Ella tuvo una infancia tocada por la enfermedad. Sufría de un grave padecimiento que hacía que se le cayera la piel, y a la vez se vio rodeada por el continuo sufrimiento de su madre, que vivía muy enferma. De él no se sabe mucho sobre su infancia, aunque la describió en tan sólo cuatro palabras “fue una infancia feliz”. Ella sintió la muerte muy cerca, tan de cerca que tuvo que soportar la muerte de su madre, de su hermano y de su padre en un período de tres años. Él, de adolescente, vio frustrada su ilusión de ir a la Unión Soviética en el 29, que pasó a ser un viaje a Buenos Aires a buscar cómo ganarse la vida.
Ella recordaba su primera infancia por un “horno altísimo, en el cual la cal se echaba por arriba con el carbón en capas sucesivas y luego de cocida se sacaba por abajo”, que tenían en una casa en la que vivió, y por un árbol de magnolias bajo el cual se refugiaba para leer. Él recordaba que su lugar, su lugar favorito, era el armario, “de esos que ya no se ven en el mundo, esos armarios enormes que cubrían toda una pared y que casi siempre estaban llenos de trastos”, en el que se encerraba a leer. (Lea: Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares: Los que aman, odian)
Ella estudió música, pasó por el piano, más tarde por el violín, pero las palabras la atraparon y comenzó a escribir. Él dejó sus estudios en derecho y trabajó en cualquier oficio que se le presentara, pero pronto, al igual que ella, buscó todas las formas para escribir. Ella escribía sus poemas en sus momentos más negros, así sacaba una parte de su dolor; en los días alegres no le hacía falta porque esos ya los estaba viviendo. Escribía porque era “algo completamente natural que en determinados momentos debía hacer” y no tocaba sus poemas cuando ya estaban terminados. Él escribía en un tono existencialista, magistral, creía que la literatura era mentir bien la verdad y decía que escribía “porque es un acto amoroso que me da placer”. (Lea aquí Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre: amores existencialistas)
Ella y él, Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti, se conocieron en un café en el centro de Montevideo, en una reunión con los integrantes de la revista Número, entre los que estaban Mario Benedetti, Sarandí Cabrera y Manuel A. Claps, y de la que ella era una de los fundadores. Se hablaría sobre la última publicación del escritor, La vida breve. Ella no sentía entusiasmo de encontrarse con él, pensaba que era un cretino y un mujeriego, y él, por su lado, creía que ella solía “pescar” cada vez a un hombre para pasar la noche y que no era nada atractiva. Sin embargo, ella se quedó con lo seductor e inteligente que él se mostró, “era como la séptima maravilla”. Él, también, se quedó con la imagen de una hermosa mujer y sobre todo de su sonrisa de Gioconda. Después de ese primer encuentro, Vilariño diría que “esa misma noche me enamoré de él. Me enamoré, me enamoré, me enamoré”. (Leer Hannah Arendt y Martin Heidegger: De eros y logos)
Después de esa noche comenzaría una relación tumultuosa, de rupturas y reconciliaciones, de placer, de desencuentros, de reproches y a veces de alegría. Una relación intelectual y, a pesar de todo, duradera. Se veían esporádicamente, a veces sin aviso; se separaban por largo tiempo. La poeta confesó que “había un hombre que llegaba a mi casa sin aviso, a cualquier hora, cerrábamos las puertas y las ventanas. Se detenían todos los relojes. Ya no sabíamos si era de día o de noche o si era sábado. Nos transformábamos en enemigos, en parientes, en desconocidos”. Y después de esas noches en las que el mundo se detenía, se dejaban nuevamente.
Pero su intercambio de cartas duró para siempre. Cartas en las que se hablaban de letras, de prosa y poesía; cartas de juego, del uno hacia el otro; cartas provocadoras: él escribía que “de vez en cuando abro mi caja de seguridad y extraigo una fotografía de mujer tirada boca abajo en la playa. Beso ritualmente el hermoso culo de cartulina y lo vuelvo a guardar”; acusadoras y con reproches: “pasó el verano y no viniste”, decía ella; cartas interminables, que llegaban aun en los peores momentos.
Era una relación paradójica: se amaban y se odiaban. Él dijo alguna vez, en una de las pocas entrevistas que se dejó hacer, que creía que ella nunca lo amó verdaderamente, que fue algo puramente intelectual, de la cabeza, pero nunca del corazón. Ella decía a menudo que nunca se debió haber enamorado de Onetti, que eran totalmente opuestos, irreconciliables, imposibles de juntar, pero a la vez decía que fue el hombre de su vida.
