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Giacomo Casanova: casi poeta, casi filósofo, casi erudito

Giacomo Casanova fue un golpe de suerte en la historia de la literatura. En vida nunca aspiró a la inmortalidad, pero la vida de este charlatán fue ejercida con tanta audacia, que así como aparentó ser un colonizador, un experto y un caballero, asimismo se las arregló para posicionarse junto a Bocaccio, Defoe y Rousseau. El 2 de abril de 1725, nació el más grande embaucador de la literatura, y por eso mismo fue digno de ser objeto de estudio. A continuación, presentamos la biografía de este personaje, de la mano del escritor Stefan Zweig.

Juliana Vargas Leal

02 de abril de 2025 - 08:00 a. m.
Giacomo Casanova nació el 2 de abril de 1725.
Foto: Wikipedia
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“Es usted muy hermoso”, se atrevió Federico el Grande a decirle a Giacomo Casanova, el gran seductor y embaucador del siglo XVIII. Stefan Zweig lo describió “de poderosa estatura, hombros ampliamente cuadrados, manos bien musculadas y carnosas, ni una línea suave en su cuerpo tenso, acerado y masculino, está ahí, con el cuello un poco bajado, como un toro ante la embestida. Visto de lado, este rostro parece una moneda romana, tan afilada y metálica es cada línea biselada del cobre de esta oscura cabeza. Con un hermoso barrido, una frente, que todo poeta debería envidiar a este forastero, se arroja de pelo castaño, tiernamente rizado, un gancho audaz y atrevido salta hacia adelante de la nariz, de huesos fuertes de la barbilla, y bajo la barbilla de nuevo una nuez de Adán grande y abultada (según la creencia blanca, la garantía más segura de la masculinidad enérgica): inconfundible, cada rasgo de esta cara significa avance, conquista, determinación. Sólo el labio, muy rojo y sensual, se curva suave y húmedamente, mostrando como carne de granada las blancas fosas de los dientes”.

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Giacomo Casanova entra a un teatro y es el que se roba las miradas, dejando a los actores y cantantes como parte de la escenografía. Habla en voz alta de su amigo conde; por casualidad, muestra sus puños de encaje y el gran anillo que decora su mano; muestra el tabaco que le envió su amigo, el Elector de Colonia; mira a izquierda y a derecha, y ve que es admirado y honrado. A Giacomo Casanova van dirigidas todas las miradas. Y de pronto, una de las bailarinas se percata de aquel personaje hercúleo que se hace llamar, por aquella vez, Chevalier Seingalt. “¡Oh, ese impostor! Vaya, es Casanova, el hijo de Buranella, el abadito que estafó a mi hermana en su virginidad hace cinco años, el bufón de la corte del viejo Bragadin, fanfarrón, bribón y aventurero”. Aventurero. Si se tuviera que asignar una profesión a aquel personaje que fue todo y nada a la vez, tendría que ser la de “aventurero”.

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Educado en una familia con medios, Zweig describe que Casanova aprendió latín, griego, francés, hebreo y un poco de español e inglés. Destacó tanto en matemáticas como en filosofía; como teólogo dio su primer discurso en una iglesia veneciana a los dieciséis años; como violinista se ganó el pan durante un año en el Teatro San Samuele. Si su doctorado en Derecho en Padua, que dice haber adquirido a los dieciocho años, fue legítimo o un fraude, es una cuestión importante sobre la que los ilustres casanovistas siguen discutiendo hoy en día. También fue bien versado en química, medicina, historia, filosofía, literatura e incluso en la astrología, la orfebrería y la alquimia. Además, resaltó en las artes cortesanas, en el baile, en la esgrima, en la equitación, en los juegos de naipes como sólo un distinguido caballero, y si a todo esto se añade el hecho de una memoria bien y rápidamente aprendida, que no olvida ninguna fisonomía en setenta años, no pierde de la memoria nada de lo oído, de lo leído, de lo hablado, de lo visto, entonces todo esto junto da ya una calidad de rango especial: casi un erudito, casi un poeta, casi un filósofo, casi un caballero.

“Casi”. Casanova no quiso ser nada, le bastó con parecerlo todo para engatusar a los tontos. Compuso óperas italianas, a Catalina la Grande se le presentó como reformador del calendario y erudito astrónomo, en Curlandia inspeccionó las minas como un improvisado experto, en Venecia recomendó un nuevo proceso para teñir la seda, en España se presentó como colonizador. Casanova se ganó la vida viviendo cientos de vidas, porque sólo los hombres verdaderamente libres pueden lograr tal hazaña. “Mi mayor tesoro”, dijo con orgullo, “es que soy mi propio dueño y no temo a la desgracia”. Para él, Dios había montado este mundo de mesa de juego para el hombre que, si quería disfrutar de él, debía aceptar las reglas del juego, sin preguntar por el bien y el mal. “Ama a la humanidad, pero ámala tal como es”, dijo en una conversación con Voltaire.

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Y con la humanidad jugó en el casino que para él era el mundo. Fue un aventurero con orgullo porque prefería ser el esquilador que el esquilado, prefería ser el que se montaba al carruaje que el mendigo de al lado. Parasitó en torno a las cortes, actores, bailarines, músicos, soldados de fortuna y orfebres. Fue un internacional entre la alta nobleza estrecha de miras y pequeña. En lugar de saquear y robar, Casanova actuó de forma más sutil, conjurando elegantemente el dinero de las manos de los estúpidos. Para él, el engaño no era sólo un arte, sino un deber supermoral, y lo practicaba con una incomparable seguridad en sí mismo.

