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Friedrich Nietzsche: de la desesperación del desamor al origen del Zaratustra

El final de la relación de amores truncados entre Friedrich Nietzsche y Lou Salomé estuvo enmarcado por el surgimiento de Zaratustra, el personaje de una de las obras emblemáticas del filósofo alemán. Presentamos la cuarta y última entrega sobre la amistad entre estos dos personajes, dentro de la serie “Desencuentros”.

Fernando Araújo Vélez

19 de mayo de 2025 - 01:03 p. m.
Cuarta y última entrega de la serie "Desencuentros" sobre la relación de Nietzsche y Lou Salomé.
Foto: Getty Images
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Antes del último adiós, del rompimiento definitivo, Friedrich Nietzsche esperaba que su discípula, amiga, compañera y quimérica amante o novia, Lou Salomé, se convirtiera en la primera poseedora de sus grandes secretos, la creación de Zaratustra, y su teoría sobre el eterno retorno. Luego de las tres semanas que habían vivido en Tautenburg, plagadas de charlas, correcciones, dudas, conocimiento y velado amor, se habían distanciado. Él se había ido a Santa Margherita, Génova, y ella, a Berlín. Antes de su despedida, habían acordado volver a verse en París, con Paul Rée y con quienes quisieran, pero el plan se frustró, en palabras de Salomé, por la muerte del escritor Iván Turgueniev. La realidad era que ella había vuelto a desesperarse con Nietzsche, quien le rogaba que le rogara que no se arrepintiera de ir a París.

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En los círculos intelectuales berlineses a Lou Salomé le decían “excelencia”, por el título que había heredado de su padre. A ella le agradaba, pues tomaba distancia de la gente, entre otras razones. Como lo explicó Werner Ross, “Una vez más, se trataba de personas que más adelante iban a ser célebres: el psicólogo Ebbinghaus y el filósofo y sociólogo Ferdinad Tönnies. De su largo y silencioso trabajo realizado en las alturas de la Selva Negra, descendió el filósofo Ludwig Haller al círculo de Berlín y permitió que Lou y sus acompañantes participaran de sus ‘victorias y preocupaciones metafísicas’. Tras preparar para la imprenta su obra ‘En resumidas cuentas’, parece que durante su travesía a Escandinavia se lanzó voluntariamente al mar, para lo que había tenido ‘motivaciones extremadamente místicas’, según nos informa Lou”.

El tiempo que vivió Salomé después de sus veinte días con Nietzsche fue esclarecedor y trágico. “Ella no necesitaba a Nietzsche. Poco a poco, iba tomando distancia con respecto a Rée. Pero Nietzsche la necesitaba a ella. Nunca estuvo tan cerca de la desesperación, del suicidio, de la locura como en el invierno que siguió a su despedida. Rée no sobrevivió mucho tiempo a su separación de Lou. Después de que su libro sobre la conciencia no lograra ningún éxito, estudió medicina, practicó un poco en la finca de su hermano y viajó a continuación a Celerina, en Engadina, donde pasó con Lou las más hermosas vacaciones de verano. ‘En las montañas que rodeaban a Celerina, Paul Rée tuvo un accidente mortal provocado por una caída’, escribió Lou. Esta vez no había mística en juego, como en el caso del profesor Haller, sino sólo añoranza y recuerdos”.

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Las palabras de Werner Ross en su biografía “Nietzsche. El águila angustiada”, resumieron el final de su relación con tres hombres que la habían marcado, y a los que ella había marcado. Las tres terminaron en tragedia. La de Haller, en 1882 y la de Rée, en 1901. La de Nietzsche aún tendría algunos capítulos epistolares. En la carta que generó el rompimiento, él le dijo que ella tenía que “inaugurar con él la era venidera, la gran cronología nueva. Aquel “tenía” fue la última palabra de su misiva, y precisamente aquel “tenía” era lo que ella no quería escuchar. Le respondió con toda su fortaleza que la perdonara, pero que no iba a darle ningún tipo de reparación de honor. No habría ningún vínculo de las almas, le dijo, o eso fue lo que dedujeron los biógrafos de ambos. Para Ross, “ella se defendió y le atacó”.

