Pueblo pequeño, teatro grande
Un niño, de la mano de su abuelo, en un pequeño pueblo de la zona bananera del Magdalena, va por primera vez al cine. Se trata de un teatro a cielo abierto, a cuya función convoca una banda de músicos. Allí el niño se asombra ante la magia del cine y sus historias de vaqueros, de vampiros, de tarzán. Antonio Daconte hizo posible ese espectáculo de ilusión con el teatro Olimpia, en la pequeña Aracataca de los años treinta del siglo pasado. Este es el origen remoto de la relación de García Márquez y el cine. He aquí una postal de aquellas amplias salas de proyección de los apartados pueblos de Aracataca y de Sucre, a las que el nobel colombiano rinde tributo en sus afamadas novelas.
Memorias del teatro perduran en los actuales habitantes de Aracataca. El exdirector de la Casa Museo y actual director de la biblioteca pública municipal Remedios la Bella, Ancizar Vergara, la maestra y coordinadora en la IED John F. Kennedy, Nubia Visbal, y los esposos Andrea Aarón y Dairo Barreto recuerdan que de niños iban a cine después de cumplir con sus oficios, los sábados, a la función vespertina de las 7 p.m. Para los adultos estaba la función nocturna, a las nueve o diez de la noche. Las cintas se traían de Barranquilla y predominaba el cine mexicano. Para semana santa no faltaba el cine religioso. Por supuesto que las historias de santos y mártires eran aptas para toda la familia, pero los dramas amorosos y políticos debían declarar su clasificación. Esta venía anunciada en los carteles publicitarios de la película y, como refuerzo a lo anterior, durante la homilía se advertía qué público podría asistir.
En su despacho de la biblioteca, el profesor Ancizar recuerda entre sonrisas que los inobservantes de la censura eran llamados al orden desde el púlpito. Lo escucho con atención al tiempo que noto en un estante la Colección Dorada de Autores del Magdalena. Con extrema amabilidad el profesor Ancizar me alcanza los títulos Migrantes y Blacamanes en la zona bananera y El misterio de los Buendía, y me recomienda su lectura. Su relato continúa rememorando que su padre trabajó en el teatro. Cuenta, con cierta picardía, que cuando la cinta se reventaba en medio de la proyección, las rechiflas no se hacían esperar. Las protestas de los asistentes incluían algún “madrazo” al operario.
Hace muchas décadas que el teatro Olimpia, escrito con “i” latina en la fachada y con “y” griega en Vivir para contarla, no funciona como sala de proyecciones. Los esposos Barreto Aarón, vecinos del comisariato de la extinta United Fruit Co, quienes me dan probar el cayeye, recuerdan que la temporada de carnavales convertía las locaciones del Olimpia y de la Pioner en pistas de baile. Se instalaban casetas y se traían conjuntos como Juan Piña, el Binomio de Oro, Checo Acosta, Jorge Oñate y otras figuras de este talante. Los carnavales solo tomaban cuatro días, para aprovechar el resto del año se inauguró una gallera, de paso fugaz. Otro proyecto del que fue sede el Olimpia –evocan la maestra Nubia Visbal y su hija Fiorella Marín, también profesora en Aracataca– es la emisora del pueblo Macondo Stereo, la radio nobel de Colombia. Hoy en día se le sintoniza en la región en FM a la frecuencia de los 103.4 Mhz.
En la actualidad, la parte superior de la fachada blanca y con letras azules anuncia “Teatro Olimpia” –escrito con mayúsculas sostenidas y en letras sin serifas–. El inmueble, dada su proximidad a la Calle de los Turcos, se le destina al comercio, pues, como se cuenta en Cien años de soledad, la actividad ferial y pantagruélica de la pujanza de Macondo tiene lugar en esa calle. El Teatro Olimpia se divide en dos locales: uno dedicado a la venta de motos y el otro es una panadería. El olor a pan fresco es una invitación para los nostálgicos visitantes. Se debe cruzar la panadería a través de pasillos estrechos de mesas, vitrinas, bandejas, masas y hornos, hasta alcanzar la otrora sala de proyecciones. El silencio del grandísimo solar interior contrasta con el gran barrullo de la animada vida comercial de la calle.
