viviendo allí. Las personas que hacían ejercicio a la misma hora no sabían su nombre.

Alejo estaba solo y yo no lo podía ayudar.

Miré el reloj, eran como las 3:20 de la tarde para mí, las 9:20 de la mañana para él. Al otro lado de la línea el señor me dijo que se lo llevaban para un determinado hospital.

Llamé a varias personas en Miami: a Fabrizio Alcobe (amigo y compañero en Univisión), a Julio Sánchez Cristo (su amigo, porque calculé que estaba en Caracol Radio y cerca del hospital al que llevarían a Alejandro) y a Humberto Rodríguez, su amigo de muchos años. Luego a Cecilia Sosa, vecina del mismo hospital, a Uchi Botero, quien había estado ayudándolo días antes con algunas citas médicas, y a Leticia Martelo y Verónica Segrera. Mis dedos buscaban con rapidez contactos en el teléfono móvil.

A todos les pedí que fueran de inmediato al hospital a acompañar a Alejandro. Les pedí que, por favor, me llamaran al llegar, que no lo dejaran solo y que hicieran lo que fuera por salvarlo.

Sobre todo, les pedí que no lo dejaran solo. Desde la distancia, esa era mi gran obsesión.

Mientras tanto, en Madrid, las niñas estaban en el colegio, faltaba una hora o algo más para que llegaran a casa. Mi mamá entró a la habitación y me preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Por qué esa cara?

Le conté que Alejandro iba camino al hospital en una ambulancia, porque se había desmayado en el gimnasio.

Mi mamá cayó sentada en el sofá. Yo le dije:—Mamá, vamos a esperar. Vamos a tener paciencia y esperar a que me llamen desde el hospital.

Mi voz sonaba calmada porque, no sé cómo, guardé la compostura. Igual, estaba muy lejos y no podía hacer nada más que esperar instrucciones por teléfono. De todos modos, yo quería tener alas para atravesar el océano.

No sabía si llorar o gritar o salir corriendo. Pero no había adónde. Cuando estas cosas pasan, no hay a dónde ir, es la vulnerabilidad total.

Estaba en shock, en un estado entre la incredulidad y el miedo, la esperanza y el vacío. Atravesaba uno de los momentos más difíciles de mi vida, y sin saber lo que se venía. Solo pensaba en que me llamaran para decirme que todo estaba bajo control. Así podría decirles a Pau y a Flo que papá se había sentido mal y que estaba en el hospital, pero que no se preocuparan porque se recuperaría. Imaginaba sus caritas al llegar del colegio y tener que contarles todo. ¿Cómo decirles que se desvaneció en el gimnasio? ¿Cómo narrarles que los paramédicos tuvieron que reanimarlo? ¿Con qué corazón podía darles esa noticia?

Mientras ellas llegaban, se me vino a la cabeza, como un golpe, la obligación que tenía con la familia de Alejandro: primero Andrés, su hermano, para que se acercara a casa de su mamá y fuera él quien le dijera que Alejandro estaba muy delicado en el hospital.

—Tranquila. Si ya lo llevaron al hospital, allí lo van a ayudar. No te preocupes. Vamos a tener paciencia y todo saldrá bien. Yo le aviso a mi mamá —dijo Andrés, intentando tranquilizarme cuando hablé con él por teléfono.

Aunque en un principio me tomé las cosas con calma y compostura, la tranquilidad se me fue desvaneciendo con cada minuto que pasaba. Al segundo parecía una telefonista. Llamadas entraban, salían y mi angustia era cada vez peor. Mi mamá, en completo silencio, permanecía sentada en la sala de casa con mi tío Salvador. Ella lo llamó y él había llegado a acompañarnos a esperar noticias de Miami.

Todo parecía una película de suspenso. Era una zozobra interminable.

Poco a poco los amigos que llamé, y otros más, fueron llegando al hospital. Cada uno me llamaba a reportar que estaban allí y que Alejandro no estaba solo.

Los minutos pasaban, seguían las llamadas, pero ninguna nueva noticia. Solo crecía la incertidumbre.

—Ajá, pero ¿qué saben de Alejo? ¿Dónde lo tienen? ¿Pero lo están operando? ¿Qué le están haciendo? —preguntaba insistentemente a quienes me llamaban.

Todos respondían lo mismo: no sabemos nada.

Me empecé a desesperar. Para tranquilizarme, cerraba mis ojos y empezaba a respirar de manera consciente. Intentaba concentrarme, para no enloquecer.

Las niñas estaban por llegar. Le dije a Dora:—Cuando se bajen del bus, vayan y den una vuelta por el barrio. Entren a la librería Pasajes, que tanto les gusta, y luego las invita a tomar algo por ahí cerca.

Yo solo quería tiempo. Quería tiempo para poder tenerles una buena noticia. Por la ventana miraba al cielo y trataba de conectarme con Alejo mentalmente, para darle fuerzas y que supiera que yo estaba con él.

Lo de retrasar la llegada de las niñas no funcionó. Venían cansadas del colegio y no aceptaron tomar nada. Prefirieron ir directamente a casa e insistieron tanto que Dora no tuvo otra opción. Llegaron e hice mi mejor esfuerzo por saludar como habitualmente lo hacía y comentarles que estaría en mi habitación esperando una llamada. Afortunadamente, ellas no notaron nada extraño y cada una fue a su habitación a hacer sus deberes y descansar, antes de la cena, como todos los días. Mi mamá ayudó manteniéndolas algo distraídas, mientras Salvador estaba conmigo en la habitación.

