Soy porque somos. Soy porque otros son y no lo digo por decirlo. Soy una mujer del norte del departamento del Cauca, hija de una partera, Gloria María Mina, a quien saludan diciéndole: “Gloria al padre, al hijo y al espíritu santo”. Mi existencia depende de mucha otra gente, de mi mamá, principalmente, entonces me defino sola. En la infancia me dio tosferina y de hecho escribí sobre eso, pues me llevó al borde de la muerte. Hubo quienes le dijeron a mi mamá que me abandonara cuando yo no daba signos de vida. Mi reflexión: para mi mamá debió tratarse de una situación muy difícil y, pese a todo, decidió cuidar de mí y protegerme, lo que habla de su talante. Mi mamá no tiene huellas en sus manos, ha criado a sus hijos y ha hecho todo el esfuerzo.
Es por cosas como estas que no puedo hablar de mí sin hablar de mi mamá, sin hablar de mis abuelos, de mis tíos, porque mi vida gira en relación con mi familia.
Orígenes
El territorio en el que crecimos es ancestral. Andrés Mina Viveros y María Leonor López Caicedo son mis abuelos maternos. Valeriano Márquez y Graciela Trujillo Montaño, los paternos. A mi bisabuelo Sixto no le gustó su apellido, que era Charrupi, por lo mismo optó por el Mina, que era de su abuela materna.
La familia Mina es muy reconocida en mi comunidad. Mi abuelo fue alguien muy participativo en los temas de la comunidad, ayudaba a resolver sus problemas, conflictos entre familias, fue un gran consejero, alguien en quien confiaban. Conocía los secretos ancestrales para curar a la gente de sus enfermedades, por lo mismo, para estos temas también acudían a él.
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En el norte del Cauca quedan los municipios de Suárez y Buenos Aires, también empieza la cordillera Occidental donde se ubicó nuestra comunidad. Mi vereda se llama Yolombó, del corregimiento La Toma, que a su vez hace parte del municipio de Suárez. La Toma, como recogimiento, es uno de los lugares de Latinoamérica donde más apellidos con orígenes africanos se pueden encontrar: Lucumi, Mina, Balanta, Congo, Popo, Mosorongo, Viáfara, Wuasa.
Anteriormente, a La Toma se le conocía como Monteredondo, donde antiguamente se ubicaba Jelima, una mina. En 2009, el gobierno entregó títulos de explotación minera a empresas que lanzaron una orden de desalojo para mi comunidad, que tuvo que demostrar desde cuándo estaba allí. Con profesores de antropología de la Universidad del Cauca buscamos los archivos de historia y nos dimos cuenta de que habíamos estado desde 1636 antes de que Colombia fuera un Estado Nación. Lo hicimos como gente negra.
En la mina encontrábamos las piedras bien acomodadas. Cuando preguntábamos la razón, mis abuelos nos decían que “estos eran trabajaderos de Los Antiguas”. Los Antiguas fueron africanos esclavizados que trabajaron en Xelima, en el corregimiento de La Toma, que comprende cinco veredas: Yolombó, Jelima, La Toma, Dos Aguas y El Hato Santa Marta.
Todo esto ha hecho parte de nuestra memoria histórica, del arraigo frente a nuestra lucha por permanecer en el territorio. Mis abuelas me decían: “cuando nosotros estábamos jóvenes, vino un terrateniente a decir que estas tierras le pertenecían, pero eran de nuestros maridos”. Hablaban de Don Simón Balanta, primo hermano de mi abuelo Valeriano Márquez Balanta.
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Mi abuelo Andrés, Don Simón Balanta y Don Pablo Balanta fueron llevados a la cárcel por defender la tierra, por protestar. Mi abuela decía: “a nosotras nos tocó trabajar en las minas para pagar el abogado y sacarlos de la cárcel. Lo pagamos con oro”.
Es decir, la lucha en mi territorio, en mi comunidad, ha sido histórica y ha pasado de generación en generación. Con el tiempo, mi mamá y mi fallecido tío Edward, se convirtieron en líderes defensores del territorio.
Infancia
Escribí un texto para mi clase de especialización en escrituras creativas sobre mi casa de infancia. Allí vivía mucha gente amorosa. Era muy humilde, de bahareque, con piso de tierra, tejas de barro, dos habitaciones y una sala grande. Esto es parte de la herencia colonial que se hace evidente en Popayán.
Mi abuelo Andrés era seguido por todos, por lo mismo decía: “hay que echarle más agua a la olla porque no sabemos quién venga”. Aprendimos de él su bondad y generosidad. En mi comunidad se comparten platos de comida en las noches, entonces el vecino está preparado para recibir, para acoger, para atender. La tradición es que yo tengo que probar la comida de la vecina, la vecina tiene que probar la mía, y nosotros como niños nos peleábamos, no por la comida de la casa, sino por un poquito de la comida del vecino. Eso era y sigue siendo un arraigo muy fuerte entre nosotros.