A la izquierda se ve el gigantesco muro pintado de blanco, con recuadro escarlata, azotado por el inclemente sol sabanero. A la derecha, existe apenas, en el descuido del tiempo, una pequeña construcción de dos pisos. En el segundo nivel, tres parejas de diminutas ventanas llaman la atención. Es el cuarto de proyecciones, desde donde operaba el padre de Ancizar, y lograba que la luz originada ahí recorriera el inmenso solar y proyectara en el muro muertes sentidas de actores ingratos, que muy caprichosos ellos reviven en otros personajes a la siguiente función, despertando por ello el enojo de los asistentes. Tal es la contrariedad que genera el teatro de ilusiones de Bruno Crespi en los macondianos de Cien años de soledad.
Ahí estoy hoy, a mediodía, casi un siglo después, en el mismo teatro al que asistió maravillado el niño Gabito con su abuelo. A esta hora del día, para mi infortunio, no rondan los vampiros. Solo me queda hacer el esfuerzo imaginativo de ver un niño fascinado, con la boca y los ojos muy abiertos, ante los asaltos de vaqueros. Después de la función, salgo detrás de ellos para La Casa. Ahí el coronel Nicolás Ricardo Márquez, le hace relatar al niño la película. El abuelo, como si fuera un director, le ayuda a subsanar los olvidos o a recomponer los episodios intrincados. Esa es quizás la génesis del deleite de consumir historias y del talento de recontarlas, que a mediano plazo se plasma en “Bobadas mías” –el trabajo creativo de García Márquez en los primeros cursos del bachillerato, en Barranquilla–.
Tras la muerte del abuelo Papalelo, la familia García Márquez se radica en Sucre, un par de años atrás lo había hecho en Sincé, para montar una botica. Allá, de manera intermitente, Gabito vive su adolescencia, de 1939 a 1951. Se dice que su visita de 1949 fue determinante para las historias de Mamá Grande (María Amalia Sampayo de Álvarez) y de Pilar Ternera y Cándida Eréndira (Orfelina Segunda Gutiérrez).
En este sentido, el profesor Isidro Álvarez Jaraba, con su collar de chaquiras en el que se lee “pata de agua”, me comenta que la geografía cultural del pequeño Sucre y la depresión momposina es la cuna de La hojarasca, La mala hora y del personaje Dámaso, de “Este pueblo no hay ladrones”, perteneciente a Los funerales de la mamá grande. Incluso, una obra medianera como Crónica de una muerte anunciada (1981) tiene origen en el conflicto familiar del cobro de honor a Cayetano Gentile Chimento acontecido en 1951 en la plaza central de Sucre.
La Mojana, país de las aguas –como lo llama el profe Isidro–, además de presentarle a García Márquez personajes y eventos como su iniciación sexual, es vital para la cosmología de su proyecto creativo. García Márquez no necesitó vivir de asiento en Sucre para percibir un nuevo orden de la realidad. De manera que, la marquesita de La Sierpe le revela un origen legendario del mundo. El intelectual local “pata de agua” me asombra de buena manera con estas palabras: “La marquesita es en rigor una cosmogonía femenina sincrética de una deidad local fusionada con la señora virgen europea. Tal madre creadora funda un universo regido por lógicas no occidentales ni modernas, como el curar a la distancia”.
Al escucharlo, las primeras crónicas de García Márquez sobre la mojana resuenan en mi mente. La travesía para llegar a la Sierpe, se lee en esas crónicas juveniles, es un pasaje a un mundo mítico. Con mi viejo tomo de Crónicas y reportajes, que publicó Oveja Negra con letras diminutas, emprendo el viaje por tierra hasta Magangué, la cuna de Mercedes Barcha. No pretendo replicar la misma travesía relatada en “La Marquesita de La Sierpe”, pues las incomodidades de mitad de siglo no se pueden copiar hoy. En el puerto de Magangué se embarca en el gran río Magdalena, se toma el río San Jorge y, habiendo navegado ciénagas indistintas entre sí, se enruta por el caño La Mojana hasta alcanzar Sucre, un pueblo sin carros. El desembarcadero es la recepción al parque lineal. Este se encuentra custodiado por la escultura guardiana de La Mojana. Adornada esta con elementos alegóricos presentes en la crónica de la Marquesita. Al extremo del parque lineal se encuentran bellos trabajos de cerámicas alusivas al nobel.
