Desde el punto de vista político, la grave crisis del capitalismo en 1929, que tuvo como epicentro a Estados Unidos, fue el fruto de una profunda contradicción entre los principios democráticos que dieron origen a la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Veamos ahora cómo pasó esto, aunque sea a vuelo de pájaro.
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Bien sabemos que el capitalismo es un sistema económico fundado en la libre empresa y el correspondiente derecho a la propiedad privada, o sea, el liberalismo económico nacido con Adam Smith y David Ricardo, padres, a su vez, de la economía como ciencia. Está inspirado, además, en las libertades individuales, motor del progreso y el desarrollo de los pueblos, cuya expresión fundamental es la libre oferta y demanda de bienes, ley suprema que rige —o debe regir— al mercado.
Ahora bien, esa libertad económica, con su individualismo a cuestas, llevó a la concentración de riqueza en pocas manos, mientras la inmensa mayoría de la población era víctima de la pobreza, fenómeno que se venía presentando, con mayor intensidad, desde la Revolución industrial, a mediados del siglo XVIII. De este modo, la cacareada igualdad en la sociedad se fue a pique, tanto como la confraternidad, los otros dos pilares de la democracia.
Así las cosas, la contradicción entre libertad e igualdad se hizo manifiesta, desatando la citada crisis de los años 30 (la peor en la historia del capitalismo) y, para colmo de males, poniendo en grave riesgo la continuidad o permanencia del sistema democrático liberal, amenazado entonces por el comunismo, recién triunfante en Rusia, en 1917, durante la revolución bolchevique hecha en nombre de la igualdad social, poniendo freno a las libertades individuales. Sin duda, el mundo capitalista parecía estar en un callejón sin salida.
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Keynes, el bombero
Para nadie es un secreto que el capitalismo salió de esa Gran Depresión con las teorías de Keynes, quien enfrentó al liberalismo clásico con la oportuna intervención del Estado en la economía para reducir las desigualdades sociales que amenazaban —insistamos— al sistema democrático. La crisis quedó atrás, por fortuna.
Solo que, con el tiempo, el remedio terminó siendo peor que la enfermedad: la intervención gubernamental aumentó el tamaño del Estado hasta volverlo ineficiente, al tiempo que el excesivo gasto público —¡con olas de corrupción a diestra y siniestra!— no solo aumentó la esperada demanda, sino también la inflación de precios, causa de terribles desequilibrios económicos. En síntesis, la solución keynesiana fue más bien cortoplacista, no de largo plazo; “cuando todos estamos muertos”, al decir del célebre economista.
La inflación golpeó con rigor a los sectores de menores ingresos, limitados a sus salarios, ¡si es que corrían con la suerte de tener empleo! La desigualdad, que antes se pretendía evitar, reinaba a sus anchas.
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Neoliberalismo
Es ahí cuando le toca otra vez el turno al liberalismo económico para erradicar los males traídos por Keynes. Es el neoliberalismo, con su modelo de apertura económica, basado en el libre comercio, cuyos tratados entre Estados (el TLC de Estados Unidos y Colombia, por ejemplo), puestos de moda en los últimos años, retoman las tesis de Ricardo sobre las ventajas comparativas, aunque ampliadas a las ventajas competitivas.
Todo ello en el marco de la globalización, ahora con el capitalismo reinante en el mundo entero, ¡incluso en países comunistas como China, tras el desplome estruendoso de la Unión Soviética!
No obstante, la desigualdad se ha acentuado, en lugar de desaparecer; la concentración de la riqueza llegó a niveles exorbitantes, según lo confirma la privilegiada lista anual de la revista Forbes sobre los hombres más ricos del mundo, al tiempo que la pobreza, aunque se redujo en algunas regiones por el mayor crecimiento económico, afecta todavía a millones de personas, cuya dignidad es letra muerta en normas constitucionales y legales. Capitalismo salvaje, que llaman.
¿Vamos, entonces, rumbo a otra gran depresión, esta sí global en sentido estricto, anunciada, a juzgar por las continuas crisis financieras que venimos padeciendo a lo largo y ancho del planeta? ¿Vuelve la contradicción esencial entre libertad e igualdad, a la que arriba nos referimos?
Tan crítica situación es todavía peor si pensamos que la vida humana estaría en peligro de extinción por factores como el cambio climático y la amenaza de una guerra nuclear, ¡la Tercera Guerra Mundial! ¿Qué hacer, entonces?
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Capitalismo social
Frente a circunstancias tan complejas, con la mirada puesta en la urgente necesidad de resolver problemas sociales como la pobreza y la desigualdad, surge el llamado capitalismo social, modelo capitalista que sí genera riqueza o valores económicos, pero también sociales y ambientales, con sólidos fundamentos éticos. Es lo que hoy se denomina sostenibilidad, ni más ni menos.
