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La persistencia de la memoria permite que mis Meninas frente al espejo se acerquen a tres de los artistas que nacieron en 1920, hace 100 años. Se trata de Alejandro Obregón, Enrique Grau y Édgar Negret, así como al igual convoco al fotógrafo Hernán Díaz como un hilo conductor, pues fue él quien hizo los mejores retratos de estos tres artistas de la modernidad. A todos los conocí y trabajé de cerca con su obra. Con Rafael Moure preparamos la retrospectiva de Hernán Díaz, heredero patrimonial de uno de los acervos invaluables que contiene más de 30 mil registros que se pueden calificar como una narración visual de la historia de Colombia, en la que encontramos personajes que han participado en la vida política, histórica y cultural del país, especialmente entre las décadas del 60 al 90.
En 2009, antes del fallecimiento de Díaz, sostuve una conversación con él, en la que vehemente me habló de su obsesión y la importancia de los derechos de autor, con justa razón, pues sus fotos se utilizaban sin darle el crédito, sin pagar los derechos de reproducción o servían de presentación de alguna que otra dama del arte, sin que le hubiesen pagado sus fotografías. Esta conversación surgió a raíz de un permiso que le solicité para publicar la emblemática fotografía Los seis artistas, rebautizada como Los magníficos, fotografía icónica donde aparecen siete de los artistas que consolidaron el arte moderno en Colombia: Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Enrique Grau, Guillermo Widemann, Édgar Negret y Armando Villegas, bajando una escalera.
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Hernán Díaz pertenece a la generación que formó parte de un momento prolífico en las artes y en la cultura en Colombia, así como uno de los fotógrafos que ubicaron la fotografía en un nivel artístico. En 1961, Rafael Moure y Hernán Díaz se instalaron en el apartamento ubicado en La Colina de la Deshonra, título del filme del director Sidney Lumet, que da origen al nombre de la cuadra en la que vivieron Jorge Gaitán Durán, Hernando Valencia, Gretel Werner, Germán Peñaranda, Enrique Grau, Beatriz Daza, Armando Villegas, Hernando Tejada, entre otros. La Colina fue el lugar de reunión, de fiestas, de conversaciones, de filmación de películas, época que se caracterizó por las improvisaciones rápidas para asumir nuevos roles y un sentido del humor que fue vital en sus vidas. Un período de intercambio de ideas, de cercanía de un grupo de intelectuales y de artistas que dieron vida propia al arte y la cultura del país, que hábilmente registró Díaz.
Hernán Díaz consideraba a la crítica Marta Traba como la papisa del arte y ella, al ver los retratos, tuvo la idea de realizar un libro con Los magníficos y le propuso la combinación de sus textos con las fotografías. De esta idea nació la publicación de seis artistas contemporáneos colombianos, en 1963. Aunque Díaz deseaba incluir en el libro a Armando Villegas, Marta Traba lo eliminó de su lista inicial y hasta editó la fotografía. Tantas pasiones se amarran a nuestra historia, y como bien lo escribió nuestro poeta Juan Manuel Roca: “En esos tiempos todos los pintores aspiraban a pintar con pinceles de pelos de Marta”.
Siempre he admirado la primera etapa de Obregón, artista que se apropió de las vanguardias y las hizo suyas. Lo conocí y tenía el ímpetu y el arquetipo de los artistas modernos, y su pintura era su reflejo. Se apropió del cubismo y del expresionismo, entre sus lienzos transitaban toros, cóndores, peces, barracudas, alcatraces, flores que emergían con pinceladas sueltas, seguras y colores con transparencias que evocan un cierto lirismo que se fusiona con gestos provocadores. Sin lugar a dudas, La violencia, realizada en 1962, es una de las obras más emblemáticas y vigentes de nuestro país. El artista con esta obra se opuso a la crueldad y manifestó su sensibilidad ante la barbarie del país, pintura donde aparece el cadáver de una mujer embarazada que se funde con nuestro territorio, una imagen atemporal que se repite diariamente y que nos muestra el dolor del ser humano y la belleza de nuestra geografía agredida por una guerra que aún no tiene fin.
Tengo que anotar algo que me incomoda del artista, y es el “acuerdo”, si se puede llamar así, con quien fue su esposa, la artista Freda Sargent, a quien admiro profundamente como artista. Un chantaje emocional que se estableció en la pareja cuando eran esposos en los años 60, un acuerdo que realizaron para que ella no pintara. No entiendo cómo un ser sensible como Obregón pudo realizar un pacto como este. La historiadora Marta Fajardo anota: “Su matrimonio con el artista determinó dos factores cruciales en el desdibujamiento inicial de la figura de Freda Sargent y constituyó un freno en su carrera. Primero, que Obregón exigió —influenciado por Marta Traba— que no hubiera dos artistas bajo un mismo techo —o una esposa que pintara— y, por lo tanto, él debía ser el único artista en la familia. Esto hizo que Freda dejara de pintar formalmente por casi 10 años, y de exhibir hasta 1970. Segundo, el nacimiento de Mateo Obregón en 1959, a quien tuvo la responsabilidad completa de criar. Freda en su momento estuvo de acuerdo en dejar de pintar y cuidar a su hijo”. Cabe resaltar que Obregón expresó que Freda fue un pilar fundamental en el desarrollo de su carrera, pero recapitulando hoy podemos pensar que Obregón se portó como un patriarca y que anuló por celos, miedo u otra razón el proceso de una década de una artista.