La plaza principal del pequeño Sucre es un triángulo invertido que da la sensación al visitante de apertura, de bienvenida. Bogadores en sus chalupas son esculturas que apuntan al caño y enmarcan una pequeña plaza. Los temporales y sus inundaciones producen la magia de que las esculturas literalmente remen. Sigue la iglesia, el edificio predominante del entorno. Esta se encuentra custodiada, al fondo, a cada costado, por un par de extintos teatros, el Sucre y el Colombia.
Este último, pintado en tono palo de rosa con cenefas en amarillo tostado, presta su andén a vendedores ambulantes de pescado fresco. Dos locales, en blanco para independizarse del rosa, a lado y lado de la entrada principal, coronada con un balcón, ofrecen variados productos. Uno se especializa en eléctricos: lámparas led, tomacorrientes, breakers, etc., incluido un par de balones de fútbol que cuelgan junto a codos de PVC; el otro local promete alimento concentrado para pollos, cerdos, peces… (los puntos suspensivos están en el anuncio). Como si fuera poco, se promete que “además aquí podrás adquirir pollitos de engorde” y se muestra a un cerdo sonriente. Ante la inmensa variedad de artículos se echa de menos que ninguno de los locales ofrezca películas, así fueran pirateadas, como vestigio de la antigua actividad de la sala de proyecciones.
La casa donde funcionaba el teatro Sucre es más atrevida: su fachada ostenta un azul parecido al jabón en barra Elefante, y delgados ribetes blancos resaltan el celeste saponáceo. La edificación tiene dispuesto un local comercial de ferretería y pinturas, las muestras de los colores se exhiben en la fachada con círculos de distintos tamaños. Adentro, en tiempos del adolescente García Márquez, la sala tenía una parte techada y la otra no, la cubierta determinaba el costo de la boletería; algo equivalente a la silletería preferencia y la general de la actualidad. La entrada principal, menos imponente que la del teatro Colombia, también está coronada con un balcón.
El balcón del teatro Sucre tiene la peculiaridad de haber sido la tribuna desde donde, ya entrada la noche del 9 de abril de 1948, el operario del cine anunció a grito herido la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. El profe Isidro, emparentado en laberintos de consanguinidad con la mamá grande María Amalia, cuenta que ese grito fue un verdadero acto político en un pueblo que había decido el silencio conservador por temor a las revueltas liberales que ya proliferaban por todo el país.
La vecindad de los teatros Colombia y Sucre con la iglesia facilitaba la auditoria del cura de turno a las exhibiciones. El número de campanadas indicaba la clasificación de la película: infantil, familiar, adultos, etc. Los dos teatros son signo de la vitalidad comercial del pueblo. Tanto así que cada domingo era ocasión de un gran mercado ferial a la que asistían campesinos, pescadores, ganaderos, cachivacheros y, por supuesto, curanderos y hechiceros. Así ha quedado representada la feria en películas como Un señor muy viejo con unas alas enormes, de Fernando Birri.
Dos pequeños pueblos, Aracataca y Sucre, con una vigorosa actividad cinematográfica, según capacidad de asistencia: 200 personas para el primero y unas 300 combinadas en las dos salas del segundo, son parte central de la formación cultural y estética del gusto de García Márquez por el cine. En este sentido, la costumbre familiar de reconstruir películas en la mesa para disfrute de los abuelos y las tías decanta en las columnas sobre cine del joven periodista. Ricardo Chica, decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Cartagena, sostiene que las columnas tempranas de García Márquez son el escenario en el que el incipiente escritor conjuga su faceta de espectador y de comentarista. Por todo lo anterior, es innegable la fortuna que ofrecen a un niño inquieto los teatros grandes en pueblos pequeños.
“Tempestades a bordo de una bañera”
Sigo tras los pasos de Gabito y el cine, y encuentro que no vive de plano en el pequeño pueblo de Sucre, en La Mojana. Quizás la relación erosionada con el padre sumado a las dificultades económicas de una familia que no paraba de crecer fueran la causa. Gabriel llega a Zipaquirá, a estudiar al Liceo Nacional de Varones, a inicios de 1943. Hasta su graduación de bachiller en 1946, viaja en las vacaciones al recóndito Sucre. Esta doble influencia de la costa y el páramo alimenta las iniciáticas creaciones literarias de Javier Garcés, primer seudónimo de García Márquez. Al siguiente año, 1947, emprende estudios de Derecho en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá.