Y se preguntará ¿qué pasa ahí con el Estado? Aclaremos: no se busca eliminarlo, como ha pretendido el marxismo en forma utópica; ni darle un poder absoluto, como sucede en los regímenes totalitarios de izquierda o derecha, sino restringirlo a funciones básicas —seguridad y justicia, en primer término—, dentro de una sana intervención económica, lejos de imponerse el liberalismo a ultranza, sin control, para impulsar, sobre todo, una auténtica política social.
Es obvio que la tradicional política social del Estado no basta para resolver tan graves problemas sociales, pues se requiere la participación decidida del sector privado, en ejercicio de la responsabilidad social empresarial (RSE) que le compete, más aún cuando las empresas, cuyo poder económico supera en ocasiones al del Estado en este mundo globalizado, sufren en carne propia las penosas consecuencias de los desequilibrios y conflictos en la sociedad, los cuales pueden dar al traste con la democracia y el capitalismo e incluso con sus negocios.
Se trata, en fin, de un nuevo modelo de desarrollo, inspirado en principios como los de la economía social de mercado, que surgió en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, bajo la orientación de Konrad Adenauer. Al respecto, diversos autores —Anthony Giddens y Muhammad Yunus, entre otros— marcan la pauta sobre la posibilidad de conciliar por fin al capitalismo y la democracia, la libertad y la igualdad, el crecimiento económico y su justa distribución.
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¡Responsabilidad de todos!
La responsabilidad social, sin embargo, es de las organizaciones en su conjunto, no solo de las empresas. Así, las universidades juegan acá un papel fundamental por hallarnos precisamente en la sociedad del conocimiento, donde el progreso científico y tecnológico determina en alto grado la eficiencia empresarial, el crecimiento económico y el bienestar colectivo, según lo confirmamos a diario. Es la responsabilidad social universitaria (RSU), ahora tan en boga.
Ni qué decir del llamado tercer sector, al que pertenecen numerosas fundaciones y ONG, cuya importancia es también creciente en el mundo contemporáneo, aprovechando los extraordinarios avances en las comunicaciones y el auge de las redes sociales, situación que las obliga a actuar también de modo responsable con la sociedad para ser, de veras, sostenibles.
Por último, dicha responsabilidad nos compete a todos nosotros, a cada persona, sin excepción. Responsabilidad social individual (RSI), en definitiva.
¿Y la tercera vía?
Quienes nos han seguido en este breve recorrido histórico dirán que el modelo descrito se encarna en la tercera vía que líderes políticos como Bill Clinton, Tony Blair, Felipe González y Fernando Henrique Cardoso, desde diversas vertientes ideológicas, han lanzado de tiempo atrás, invocando su plena vigencia para países como Colombia, tarea que pretendía cumplir el presidente Juan Manuel Santos durante sus dos mandatos de gobierno.
A decir verdad, son muchos los puntos de coincidencia que saltan a la vista. Su lema universal: “Mercado hasta donde sea posible y Estado hasta donde sea necesario” lo es también del capitalismo social porque, como vimos, el Estado se necesita tanto como el mercado y la correspondiente libertad económica, con el debido respeto a la libre empresa, a la propiedad privada, cuya función social no puede dejarse a un lado.
Pero es preciso hacer algunas observaciones que nos caen como anillo al dedo. En primer lugar, los aspectos políticos. De una parte, las diferentes ideologías —o partidos políticos, si se quiere— comparten dicho enfoque social, sean de derecha o izquierda, sin que ninguna tendencia ideológica tenga su exclusividad, y, de otra parte, el proyecto en cuestión tampoco es obra solo de políticos o gobernantes, por importantes e indispensables que sean.
Antes bien, el modelo de Responsabilidad Social Empresarial, identificado con el desarrollo sostenible que se acogió en la Cumbre Río+20, es ante todo de carácter económico y, especialmente, empresarial, porque las empresas son motor de la economía y deben estar comprometidas con la solución efectiva de problemas sociales, ejecutando una política social que complementa, en forma significativa, a la del Estado.
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El gran acuerdo nacional
Las empresas —insistamos— no son, ni deben ser, el único protagonista en tal sentido. Cualquier organización social, desde las más grandes hasta las más pequeñas y desde las ONG o fundaciones hasta las universidades, deben igualmente jugar su papel, sellando las correspondientes alianzas estratégicas.
Es por ello que el gran acuerdo nacional propuesto por el presidente electo, Gustavo Petro, se debe basar en la sostenibilidad como nuevo modelo de desarrollo, donde el gobierno sea un aliado de las empresas y demás organizaciones sociales (encabezadas por las universidades, dado el papel crucial de la educación superior), así como de la sociedad civil, según los lineamientos constitucionales sobre democracia participativa.
¡Esto deberá convertirse, sí señores, en política de Estado, por encima de los partidos o, al menos, de las diferencias partidistas!
(*) Escritor y periodista. Magister en Economía y en Ciencia Política de la Universidad Javeriana