Al final de la tarde, sonó el teléfono de nuevo. Contesté y me dijeron —en español, creo—:—Un momento, por favor. Le van a hablar.

Era la doctora desde cuidados intensivos. Tenía una voz pausada. Como en las películas, me dijo:—Hicimos todo lo posible, pero no pudimos lograrlo. Él no lo superó. Su esposo falleció. Lo siento muchísimo.

No tuve reacción. Quedé como congelada con el teléfono en la mano. Las piernas me flaquearon y tuve que sentarme sobre la cama, miré a mi tío fijamente y no hubo necesidad de decirle nada. Él bajó la mirada y puso su cabeza entre sus manos. Traté de ponerme de pie, para seguir oyendo la voz de la doctora, que me dijo:—Alguien quiere hablarle.

Era Fabrizio. Me habló con la voz entrecortada, me dijo que tuviera fuerza, que no estaba sola y que él se encargaría de todo mientras yo llegaba a Miami.

Ahí estaba yo, sentada al lado de la cama donde dormía Alejandro, pidiendo a Dios por sabiduría y calma para manejar la situación. En la habitación del lado estaban Florencia y mi mamá, haciendo las tareas. Más allá, Paulina, con la puerta cerrada, quizás reposando. No sé. En la cocina estaba Dora.

Alejandro no estaba. Alejandro ya no estaba.

Ese día cambió mi vida y empezó mi duelo. Bueno, nuestro duelo: el de Pau, Flo y el mío. Esa noche le conté a Pau ante la inminente noticia en medios de comunicación. Era obvio que tenía que ser yo quien le diera la peor noticia de su vida. A Flo le conté al otro día, cuando llegamos a Miami, aunque su intuición le reveló mucho antes que papá ya no estaba.

Ella soñó en el avión que papá se moría. Ella me dijo:—Mamá, soñé que papá se murió. Mamá, papá está en el cielo.

¿Cómo sospechar que algo así pasaría? Se suponía que estábamos a punto de empezar una maravillosa etapa para la familia. Alejandro con la ilusión de trabajar en el mercado radial estadounidense, que era una de sus aspiraciones, y yo con la posibilidad de volver a la televisión después de algunos años fuera del aire.

Nos habíamos prometido que la mudanza, la adaptación de las niñas y el cambio de país lo íbamos a hacer con serenidad y con alegría. Nos dijimos que íbamos a hacer eso con todo el entusiasmo.

Ay, lo que se me venía. Nadie lo hubiera podido calcular.

Así que luego de la complicidad con la que empezábamos este proyecto, y con todos los sueños y planes que teníamos por delante, ¿cómo era posible que la muerte hubiera cambiado el rumbo de mi vida de esa forma? Era absurdo. Era imposible de creer.

Así es la muerte, aparece cuando uno menos la espera y, aunque en el fondo sabemos que es inevitable, nos negamos incluso a hablar de ella. Lo que pasa es que estamos convencidos de que las cosas malas solo les pasan a los demás, hasta que nos suceden a nosotros, y nos confirman que todos somos iguales, que a todos nos duele perder a las personas que amamos.

Cuando a alguien a quien conocemos le sucede una tragedia hay un cierto alivio en nosotros al saber que no somos a quienes les tocó vivirla. De ese alivio nadie habla. De ese sentimiento de tranquilidad de saber que no somos nosotros los que estamos sufriendo. Incluso, agradecemos a Dios por habernos salvado de semejante dolor. Es un alivio que sale de nuestro lado más oscuro.

Pero cuando nos llega el momento es que hacemos consciente la vulnerabilidad a la que estamos expuestos y la incertidumbre a la que estamos obligados a vivir permanentemente y a la que tenemos que hacer nuestra amiga, para poder convivir con ella y no enloquecer.

***

La muerte de Alejandro fue noticia. Apareció en muchos medios de comunicación en España, Colombia y Estados Unidos. Saltó de teléfono en teléfono. Fue una noticia que compartieron amigos, conocidos y extraños que lamentaban la muerte de alguien joven (Alejandro tenía apenas 48 años recién cumplidos) y con mucho talento, reconocido públicamente y con un futuro indiscutible. Para todos era inexplicable que alguien así muriera en un gimnasio y dejara una viuda y dos hijas. Parecía mentira.

Y en la mitad de la tormenta, estaba yo. Otra vez yo.

Como cuando murió nuestro hijo, Miguel, 11 años antes. Nuestro bebé falleció el día del parto y, ante ese dolor indescriptible para mí, Alejandro estuvo conmigo. Juntos abrazamos la tristeza más profunda y nos prometimos salir adelante, por Paulina, quien nos necesitaba más que nunca.

Pero ahora él no estaba. La paradoja: lo necesitaba para lidiar con su muerte.

El día que murió Alejandro pensé en Miguel. Reviví por instantes ese sentimiento de vacío, de incredulidad.

Es algo que solo puede sentirlo quien lo vive. Y yo reconocí ese dolor. Reconocí ese sentimiento, pero nunca hubiera imaginado lo que me esperaba y lo que este nuevo duelo iba a hacerle a mi vida y a la de nuestras hijas.

Por Marcela Sarmiento / Especial para El Espectador

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