La noticia del magnicidio de Gaitán en la capital del país resuena en el balcón del teatro Sucre, en el pueblo mojanero homónimo. El Bogotazo es la causa de su salida de la “Nacho”. Sin embargo, antes de esa precisa coyuntura nacional se sabe que el segundo semestre universitario de García Márquez no fue el más plausible, pues, reprueba las materias “por fallas” o porque “no se presentó” –le documenta Alonso Aristizábal a Jacques Gilard–. Por esa doble razón García Márquez continúa Derecho en la Universidad de Cartagena como consta en la ficha de inscripción del 17 junio de 1948, que se exhibe en el pequeño museo del Claustro de La Merced. Llama la atención que en esa ficha García Márquez firma como oriundo de Sucre (del entonces departamento de Bolívar, actual departamento de Sucre) y no de Aracataca.
En esa época Cartagena estrena un diario liberal: El Universal. Ahí trabaja el joven periodista cataquero y publica sus primeras notas de prensa, 38 en total, en la columna “Punto y aparte” (en un primer periodo que va desde el 21 de mayo hasta el 7 de octubre de 1949), firmadas con su nombre de pila completo o con las iniciales G.G.M. Salta a la vista que el compromiso con el diario es inversamente proporcional con el rendimiento académico en el claustro de San Agustín. Pronto, Alfonso Fuenmayor anuncia en El Heraldo la llegada de García Márquez al periódico de Barranquilla. El 5 de enero de 1950, el joven periodista publica su primera nota, y estrena su seudónimo Septimus, que toma de Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf.
El profesor Ricardo Chica –mientras firma diplomas en su oficina de la Universidad de Cartagena– me dice que la relación estrecha de García Márquez y el cine hace presencia en las columnas más tempranas del joven periodista. En atención a ese comentario, repaso su obra periodística (al cuidado de Jacques Gilard), en particular el primer tomo, donde encuentro dos tipos de notas de prensa determinantes. La primera, en El Universal de Cartagena, con fecha del 23 de septiembre de 1948, se relaciona con la formación del gusto estético; la segunda, en El Heraldo, con fecha del 10 de abril de 1950 (y las subsiguientes del mismo tipo), plantea consideraciones capitales sobre la adaptación cinematográfica de textos literarios.
La primera nota es el primer apunte sobre cine en su obra periodística. Se titula “El cine norteamericano” y recuenta la tensión entre Chaplin y la industria cinematográfica hollywoodense. Los críticos del entonces descalifican la película Monsieur Verdoux (1947) y el actor sostiene que ni Hollywood ni Estados Unidos han aportado nada valioso a la cinematografía. García Márquez toma partido a favor de Chaplin. Su argumento radica en que el cine norteamericano sobre todo se interesa por el recaudo de taquilla, y el efecto colateral ha sido formar un público de mal gusto: “Si desde un principio se hubiera prescindido de ese arsenal de procedimientos aparatosos, de tempestades a bordo de una bañera” –se lee en la nota– “la gran masa popular de hoy haría delirar la galería frente a Orson Welles, y rompería la silletería frente a un payaso ridículo como Frankenstein”.
La segunda nota, “Sangre negra en el cine”, aborda la adaptación de la novela Native Son (Sangre negra), de Richard Wright, protagonizada por el mismo escritor, quien además hace la adaptación y el guion cinematográfico en conjunto con el director, Pierre Chenal. Esta columna aparece en la sección titulada La Jirafa, nombre que hace honores a Mercedes Barcha. Hay en ella consideraciones sobre la adaptación cinematográfica en términos de aciertos o torpezas debido a cuánta independencia o no se alcanza en los audiovisuale. La adaptación como una tendencia merece una revisión pausada y –agrego yo, abrochándome la distancia temporal– amerita cuestionar si se trata de una estrategia de marketing como las series producidas por poderosas plataformas de streaming que, en el 2024, se disputan las representaciones del realismo mágico, tal es caso de HBO con Como agua para chocolate y Netflix con Cien años de soledad.