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Pese a que la respuesta de Salomé lo desequilibró, lo primero que hizo Nietzsche al recibirla fue elaborar una lista con algunas de las principales características que había percibido de aquella mujer a la que calificó como no fiable. Algunas de ellas eran: “Carácter de gata -de animal de rapiña que se presenta a sí misma como doméstico…”, astuta y llena de autodominio con respecto a la sensualidad masculina”, “sensualidad espantosamente reprimida”, “sin corazón e incapaz de amar”, “en lo afectivo, siempre enfermiza y próxima a la locura”, “sin agradecimiento, sin pudor frente a su benefactor”, “infiel y abandonada a cada persona en relación con cualquier otra…” “sin pudor en el pensamiento, siempre desnuda contra ella misma”, “violenta en lo particular”, “pequeña colegiala vengativa”.

En otras hojas de borrador, escribió “Mi querida Lou. ¡Tenga cuidado! ¡Si ahora la rechazo de mi lado, esto supondrá una terrible censura para toso su ser! Usted ha tenido que ver con la persona más indulgente y bienintencionada que ha podido encontrar: pero dése cuenta de que contra todos esos pequeños gestos de egoísmo y de posesión no necesito ningún otro argumento que el asco”. Estaba postrado, y más que eso, hasta deliraba. Decía que todas las mañanas, apenas se levantaba, ya estaba desesperado por saber cómo iba a sobrevivir al día, que no dormía casi y que de nada le servían sus caminatas de ocho horas diarias. “¡De dónde me vienen estos violentos afectos!”, se preguntaba, y después informaba que iba a tomar opio hasta perder la razón.

A su amigo Franz Overbeck le admitió que “la contemplación del cañón de una pistola le resultaba francamente agradable”, como lo reseñó Werner Ross, unas líneas después de afirmar que Nietzsche escribía sus propias recetas médicas, y que conseguía las medicinas que quería haciéndose amigo de uno que otro boticario “benevolente u ocupado”, que acababa por venderle los fármacos que le solicitaba. Por fin, a mediados de diciembre, decidió escribirles una carta a Salomé y a Rée cuyas palabras iniciales eran “No os inquietéis demasiado por mis arranques de ‘delirio de grandeza’ ni por mi ‘orgullo herido’”. Más adelante, decía, “Ponderen ustedes dos que, finalmente, no soy sino un medio loco afectado de dolores de cabeza a quien su larga soledad ha perturbado por completo”.

En agosto de 1883, un mes después de toda aquella andanada de cartas enviadas y por enviar, de opio, fármacos y demás, le admitió a Peter Gast que el “el curiosos peligro de este verano se llama para mí -tratando de no evitar la maliciosa palabra- locura, y al igual que el pasado invierno llegué, contra todo pronóstico, a una verdadera fiebre nerviosa…, también podría suceder eso que, por mi parte, nunca creí que pudiera afectarme a mí: que mi razón se confunda”. Durante el verano de 1882, al final de “La gaya ciencia”, ya había anunciado el surgimiento de Zaratustra. Decía: “Cuando Zaratustra hubo cumplido 30 años, abandonó su patria y el largo de Urmi y se dirigió a las montañas”. En “Ecce homo”, cinco años más tarde, escribió sobre el origen de su Zaratustra.

Explicó allí que había pasado el invierno del 82/83 en Rapallo, cerca de Génova. “Mi salud no estaba en su mejor momento: el invierno era frío y llovía mucho más de lo habitual: un pequeño albergue, situado justo delante del mar, hasta tal punto que por la noche el oleaje impedía conciliar el sueño, me ofrecía en casi todos sus aspectos lo contrario de lo que hubiera deseado. A pesar de ello, y en demostración de mis palabras de que todo lo decisivo sucede 2a pesar de algo’, fue en este invierno y bajo circunstancias tan adversas cuando nació mi Zaratustra- -Por la mañana ascendí a las alturas hacia el sur por la maravillosa carretera que lleva a Zoagli, recorriendo bosques de pinos y contemplando la mar desde lo lejos; por la arde, siempre que mi salud lo permitía, rodeaba toda la bahía desde Santa Margherita hasta Portofino… Fue en estos dos caminos donde se me ocurrió todo el primer Zaratustra, pero sobre todo el Zaratustra propiamente dicho, como tipo: mejor dicho, fue él quien me atacó a mí…”.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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