Somos negros andinos con mezcla indígena, compartimos costumbres, muchas cosas que tienen similitudes con la historia de los pueblos indígenas. Para la gente negra del Pacífico no es fundamental el maíz, pero para nosotros, los negros del norte del Cauca, sí. Esto es así porque las haciendas vecinas lo producían, entonces tenemos la costumbre, especialmente en Semana Santa, de hacer envueltos de maíz molido. No solemos comer pescado de mar, nosotros nos alimentamos como los vallunos, tendemos más a consumir gallinas y pescado de río, dada nuestra tradición de pescar en el río Ovejas y en el río Cauca. Cuando construyeron la Salvajina se limitó esta actividad y hubo miedo en la gente que no quiso volver a conectar con el río pues se generó un fraccionamiento del vínculo que la gente tenía con el Cauca. Entonces en Suárez, que es la cabecera municipal, la gente casi no usa el río, pese a ser maravilloso.
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Por fortuna, mi comunidad, la que está en la montaña, cuenta con el río Ovejas que pasa para el otro lado y que desemboca en el río Cauca. Ella sí mantiene su vínculo, que es muy fuerte. He de reconocer que esto ha ido cambiando con la llegada de la minería ilegal que implica el uso de retro excavadoras. Actividades cotidianas como lavar la ropa, nadar en él los lunes antes y después de almuerzo a la altura de la Pucha, se han ido perdiendo por la minería artesanal.
Nosotros pescábamos con atarraya y, en verano, con barbacoa ubicada en los hilos, que son los sitios de mayor corriente en el río. Cuando bajábamos con mi abuelo al río, pues nuestra casa queda en la parte alta de la montaña, construíamos un rancho de paja que es imposible de olvidar. A la manera de los indígenas, mi abuelo se ponía tapa pinche mientras estaba dentro de la barbacoa, al tiempo que nosotros íbamos por leña seca, la que quedaba en las playas, prendíamos candela en la que asábamos plátano y pescado.
Las fincas las limpiaban por grupos de hasta diez familias, es decir, se turnaban para que fueran más productivas. Lunes, martes y miércoles los dedicaban a actividades productivas. Aprendí a sembrar frutales y hortalizas como lechuga, pepino, tomate, cebolla, aguacate, también yuca, plátano, banano, zapote, maíz, frijol, porque los terrenos son secos, los días cálidos y las noches frías, lo que genera cierto equilibrio. La fiesta de los pájaros cantando era realmente hermosa. Los jueves, viernes y sábados los dedicábamos a las minas. Nuestra dinámica cambió con las retro excavadoras y la violencia. Debimos atender con mayor intensidad las minas, por ende, descuidamos las fincas, entonces se quebraron, lo que nos afectó profundamente pues basábamos nuestra alimentación en lo que sembrábamos. También criábamos animales como gallinas y cerdos. Teníamos vacas, pero esto acabó.
Crecí en ese territorio con esas costumbres, las de intercambiar hasta altas horas de la noche. La hora de acostarse era a las once, cuando mi abuelo decía: “bueno, cada uno para su casa que mañana tenemos que madrugar”. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana a rajar leña, trillar y moler café para prepararle a mi abuelo, quien solo disfrutaba el café cogido de la mata y recién molido. Tampoco le podían faltar las arepas. Mi mamá tuvo varios maridos y con ellos todos sus hijos. En mi caso, soy hija única de mi mamá y de mi papá, pero cada uno de ellos tiene su propia familia. Es así como tengo once hermanos siendo yo la hija mayor de mi papá, pero la tercera de mi mamá. Por parte de mi mamá tengo dos hermanas, por parte de mi papá somos bastantes. Me crié con los hijos de mi mamá. La relación con los hermanos paternos vino a darse ahora en edad adulta pese a que vivíamos en la misma vereda.
De niña fui muy traviesa, hiperactiva, no le obedecía a mi mamá, solo a mis abuelos y tíos, por lo tanto, recibí mucho látigo. Ahora lo entiendo, estaba buscando mi camino. Me ha gustado moverme, hacer cosas importantes en la vida, es por lo que ahora estoy aquí.
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Crecí escuchando cuentos de brujas, espantos, fantasmas, espíritus. No hace mucho escribí un artículo para El Espectador que titulé: “Hasta los espantos se fueron”. Con mis primos jugábamos a apartar los terneros de las vacas y nos premiaban con la nata de la leche cuando hervía. Recuerdo que mis primos comentaban sobre mi gusto por la comida, porque siempre tenía buena disposición para comer lo que ofrecieran.
Doy gracias a la vida por haberme permitido crecer con mi familia extendida, con mi comunidad en territorio olvidado, pero lleno de alegría, amor, respeto por la vida, por lo que somos, por la historia de nuestro pueblo, por nuestros orígenes.
Academia
Una parte de mi primaria la estudié en la escuela de la comunidad de la vereda de Yolombó. Asahel Balanta, esposo de una de mis tías, fue mi profesor y luego fue el de mis dos hijos. También me enseñaron Edgar Gonzales y Yolanda Mosquera. Ellos incidieron mucho en mí.