Otra consideración muy valiosa de la columna es la influencia que recibe el género literario de las formas narrativas fílmicas. Las novelas del cuarenta ya eran percibidas por el joven cinéfilo como “muy cinematográficas”, y la subsecuente adaptación pareciese ser la etapa advertida. Para la muestra se tiene la mencionada Native Son: “La sucesión de los hechos, la movilización y distribución de los personajes, el ritmo ascendente del relato hasta cuando sobreviene la tragedia y se asiste a la fuga espectacular de Bigger por las oscuras azoteas del barrio negro” –escribe García Márquez, en abril de 1950– “son tratados por el autor con un criterio puramente cinematográfico”.
“Sangre negra en el cine” tiene el valor fundacional de ser la primera nota de prensa publicada por García Márquez dedicada a cuestiones exclusivas de la adaptación cinematográfica. Con lo cual se anticipa a –según Gilard– esa suerte de género inaugurado por García Márquez en Colombia que es la crítica cinematográfica de la serie “El cine en Bogotá”. En esta serie se reseñan los estrenos llegados a la ciudad. No invito al lector de esta crónica mía a releer las columnas de El Espectador, iniciada en febrero de 1954, porque tienen más organicidad por parte del escritor y mayor cubrimiento de parte de la crítica, según se lee en la página geografiavirtual.com de Julián David Correa. Prefiero visitar el momento fundacional de dos Jirafas dedicadas a las adaptaciones cinematográficas, pertenecientes a El Heraldo: “El retrato de Jennie” (27 de junio de 1950) y “El maestro Faulkner en el cine” (12 julio de 1950).
La importancia de este par de Jirafas es la apertura de un naciente escritor a las posibilidades creativas de la adaptación. El punto de partida de García Márquez, perdón, de Septimus, es que el debate de la (supuesta) superioridad de la literatura sobre el cine acarrea una intraducibilidad de lenguajes. Tal debate no ha conducido a “ninguna conclusión precisa” –se podría decir que ni entonces ni ahora–. Por otra parte, provocador, el columnista abre la consideración de aquellas adaptaciones cinematográficas que han igualado o superado al texto literario. Estos son los casos de [Portrait of] Jennie, de William Dieterle (1948), basada en la novela homónima de Robert Nathan (1940), y de The Red Pony, de Lewis Milestone (1949), basada en una novela de John Steinbeck (1937), cuya adaptación realizó el mismo escritor. García Márquez asevera que “En el cine quedó mejor desarrollada la idea del autor”. Su afirmación la sustenta en que esas adaptaciones tienen “mejor logrado el ambiente y más humanos los personajes, sin que se haya desaprovechado ni desfigurado el sabor esencial de la novela”.
La adaptación cinematográfica no debe ser mimética ni debe desconocer el proyecto poético del escritor literario. En este sentido, Intruder in the Dust, de Faulkner (1948), le agrega una dificultad a la adaptación cinematográfica. Un escollo en apariencia insalvable, a raíz de una gramática, lógica y universo muy particulares. Es el guionista, en su oficio, y no el género cinematográfico –sostiene Septimus en La Jirafa “El maestro Faulkner en el cine”–, quien tiene la tarea de solventar el reto de la adaptación imposible, porque la dificultad es para los escritores de cine: “No para el cine: para los libretistas”. En resumen, la virtud de la adaptación homónima, de Clarence Brown (1950), estriba en que “Nada que no sea esencialmente maestrofaulkneriano interviene en esta película”. Una de las soluciones más atrevidas, “experimentos” las llama quien todavía estaba lejos de ser el nobel colombiano de literatura, es suprimir la música y en su lugar introducir ruidos, lo que resulta orgánico con el texto literario y connatural del lenguaje cinematográfico. Esos ruidos “van sonándoles a los personajes dentro de los huesos”.
Esta lectura optimista de la adaptación, de seguro, va a ser determinante, una década después, cuando García Márquez se radique en México en busca de ese trabajo en las penumbras del escritor para cine. Vivir del oficio de guionista no es sencillo. Por fortuna, en el país azteca va a recibir –como recuerda el maestro Gonzalo Restrepo, mientras compartimos un par de capuccinos con muffins en Santa Marta– el apoyo de Manuel Barbachano Ponce. En la década de 1960, Barbachano, en tanto productor, quiere llevar El gallo de oro, de Juan Rulfo, al cine. Encomendarle esta tarea a García Márquez es ayudar al colombiano a cumplir su sueño.