¿Entonces Casanova era un mal hombre? No, no lo era, pero tampoco se puede afirmar que fuera bueno. A veces exudaba grandeza y gentileza, tirando el dinero a manos llenas a quien quisiera recibirlo. Cuando el dinero le escaseaba, era entonces un colonizador, un erudito, un compositor, un músico, un escritor y toda profesión que exigiera el momento. No actuó ni moral ni inmoralmente, sino amoralmente por naturaleza: sus resoluciones eran resultado del mero impulso, completamente ajenas a la razón, la lógica y la moral. En sus memorias se confirma cien veces que todas las acciones decisivas, tanto las bromas más estúpidas como las estafas más ingeniosas, tienen su origen en la misma línea de fuego de un capricho que estalla de repente, nunca en el cálculo mental. El fin último de Casanova era, sencillamente, escapar del aburrimiento.

Casanova fue entonces la encarnación del dios Mercurio. Nunca quieto. Nunca aquí, tampoco allá. Nunca decidido del todo. De ningún carácter, pero de todos a la vez. Un cuerpo que nunca se cansa. Casanova fue el ímpetu hecho humano. Un deseo que nunca se sació y que alcanzó su máxima expresión con la Mujer. Una pasión que no se empobreció a pesar del más furioso despilfarro, un instinto de juego que no escatimó esfuerzos. Zweig explica que “todas las promesas del mundo, el honor, el cargo y la dignidad, el tiempo, los desecha como el humo de una pipa por una aventura, es más, incluso por la mera posibilidad de una aventura. Porque este hombre erótico del juego no necesita estar enamorado en absoluto para su deseo; ya el presentimiento, la cercanía crepitante, aún no tangible, de una aventura, calienta su imaginación”.

Casanova fue un goloso que, nunca saciado, buscó a la Mujer en todos los cuerpos. “Las aventuras de Casanova comienzan con grupos de edad que en nuestros tiempos regimentados le harían entrar en conflicto implacable con el fiscal, y llegan hasta el esqueleto espantoso, hasta esa ruina de setenta años que es la Duquesa de Urfé, la hora pastoral más truculenta que probablemente jamás un hombre confió a la posteridad en la palabra escrita”. Toda mujer se dejó poseer por Casanova porque él a su vez era esclavo de ellas. Si Don Juan las despojó de su dignidad, Casanova se las devolvió. La aparición efímera de Casanova exacerba la pasión porque precisamente por el carácter de tormenta de su irrupción y desaparición, el recuerdo de esta única y extraordinaria, la irrepetible aventura gloriosa, permanece con ellas y no se desilusiona. Fue así como “Casanova” dejó de ser sólo un apellido para convertirse en el significado de héroe del amor, del gran seductor.

No obstante, Casanova se olvidó del envejecimiento. Para el sensual, el envejecimiento es un declive hacia la nada en lugar de una transición hacia algo nuevo. Casanova deja entonces de triunfar, mientras más y más molestias registraba. Cada vez más a menudo se vio mezclado en asuntos de billetes de banco falsos, joyas empeñadas, cada vez más raramente recibidas en las cortes reales. Tiene que huir de Londres de noche y con niebla, apenas unas horas antes del arresto que lo enviaría a la horca; de Varsovia es perseguido como un criminal, en Viena y Madrid es expulsado, en Barcelona es encarcelado durante cuarenta días. El encanto de Casanova se ha perdido junto con su juventud. Zweig cuenta que cuando por fin, a finales de junio de 1798, el viejo corazón aplastado se resquebraja y el desdichado cuerpo, antaño abrazado con fervor por mil mujeres, es enterrado en la tierra, el libro de la iglesia ya ni siquiera conoce su verdadero nombre. “Casano, veneciano”, escriben, un nombre falso, y “ochenta y cuatro años”, un número de vida falso.

En 1820, este casi erudito, casi filósofo, casi poeta, casi amante fue entonces conocido como el erudito, filósofo, poeta y amante que aparentó ser en vida. El renombrado librero Brockhaus recibe una carta de un desconocido señor Gentzel, en la que le pregunta si quiere publicar la “Historia de mi vida hasta el año 1797″, escrita por un también desconocido señor Casanova. El manuscrito se adquiere inmediatamente, se traduce, probablemente se distorsiona y se ajusta para su uso. El éxito es rotundo y Casanova, rejuvenecido, revive en todos sus países y ciudades.

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El mismo Casanova nunca creyó seriamente en el éxito de sus escritos. “Durante siete años no he hecho otra cosa que escribir mis memorias”, confesó alguna vez ya viejo y reumático, “y poco a poco se ha convertido en una necesidad para mí el terminar la cosa, aunque me arrepiento mucho de haberla empezado. Pero escribo con la esperanza de que mi historia no vea nunca la luz del día, pues aparte de que la vil censura, ese cuerno apagador de la mente, nunca permitiría que se imprimiera, espero en mi última enfermedad ser tan sensato como para que todos mis cuadernos se quemen ante mis ojos”. Pero la vida de Casanova sobrevivió para convertirlo en el erudito, el filósofo y el historiador que se negó a ser en vida, pues nadie conoció mejor que Casanova la vida cotidiana y, por tanto, cultural del siglo XVIII. Uno conoce a través de él cómo se viajaba, se cenaba, se jugaba, se bailaba, se vivía, se amaba y se disfrutaban las costumbres, los modales, la forma de hablar y de vivir.

Casanova hizo creíble lo apenas creíble. Zweig escribe, con razón, que “nunca creyó que filólogos e historiadores se inclinarían inquisitivamente sobre estas memorias. Sólo lo involuntario logra esa sinceridad despreocupada. El mundo no ha inventado desde entonces una novela más romántica que su vida”.

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Por Juliana Vargas Leal

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