El Magazín Cultural

Hay gentes que llegan pisando duro

El hombre negro y gordo comenzó a pedalear. Nadie prestó mucha atención. Finalmente eso es lo que los hombres de las bicis hacen: conducir, darles un paseo a los turistas.

Natalia Barriga
12 de febrero de 2020 - 08:33 p. m.
Una bicicleta, el mar y el atardecer, una postal de felicidad.  / Pixabay
Una bicicleta, el mar y el atardecer, una postal de felicidad. / Pixabay

Al lado del hombre gordo había un niño no tan niño, menos oscuro que él, mucho más delgado, solo una capa fina de piel le cubría los huesos. También pedaleaba. Era de noche y hacía calor. Todos los toluveños vestían ropa ligera -a pesar de que se les pegaba al cuerpo, como al vacío, como quitándoles el aire-, pantalonetas y shorts coloridos, chanclas, gorras para el sol, esqueletos y blusas de tiritas. Nuestros hombres pedaleaban al ritmo de Bob Marley. La pesadez del calor se fundía con la cadencia de la música y con la lentitud de la bici, sonaba No, woman, no cry, y al menos ahí, nadie lloraba todavía. No había sol pero sí bastante luz como para no confundir a los negros con la oscuridad. Los almacenes estaban iluminados con bombillos blancos y amarillos, las calles cercanas al parque resplandecían igual, la bici y todas las demás bicis de Tolú –que son muchas-, alumbraban con lucecitas de colores navideños, de las luces también emanaba un calor amarillento. El pueblo amarillo estaba repleto. La música de todas las bicis estaba a tope, cada una con un género distinto, dependiendo de la actitud de sus pasajeros. En la plaza una mujer con micrófono y parlante le gritaba a Jehová pidiéndole que por favor por favor por favor entre tanto ruido, los escuchase, a su alrededor mujeres de falda larga y hombres de traje aplaudían, gritaban y cantaban, al igual que muchas de nosotras desde nuestro bici tour.

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En la bici éramos cuatro, seis con los dos conductores. Ellos seguían pedaleando en silencio, arrastraban más de cuatrocientos kilos de sudor y carne y tarjetas de crédito. La gente, las bicis, los carros, las motos y los perros andaban y se atravesaban por cualquier lugar en el que hubiera espacio, pero como era poco, transitar parecía una travesía o una estrategia de marketing para los turistas, una forma de obligarlos a verlo todo, a tocarlo todo, a olerlo todo, o casi todo: manillas y pulseras de distintos colores y texturas, aretes y collares de muchas formas, maracas, cucharas de palo, calaveras, piratas, peces globos, estrellas de mar, negras carnudas, rubias extranjeras, chicos jóvenes y guapos, ceviches de varios tamaños, cocteles de camarones, mujeres con bebés en brazos atendiendo almacenes, niñas y niños empujando bicis, más hombres cansados pedaleando, perros buscando comida, ruidos de aquí, allá y más allá, sudor, olor a bronceador, mar, sal y pescado: ¡¿qué más puede una pedir?!

Las llantas de la bici giraban con pereza, sin importar los esfuerzos del hombre negro y gordo (¡cómo le pesarían los años y esa masa de carne!). Tenía una camiseta oscura que no escondía las lagunas de sudor. Por el cuello, la frente y los brazos le escurrían gotas saladas como el mar, sus piernas seguían esforzándose, cada uno o dos minutos cogía el trapito que reposaba en su cuello y se secaba el cuerpo. Tenía la cara muy morada, los ojos saltones parecían tener tatuadas telarañas rojas. De solo mirarlo aumentaba la temperatura. Comenzó a sofocarme una culpa que no entendía. El recorrido se nos hacía eterno a los conductores y a mí. Las calles ahuecadas hacían hincapié en nuestro peso, en nuestro privilegio y en el esfuerzo de ellos por conseguir dinero.

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El niño no tan niño era su hijo. Pedaleaba como si el calor que hacía fuera un invento nuestro. Tenía cerca de quince años y llevaba un esqueleto rojo de jugador de bascketbol, se balanceaba al ritmo del reagge, tenía un vigor que seguramente les perteneció a sus antepasados y ahora le tocaba a él. Se veía pedaleando en Tolú, pero estaba en otro lado. Me pregunté dónde querría estar un chico como él. Quizás manejando un carro y no una bici, quizás cantando en alguna playa sin tantos muertos, o siendo un deportista internacional, quizás estudiando en un colegio de la capital o en alguna de esas ciudades grandes del país que en la televisión muestran tan deseables, se veía pedaleando en Tolú, pero estaba en cualquier otro lado donde no tuviera las necesidades que le hacen cada día pedalear y pedalear, otro lugar donde su mamá no esté esperando que lleguen con dinero para poderse alimentar, donde no tenga que estar preocupado por el futuro de su hermanita menor, donde no tenga que joderse el lomo al lado de su padre. Mientras el chico se balanceaba cantando con una frescura un poco ingenua, como si no supiera ya que el sudor de su padre era su futuro, entre tanto, el padre se esforzaba en inclinar su cuerpo hacia adelante para seguir pedaleando.