Él se casó cuatro veces, ella una. Alguna vez él le propuso a ella que se casaran, pero la poeta no aceptó. Sabía que juntos no se dejarían vivir y que ella no sería una sumisa como, de alguna forma, había que serlo para ser su mujer. Él estaba con la tercera cuando conoció a Vilariño. La dejó y, cuando mejor estaban los dos, dijo que se debía marchar, pues le “tocaba” casarse con Dorotea Muhr, una violinista. Y aun con este nuevo matrimonio, no dejaron de verse y nunca se escondieron.
Se dedicaron libros. Ella uno de poemas, él una novela. El de ella se titulaba Poemas de amor y decía “A Juan Carlos Onetti”. El suyo lo tituló Los adioses y en una corta frase se leía “A Idea Vilariño”. El de ella era una recopilación de poemas con las palabras exactas, que eran como disparos. El de él da cuenta de por qué se lo considera un autor existencialista, el instaurador de la novela moderna en Latinoamérica.
Una noche, en 1961, los dos escritores se habían retraído por casi tres días en un cuarto, cuando ella, Idea, supo que una bala que iba dirigida al Che Guevara había matado al profesor Arbelio Ramírez. Ella, desesperada, se vistió y quiso salir para ver qué pasaba; él, controlador, le dijo que si se iba no lo iba a encontrar cuando volviera. Ella, aun así, se fue y cuando volvió él ya no estaba. Se separaron y ella escribía: “ya no será, ya no viviremos juntos”. No, ya no. “No me abrazarás nunca como esa noche, nunca. No volveré a tocarte. No te veré morir”.
Y así fue. Onetti fue condenado por la junta militar de la dictadura uruguaya, por sus publicaciones que no eran acordes con tal régimen. Fue encarcelado y luego puesto en libertad. Aunque fue una libertad a medias, pues tuvo que dejar su querido Montevideo e irse exiliado a España. Él alguna vez diría que nunca volvería, porque “ese Montevideo donde muchas veces fui feliz, ya no existe más”. Se quedó en España, en su cama, en donde reflexionaba, leía y fumaba. Y de vez en cuando le escribía a ella. Murió en Madrid, el 30 de mayo de 1994. Ella fue a visitarlo a su tumba y recordaba aquel episodio, en donde lo visitó pero vivo y enfermo, en Montevideo, y fue lo mismo de siempre, como si no se hubieran separado. Fue aquel día, como narra ella, “cuando me agarró con un vigor desesperado y me besó con el beso más grande, más tremendo que me hayan dado, que me vayan a dar nunca, y apenas comenzó su beso, sollozó, empezó a sollozar por detrás de aquel beso después del cual debí morirme”. Ella moriría el 28 de abril de 2009, 15 años después de su gran amor.
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Idea Vilariño
Nació en Montevideo, el 18 de agosto de 1920, y falleció en la misma ciudad, el 28 de abril de 2009. Poeta, ensayista, crítica literaria, perteneció al grupo de la Generación del 45. Fue también traductora, docente y compositora. Nació en una familia de clase media y culta, en la que desde niña la educaron en medio de la música y la literatura. Su padre, de nombre Leandro Vilariño, fue poeta, aunque sus obrasno fueron editadas en vida. Idea Vilariño comenzó a escribir desde la infancia. Sus primeros poemas en forma los concibió en la adolescencia, y poco después de haber cumpklido 21 años. Su primera obra reconocida fue La suplicante. Luego publicaría No y Pobre mundo, entre otras.
Juan Carlos Onetti
Destacada figura del Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60. Elogiado como uno de los máximos creadores de la narrativa en lengua castellana del siglo XX, es sin duda el más importante novelista que ha dado la literatura de su país, protagonismo que sólo puede disputarle Mario Benedetti, la otra gran figura de las letras uruguaya. Hijo segundo de un funcionario de aduanas descendiente de emigrados irlandeses (ONetty parece haber sido el apellido original) y de una brasileña que pertenecía a una familia de hacendados gauchos, desertó de los estudios de derecho a mitad de la carrera, y desde la temprana adolescencia frecuentó las redacciones de periódicos y revistas de ambos márgenes del Río de la Plata, viviendo alternativamente en Montevideo y Buenos Aires, ciudad esta última en la que se instaló por primera vez, y ya independiente de los suyos, cuando sólo contaba veinte años. Sus principales obras fueron Los adioses, El pozo, Cuando entonxces y Juntacadáveres.