Cuando mi abuelo falleció, mi mamá se fue a vivir a otro pueblo. Fui con ella, pero no me amañé, así que regresé a mi comunidad. En ese entre tanto, estudié en la escuela del municipio donde tomé clases con Herminia, su rectora, y de quien aprendí mucho. Algunos de mis profesores me han dicho: “me siento orgulloso de usted”.
Si bien no renegué del estudio, para los niños de mi comunidad no fue fácil: la escuela era retirada (hora y media subiendo montaña y cuarenta minutos caminando a regreso y sin comer nada), calzábamos zapatos rotos, el clima no siempre ayudaba. Muchas veces llegábamos y no encontrábamos comida, así que debíamos prepararla, aunque preferíamos subirnos a los mangos a comer fruta o la que estuviera en cosecha. Recuerdo los zapotes, cualquier cosa con tal de no ir hasta la mina donde se encontraba mi mamá, pues implicaba más tiempo de caminata. Para la noche, éramos nosotros quienes preparábamos la comida, especialmente caldos, pues las mamás llegaban muy cansadas.
Una vez terminada mi primaria, mi mamá me dijo que no tenía condiciones para seguirme pagando estudio. Así fue como una de mis tías me invitó a trabajar en la mina. Producto de este trabajo fui reuniendo oro suficiente para comprarme el uniforme, los libros y pagar la matrícula del bachillerato. Pero mi mamá no quiso matricularme, ella insistía en que yo debía trabajar. Por fortuna, mi abuela me dijo que me matriculara. Así lo hice. A los niños que viven en las zonas rurales no los incentivan a estudiar, muchísimo menos a leer, por lo mismo digo con honestidad que no me gustaba la lectura, me producía sueño. Fueron mis tíos quienes con látigo me hacieron estudiar. Si bien quise hacerlo, preferí la danza, el teatro. Entonces me decían: “para la lectura no, pero para la danza sí estás lista”. He de decir que nunca fui mala estudiante, los resultados se me daban.
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Sueños infantiles
Soñaba con ser cantante famosa. Todas las niñas queríamos encontrar nuestro príncipe azul para que nos sacara del lugar y nos llevara a vivir las historias que presentaban en la televisión. Esa era nuestra ilusión, superar los problemas de falta de servicios públicos, de estudio, de oportunidades. Así que pensaba en “un magnate que nos sacara a vivir sabroso”. También pensaba: “yo no quiero un hombre negro”. Teníamos esos estereotipos cuando escuchábamos todo el tiempo a la gente decirnos: “ustedes son descendientes de esclavos. Vienen de África, un lugar miserable con niños vestidos de moscas”. Hoy respondería: “provenimos de seres humanos maravillosos que han ayudado a sostener la humanidad, que han cuidado la vida. Son las élites quienes han explotado y esclavizado a nuestra población. No tengo por qué sentir vergüenza de mi cabello, por ejemplo. Ahora estoy en otra lógica, en otra historia”.
En esa medida me fui reconociendo como mujer negra. Carlos Rosero fue la primera persona a quien escuché hablar con orgullo de nuestra raza. Escucharlo decir que éramos hermosos, me cambió. En mi infancia escuchaba a las mujeres: “Conseguí un blanco para mejorar la raza”. Hoy me pregunto: “¿Eso qué significa?”. Para mi tesis de universidad, leí textos históricos sobre el racismo en Colombia. Se trataba de debates referidos a la degeneración de la raza que se dio en los años veinte. López de Mesa decía algo como: “El progreso de este país no avanza por la gente negra, por la gente indígena, por lo mismo, hay que blanquear la raza”. Cuando ahora escucho a Vargas Lleras decir que los negros y los indígenas son obstáculo para el desarrollo, me devuelve a ese planteamiento enclaustrado en términos de una concepción absurda de Estado-Nación.
Cuentan la anécdota de Laureano Gómez, quien después de sobrevolar el Caribe en avioneta, dijo que no había visto vida civilizada alguna, solo a unos negros y a unos indígenas.
A mayor claridad de la piel, mayor aceptación social. Si mi hijo nace más clarito, no tendrá que vivir el racismo que yo he vivido. Antes creía en aquello de que había que mejorar la raza, conseguir un hombre blanco para lograrlo. Creía que nuestra raza era inferior y despreciable de alguna manera. Cuando nació mi hermana, hija de un hombre blanco, a mi mamá le dijeron: “Usted empezó bien y se devolvió del camino”.
Para mí ha sido doloroso escuchar a la gente decir que no puedo ser presidenta porque, según ellos, no tengo capacidad de gobernar. Para la gente esa incapacidad tiene un origen colonial al considerar que los negros no reflexionamos. Nos percibieron como animales y no como seres humanos. Lo que está de fondo es un estereotipo preestablecido.
Soy parte de una comunidad a la que ni siquiera le permitieron pensar en disputarse el espacio de representatividad en el Estado.
Ser mujer negra con aspiraciones políticas es toda una carga en nuestro país.
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