A veces miraba a su hijo de reojo, se veía angustiado, parecía avergonzado de su bajo rendimiento o de su sudor en exceso, quizás se lamentaba por su hijo, se veía reflejado en él o pensaba en lo poco que le estaba dejando, la herencia: los músculos de las piernas rompiéndose eternamente. Ese hombre era la metáfora de llevar la vida a cuestas, y mi familia y yo hacíamos parte de ese bulto pesado y asfixiante que hay que subir por una montaña empinada, calurosa, llena de piedras, escombros y barro (hubo un tiempo en el que los silleteros no eran como los conocemos ahora, no cargaban flores y lindos ramos, eran indios y negros que transportaban en su espalda –por horas y días- a personas blancas, por trochas y montañas, mientras que su pasajero disfrutaba el paisaje, o hacía anotaciones de lo que veía, mientras acosaba a su mula para que acelerase el paso).

El paseo para nosotras por fin terminó. Los conductores se quedaron ofreciendo sus servicios, porque el recorrido para ellos no termina, aunque esa noche en la madrugara se fueran a casa, al otro día el sol –como ese viejo refrán-, volvía a salir, y con él los turistas deseosos de un paseo sin tener que caminar, entonces el pedaleo de nuevo comienza, el trapito lavado en el cuello, la temperatura aumenta, las gotas de sudor chorrean, las tripas otra vez suenan. Así cada día, cada día hasta el fin de su vida. Ellos no son libres porque no tienen posibilidades más que esa. Son esclavos de la pobreza, de la violencia, del sistema, de un gobierno inepto que los hace inútiles e ignorantes intencionalmente; son esclavos de su destino, del destino de sus padres y sus abuelos; esclavos de la indiferencia de otros, de nosotros. Esclavos de lo que no pueden cambiar, que es casi todo. Sin embargo, en el casi, estamos nosotros.

Esa noche en el hotel me demoré mucho en conciliar el sueño. Me cuestioné qué de lo que hicimos había estado mal y si en realidad había algo de malo. Ha pasado más de un mes y la duda no se ha ido –y tampoco la culpa porque haberles pagado el doble no me sirvió de nada- y por eso escribo, escribo porque agudizar el ojo y la conciencia – y no sé si esto tenga que ver con el feminismo, y si así es, ¡qué maravilla!- implica incomodarnos, dejar de disfrutar ciertas cosas que están mal aunque no queramos aceptarlo, dejar cierta inocencia y naturalización de este mundo que otros crearon y que aceptamos como correcto, y lo más importante, requiere responsabilidad sobre nuestros actos, así que aquí vamos: eran dos hombres negros que sudaban y pedaleaban mientras llevaban a cuatro blancos privilegiados a dar un paseo por dos mil pesos –¡por cada uno!, me rectificó mi papá-, sí, por cada uno, y sin azotes, sin maltrato, sin decirles que “pa’ eso es que nacieron los negros”; la bici en la que íbamos tenía otros dos pedales en las sillas de atrás, diseñados para ayudar en el camino, y no lo hicimos y no quiero explicar las razones porque no quiero justificar la culpa, pero debimos hacerlo. Eso no hubiera liberado a los hombres, pero sí hubiera aligerado su carga, y eso es quizás lo mínimo que podemos hacer ante las desgracias de los otros, andar con cautela, evitar aumentar el sufrimiento, hacer menos indignos, trabajos indignos, hacer menos injustas situaciones injustas. No atropellarnos. No ser como esos que José Manuel Arango describe en su poema, no ser como esos que no entienden:

Hay gentes que llegan pisando duro
que gritan y ordenan
que se sienten en este mundo como en su casa

Gentes que todo lo consideran suyo
que quiebran y arrancan
que ni siquiera agradecen el aire

Y no les duele un hueso no dudan
ni sienten un temor van erguidos
y hasta se tutean con la muerte
Yo no sé francamente cómo hacen
cómo no entienden.

 

Por Natalia Barriga

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