En tiempos en que el periodismo cultural pierde espacio, desaparecen revistas, se reducen las páginas de sus secciones y se cuentan con los dedos los blogs dedicados a la cultura, quisiera recordar a Guillermo Cano. No solo al director de El Espectador que todos rememoran por su rigor, su valentía, su capacidad investigativa para desnudar narcos y corruptos, tanto que lo mataron por ello, sino también al hombre que creyó profundamente en la cultura, y que entendió el periodismo como el lugar donde cabían la poesía, la política, la ciencia, los derechos humanos y hasta una arepa de huevo.
Cano no era un hombre lejano a la cultura; la celebraba. Amaba el bolero (aunque cantara mal), el tango y los libros que traía por montones de España. Era un lector insaciable, que prefería las novelas que mezclaban crimen e historia, y rara vez se le veía sin un libro en la mano. Su hijo Fernando lo recuerda viendo series como Hawái 5-0 o El agente 86 en los pocos ratos libres que le quedaban. Pero, sobre todo, lo recuerda leyendo y escuchando. Cano no solo dirigía, igualmente acompañaba y cuidaba. No imponía sus criterios y sabía qué valía la pena impulsar.
“Una vez le mostré unos poemas que había escrito con toda la emoción del mundo”, cuenta Fernando. “Los leyó con atención, me devolvió las hojas y me dijo: ¡Están muy bonitas esas letras de canciones! Sigue trabajando, que eso está muy bueno”. Ese era su estilo, entre austero, exigente y generoso.
El Magazín Dominical de El Espectador fue una de sus criaturas más queridas. Lo heredó de Eduardo Zalamea Borda y lo transformó sin traicionarlo. En 1983, Cano respaldó un giro profundo: abrirle paso a editores y colaboradores que venían de las ciencias sociales y la antropología, muchos influenciados por el comunicólogo Jesús Martín-Barbero. “Ya no era solo arte y alta cultura”, recuerda Guillermo González, quien fue director de esta revista.
La cultura, en sus páginas, empezó a reflejar lo cotidiano, las luchas sociales, los líderes invisibles. Y puso el foco en temas que otros medios apenas tocaban, como los derechos humanos o la dignidad de las comunidades. Héctor Abad Gómez, médico y defensor incansable de la vida, fue uno de sus colaboradores constantes. Enviaba textos en los que denunciaba abusos, defendía lo público y escribía con lucidez ética sobre el país. Cano nunca censuró esos artículos, comprendía que darles espacio era también hacer periodismo.
“Publicamos desde investigaciones sobre abejas hasta momentos de una mujer cartagenera haciendo una arepa de huevo. Y eso causaba escándalo”, recuerda González.
Cano los respaldaba. No intervenía en la edición, pero cada semana les entregaba materiales o sugerencias. “Una vez me dijo: ‘Gonza, se le está yendo muy para la izquierda ese Magazín’. Le respondí: ‘La derecha tiene todos los otros medios’. Y no dijo más”.
La sobrina de Cano, Marisol, lo recuerda como el director que confió en una generación nueva y plural. El Magazín Dominical que él alentó dejó de concebir la cultura como patrimonio exclusivo de una élite. Se convirtió en un espacio donde los lectores, artistas, académicos y cronistas podían encontrarse sin jerarquías. Dice ella: “Fue fundamental para que surgiera esa versión moderna del suplemento por haberle dado libertad a los periodistas y creativos que participaron en su elaboración”.
Cano y Gabo, una alianza para la historia
Pero sí hay una alianza que condensa el espíritu de Cano: su cercanía con escritores, reconocidos y anónimos, tanto en lo laboral como en lo personal. Ninguna, sin embargo, como la que tuvo con Gabriel García Márquez. Cuando ocurrió el accidente de la nave ARC Caldas, y un náufrago sobreviviente apareció en los medios, el director pensó de inmediato en Gabo, periodista entonces del diario, porque confiaba en su mirada. En ese momento, la historia parecía gastada. “Se nos ahogó la chiva”, dijo Cano. El escritor volvió semanas después, decidido a entrevistar al náufrago y convertir ese “pescado podrido”, como lo había llamado, en una crónica con ánimo literario.
Cano lo respaldó sin condiciones. Le dio a García Márquez plena libertad para contar la historia a su manera y no permitió que el éxito de la serie, que disparó las ventas del periódico, cambiara el plan original. El futuro Nobel había previsto desde el inicio que serían catorce entregas, decisión que don Guillermo respetó. Relato de un náufrago se publicó entre el 5 y el 22 de abril de 1955, con una entrega diaria en la primera página de El Espectador. Así nació una de las crónicas más influyentes del periodismo narrativo en lengua española. Una historia que otros medios apenas habían reseñado se convirtió, gracias a esa alianza entre director y cronista, en una pieza maestra del periodismo latinoamericano.
La muerte de Cano marcó el final de una época. No solo porque era capaz de abrirle las puertas a gente con talento, sino porque su asesinato, el 17 de diciembre de 1986, selló el riesgo de decir lo que debía decirse. Para muchos, como Guillermo González, su partida fue también una señal de retirada. “Cuando lo mataron, supe que hasta ahí llegaba mi trabajo en El Espectador. Él me protegía. Sin él, ya no era lo mismo”.
Y tal vez por eso su ausencia sigue doliendo. Lo dijo Gabo, en uno de los testimonios más íntimos y desgarradores que escribió:
“Durante casi cuarenta años, a cualquier hora y desde cualquier parte, cada vez que ocurría algo en Colombia, mi reacción inmediata era llamar a Guillermo Cano. Siempre salía del teléfono la misma voz: ‘Hola, Gabo, qué hay de vainas’. El día que me enteré de su asesinato, lo único que se me ocurrió fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y compartir con él la rabia y el dolor de su muerte”.
Hoy, cuando el periodismo cultural se convierte en rareza, vale la pena recordarlo no solo como mártir, sino también como editor y lector. Como alguien que entendía que escribir, publicar y abrir espacios era compromiso con la palabra y con el país.
Los jóvenes en los años noventa no lo conocimos, pero crecimos en un país marcado por su ausencia y, sin duda, por su legado. Un periodismo con criterio y mucho coraje.
No en vano, en este 2025, el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes declaró el año como el del centenario de su nacimiento, “para conmemorar su vida, obra y legado en la construcción de la paz y la búsqueda de la verdad en Colombia”.