Antes de integrar el mundo cultural colombiano, a Beatriz Caballero Holguín le pesaban sus apellidos. Su padre, Eduardo Caballero Calderón, fue autor de algunas novelas reconocidas, como “El Cristo de espaldas” (1947) y “El siervo sin tierra” (1954), además de convertirse en un reconocido político y diplomático. Sus hermanos, Luis y Antonio, hicieron lo propio desde muy jóvenes cada uno desde un campo distinto. El primero desde la pintura y el segundo desde la literatura.
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Tanto Beatriz como su hermana María del Carmen habían decidido mantener una vida independiente de su historia familiar, pero el tiempo terminó cumpliendo con lo que parecía un destino establecido desde mucho antes de su nacimiento. En la mañana de ayer, la escritora falleció a sus 76 años, pero dejó para el patrimonio cultural colombiano una obra que se compone de libros juveniles e infantiles, otros de historia y también obras dedicadas al estudio y la preservación del legado de su familia.
“Beatriz era una persona muy creativa y espontánea, con una facilidad impresionante para escribir. Escribía como hablaba, con mucha desenvoltura y vivacidad. Leerla y pasar tiempo con ella era muy refrescante, porque había en ella algo profundamente infantil, en el sentido de algo genuino, divertido y lleno de energía”, afirmó David Franco Arabia en “La dama de los Caballero”, un trabajo de investigación dedicado a la vida y obra de esta escritora colombiana.
Con esta idea coincidió Camila Loboguerrero, directora de cine colombiana que mantuvo una amistad cercana con la escritora durante más de 40 años y con quien trabajó en varios proyectos cinematográficos. “Tenía una imaginación desbordante y gozaba con la literatura y con la vida. Además, fue una talentosa escritora dedicada a cuidar el legado de su papá, sus hermanos y su esposo”, dijo para este diario.
No obstante, ese camino de creación no comenzó con la literatura. Ocurrió de repente, un día en el que su padre la llevó a ver una obra de títeres en Madrid y, desde entonces, se enamoró de ellos. Tenía seis años y estaban viviendo en el exilio debido a la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla. Lo que ocurrió ese día pareció ser parte del encanto natural que tenían estos muñecos de trapo sobre los niños, pero en ella caló mucho más profundo, tanto que decidió hacerlo parte de su proyecto de vida.
Al final de la dictadura, en 1957, los Caballero regresaron a Bogotá y Beatriz retomó sus estudios. “Desde quinto elemental, en el Gimnasio Femenino de Bogotá, un colegio católico manejado por exmonjas, donde estudiaba junto con su hermana María del Carmen, siete años mayor, Beatriz vivía con el miedo de no saber qué responder el día en que le preguntaran sobre su papá, el escritor y periodista Eduardo Caballero Calderón. Nunca lo había leído –nunca”, escribió Franco.
El interés por la obra de su padre surgió muchos años después, pero llegó a ser una parte importante de su proyecto de cuidar el legado de su familia. Poco antes de la muerte de su madre, Isabel Holguín Dávila —también reconocida periodista que trabajó para medios como “El Tiempo” y “La Razón”—, Beatriz se hizo cargo de los asuntos editoriales de la obra de su padre. En ese entonces, uno de sus grandes trabajos fue ayudarlo a editar “Habladurías y pensamientos” (1979), el último libro que publicó y en donde reflexionó sobre las dificultades y vicisitudes de la vida de un escritor. Y 25 años después escribió la autobiografía “Papá y yo” (2004), en la que exaltó la obra de su padre como una de las importantes figuras de la literatura colombiana del siglo XX.
Con su hermano el pintor hizo algo parecido en el libro “Luis, hermano mío”, publicado en 2022, en donde recogió algunas de las historias que lo formaron como artista. No solo aquellas que tuvieron que ver con la historia familiar que compartieron, sino también la de los círculos de artistas de los 70 en los que se formó y las dificultades que tuvo que enfrentar por ser una persona abiertamente homosexual en un país tan conservador.
“La gran paradoja de su vida es que dedicó más tiempo a trabajar en la obra de otros artistas (la de Luis Caballero y la de Carlos Mayolo) que en la suya propia. Y eso habla mucho de quién era ella. De los valores profundos que la movían”, reflexionó Franco en conversación para El Espectador.
Sin embargo, a nombre propio, también logró escribir y producir obras destacadas. Algunos de estos títulos en la literatura infantil fueron “Un sol solo entre solólogos” (1978), “Cuentos pequeñitos” (1979) “Un Bolívar para colorear” (1985), “¡Pégale duro Joey!” (1990) y “Cuaderno de novios” (2001). También dedicó el libro “Las siete vidas de Agustín Codazzi” (1994) a hablar sobre la vida de este geógrafo español.
Además, como titiritera, fue parte de los grupos La Pulga Gótica y Biombo Latino, y llegó a ser directora del Teatro del Parque Nacional y a organizar eventos como el Primer Festival de Títeres en noviembre de 1970. Esta fue una pasión que la definió toda su vida y se volvió una característica inconfundible de su obra.
Beatriz Caballero también incursionó en el mundo de la producción cinematográfica. “Yo fui primero compañera de estudios de bellas artes de su hermano Luis en la Universidad de los Andes y de él heredé a ‘Chispa’, como le decíamos a Beatriz. Con ella escribí varios guiones, entre ellos el de ‘Con su música a otra parte (1982), mi primer largometraje, y el de ‘Juegos prohibidos’ (1986). Así fue como nos volvimos amigas. ‘Chispa’ era una persona genial, adorable y una talentosísima escritora”, relató Loboguerrero.
Desde nuevos lenguajes artísticos, y con el mismo rigor familiar, Beatriz labró su propio camino y le agregó nuevas dimensiones al apellido Caballero.