El universo narrativo de Rulfo es tan particular y profundo, que presenta dificultades equivalentes a las del guionista Ben Maddow ante Intruder in the Dust. La adaptación de El gallo de oro fue bien ejecutada, pero “sonaba” muy colombiana. Por ello, se le invitó a los mexicanos Carlos Fuentes y Roberto Gavaldón –este último es además el director del filme– a conservar ese ambiente social y natural tan original del México rural. El público contemporáneo al estreno, exigente con la adaptación, se siente inconforme por la dificultad de trasladar la muy particular atmósfera rulfiana. La distancia histórica ha permitido revisitar la cinta con ojos renovados: el maestro Gonzalo resalta sus valores, por ejemplo, el desafío de los patriarcas podría derivar en convencionales tópicos melodramáticos; al contrario de ello, es representado en la adaptación de manera realista. Esto es una fortaleza porque “a García Márquez guionista le va mejor como neorrealista italiano” –me explica el maestro Gonzalo– “por lo cronista”.
Breve paréntesis: al tiempo de este proyecto, García Márquez se encuentra escribiendo su primer guion originalmente cinematográfico, es decir, no una adaptación. Al inicio se llamó El charro, cuya primera versión, escrita en solo cinco días, data de 1963. Luego, con la colaboración para los diálogos de Carlos Fuentes, se transforma en Tiempo de morir, dirigido por Arturo Ripstein (1966). Fin del paréntesis.
El gran reto de las adaptaciones cinematográficas de grandes obras literarias es, en opinión de Septimus, eludir a toda costa verter grandes temporales en pequeñas bañeras. Eso que García Márquez denomina “grandilocuencia. En este sentido, me dice el maestro José Urbano en su cueva dedicada al cine en Cali, mientras esperamos al mayor gabólogo del barrio San Fernando, el periodista Fernando Jaramillo, que la virtud cinematográfica de toda adaptación radica en constituirse en “desadaptaciones”. “Las mejores adaptaciones” –continúa el maestro Urbano– “no son de las grandes obras, sino de las obras pequeñas o de fragmentos”. ¿Y esto por qué? El García Márquez tallerista de guion, en Cuba, respondería: porque se le hace menos venia al texto y al autor.
Las columnas de prensa aquí presentadas pueden ser una importante guía de lectura y abordaje a la “otra” gran obra de García Márquez: su faceta como escritor para cine. García Márquez guionista colaboró en cerca de una veintena de largometrajes y mediometrajes, series de televisión, cine para televisión, adaptaciones de obras literarias ajenas y propias, argumentos cinematográficos y talleres de guion.
Detrás de un árbol, como un Florentino Ariza divisa los ojos almendrados de Fermina Daza, pero yo sin un violín, me despido a lo lejos de ese pequeño apodado Gabito, quien de la mano de su abuelo asiste en el inmenso teatro de Aracataca a las películas de vaqueros con sus estaciones de trenes semejantes a las que trajo la compañía bananera. Luego, con Papalelo pasado a mejor vida, el adolescente se gana el permiso del estricto y desfinanciado padre de ir a la matiné dominical del teatro Colombia, en el Sucre mojanero. Este es el breve Bildungsroman de Javier Garcés, de G.G.M., de Septimus, de un cinéfilo que también se convertirá en guionista y descubrirá que es un oficio tan solitario como el del operario de los carretes que cuando se revienta la cinta el público le mientan a la progenitora.
Ambos, guionista y operario, están en la penumbra y hacen que la máquina de ilusiones sea posible. Uno y otro, en silencio, asisten a la decisión final del director. Porque la película, aunque sea un proyecto colectivo, en últimas cuentas, es del director. Esto les inculca el ya consagrado nobel de literatura a los nuevos jóvenes cargados de sueños que asisten a los talleres de guion en el más grande proyecto cultural del sur global: la recién inaugurada Escuela Internacional de Cine y Televisión, de San Antonio de los Baños.
*Crónica producto de la investigación + creación “Amores coléricos. El cuasi desconocido Gabo guionista”. Financiado por las Becas de Estímulos 2024, del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, y la Fundación Gabo, según Resolución 0926, del 29 de julio de 2024. También está avalado por la Vicerrectoría de Investigaciones y Transferencia (VRIT), Universidad de La Salle, con registro código EHUES-24289. Investigador principal. Asistente de investigación: Gustavo Adolfo Pedreros.