A finales de los 80 fui por primera vez a la casa de Édgar Negret, ubicada en el barrio Santa Ana. Me cautivaron su refinamiento, sus esculturas, el taller, sus anotaciones en torno a su maestro, Jorge Oiteiza, artista español exiliado, quien pasó una estadía en Popayán y quien le abrió las puertas a ese espíritu rebelde de las primeras vanguardias. Su charla se podría centrar en su estadía en Nueva York con los grandes escultores del momento, como Louise Nevelson y Ellsworth Kelly, o de su participación en la Documenta en Kaseel, en 1968. Siempre observé a un artista generoso, con un amplio conocimiento. Con él hice una de mis primeras exposiciones en la galería Santa Fe a comienzos de los 90.
Negret construyó un puente entre la cultura colombiana y los movimientos artísticos internacionales, por medio de una gramática propia y el empleo singular de un material como el aluminio. En su obra se observa la presencia de las raíces americanas. Fusionó la ciencia, lo orgánico, el espíritu y la herencia prehispánica por medio de un lenguaje abstracto que en su momento fue desafiante ante la escultura figurativa que se daba en nuestro país. Le dio un nuevo significado a los mitos, preservó los enigmas bajo las metamorfosis incesantes del aluminio, que al ser moldeado y entroncado con tuercas y tornillos, ubicados de manera alterna y ordenada, le dio un estilo personal. Con el color monocromático que les dio a sus esculturas creó superficies planas y unificadas con una apariencia de liviandad e independencia, estructuras firmes que flotan en el espacio.
La temática de Negret se puede sintetizar en dos grandes ejes que dialogan entre sí: en el primero toma de referente la naturaleza, la geografía y los fenómenos astronómicos, como lo revelan las obras dedicadas al Sol, pájaros, árboles, cascadas, flores, equinoccios y a los Andes. El segundo vector encierra la simbiosis entre la arquitectura y la ingeniería, que supone construcciones como templos, puentes, escaleras, nudos, torres y navieros, donde el movimiento y la metamorfosis del material son las características fundamentales.
Fui a visitarlo en su última época. Quería despedirme, y uno de sus asistentes me expresó que no podía verlo, insistí y me respondió que debía hablar con el abogado, respuesta capciosa. Aún me siento triste de ver su legado a la deriva, ver su obra en venta en pasillos de centros comerciales y la indolencia de un país que no aprecia a sus artistas.
Enrique Grau, el hombre culto, amante de los libros, del cine y rumbero. Reflejó en sus pinturas y dibujos ese neobarroquismo propio de la costa Caribe y acentuó su interés por lo figurativo que predomina en su obra. El dibujo siempre estuvo presente en toda la obra de Grau. Tito de Zubiría escribió una anécdota en El diario de la costa, en 1941, en la que él y sus amigos un día en que iban a pescar jaibas en la playa sorprendieron a Grau frente a una pared dibujando con toda desenvoltura los héroes de sus juegos.
A mediados de los 50 desarrolló un interés por la abstracción y por la geometrización de sus figuras. Sin embargo, luego de esa exploración, el artista nuevamente se encuentra interesado en ahondar en la figura humana, de modo que coloca su acento exuberante en sus personajes de estructuras voluptuosas, de formas redondas, todos ellos poseídos de esa sensualidad barroca y de la Costa Atlántica. El artista inquiere en los temas cotidianos a través de sus composiciones. En sus temáticas emplea también alegorías mitológicas y bíblicas, como su serie de Tobías y el Ángel en los años 50. Grau dedicó dos períodos de su trabajo a la violencia. El primero, impactado por el Bogotazo en 1948, y el segundo en 2003, en el que evidenció las problemáticas de nuestra historia reciente. De ahí nacieron sus dibujos dramáticos cargados de dolor y angustia, como da cuenta una de sus últimas obras, en la que los protagonistas son los secuestrados y las víctimas acaecidas en la violencia.
En ese momento su nombre se volvió una marca de una fundación que lleva su firma, cuya misión es preservar e investigar la trayectoria de uno de los artistas más prolíficos e interesantes de nuestro país. Me pregunto por qué no se hacen diferentes guiones expositivos con todo el material y el acervo del artista, cuál es la celebración de los 100 años. Lo único que se visibiliza es la comercialización de un múltiple de la escultura Rita y de una de sus María mulatas. Me pregunto por qué no se exhibe la serie de Galápagos, que vi en una fotografía en una bodega de la Fundación en unos huacales deteriorados.
Nunca olvidaremos 2020 no solo por lo que todos estamos viviendo en torno a una pandemia, sino por el recuerdo de los cumpleañeros y por los retratos de Hernán Díaz, que nos deja un tanto nostálgicos. Ellos transformaron los conceptos, rompieron las formas tradicionales, utilizaron materiales no convencionales, se acercaron a nuestra cultura, interrumpieron la vida con sus genialidades y les dieron otra significación a las vanguardias. Hoy no solo podemos transitar sus obras, sino sus ideas innovadoras, su interés en ser parte activa de un movimiento que desató rupturas en el arte y en la cultura en Colombia.