¿Cuál fue el primer disco con el que sintió una conexión especial?
Creo que fueron tres. Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, porque hacía parte de la colección de mi papá y fue un disco que escuché sin parar cuando tenía unos 11 años. Now!, de The Rolling Stones. Y el primer disco que me regaló mi mamá, que fue la piedra fundacional de mi colección: Superhéroe, de Charly García. “No voy en tren” y “Yo no quiero volverme tan loco” son canciones que, cada vez que las escucho, devuelven a mi temprana adolescencia.
¿Recuerda lo que eso lo hizo sentir?
Particularmente Sgt. Pepper’s me voló la cabeza, como dicen los argentinos, porque era una música que lo atrapaba a uno y no lo dejaba salir. Ese disco tenía una magia tan especial que incluso un niño de 11 años podía quedar conquistado, a pesar de que, en definitiva, no son sonidos fáciles de asimilar. Pero The Beatles lograban llegarle a las personas sin importar su rango de edad y ese es un álbum que creo esconde una mística muy especial en los procesos de formación y de apropiación de la música.
¿Qué rol jugó su papá en la formación de su gusto musical?
Mi papá, junto con mi abuelo materno, eran muy melómanos, incluso mucho más amplios de lo que yo soy. En el caso de mi padre, le gustaba la música tropical, la andina, la clásica, el jazz, el tango y, por supuesto, el rock. Su colección era muy ecléctica y, de alguna manera, crecer en un hogar repleto de discos y de libros despertó en mí una sensibilidad muy interesante. Verlo sentarse en su estudio a escuchar discos de ABBA, Santana o The Beatles fue un faro para mí, y yo, de alguna manera, traté de seguir sus pasos. Por otro lado, mi abuelo tuvo una librería donde también vendía discos, entonces desde muy chiquito estuve en contacto con esos objetos y, para mí, el disco como objeto físico se volvió algo fascinante. A los 13 años, mi papá me regaló mi primer reproductor de CD y, a partir de ahí, me convertí en un obsesivo por la música.
¿Cómo se fue formando su propio criterio cuando dejó de escuchar únicamente los discos que tenían su papá y su abuelo?
Primero, de los discos que me regaló mi mamá en vinilo, a finales de los años ochenta e inicios de los noventa, particularmente los de Charly García, Los Prisioneros, Toreros Muertos y Hombres G. Segundo, de la radio, porque yo escuchaba mucho 88.9, Radioacktiva y Los clásicos del rock de Javeriana Stereo. Y, tercero, de las tiendas de discos. A comienzos de los años noventa, en Bogotá hubo un boom inimaginable de disqueras que vino de la mano de la apertura económica del gobierno Gaviria. Eso fue fundamental porque los disqueros eran como guías espirituales de ese camino musical. Gracias a esas tres cosas me desprendí un poco de los gustos de mi papá y empecé a construir una identidad propia, asociada netamente al rock británico.
Usted tuvo la fortuna de vivir la época dorada de las tiendas de discos. ¿Cómo se siente con la forma en la que ha cambiado nuestro acercamiento a la música ahora que casi todo es por streaming?
Fue un efecto pendular. Hubo una crisis de la industria del disco que se hizo muy notable a partir de 2007, cuando los sistemas de descarga masiva se popularizaron y el formato físico entró en declive. Pero más o menos unos ocho años después se dio un renacer que vino de la mano del aumento en el consumo de vinilos. Las series empezaron a hacer un trabajo muy fuerte de product placement y nos metían por los ojos que el consumo en físico era legítimo y bien visto. Ahora, sí creo que, aunque ya no vivimos la edad de oro de los años noventa —cuando existían Rock and Roll, Hi5, Musiteka, Caramba, Tower Records, Prodiscos, y una infinidad de opciones en toda Bogotá—, todavía quedan espacios, aunque en menor medida, y es importante que sigan existiendo. Para nuestra generación eso fue fundamental, porque había un esfuerzo real a la hora de adquirir un disco: llegar a él, conocerlo, apropiarse de la información que lo rodeaba.
¿Cree que todo eso se pierde cuando escuchamos música a través de plataformas digitales?
Mi generación conserva un vínculo tan fuerte con el objeto físico porque detrás de su consecución hay un trabajo importante y, además, conecta con un pasado en el que fuimos profundamente felices. Eso no lo produce ninguna plataforma. En el streaming las sensaciones son efímeras, incluso vacías hasta cierto punto. Yo jamás voy a caer en el juego del Wrapped de Spotify para compartir cuántas horas escuché música allí, cuando sé que tengo horas y horas dedicadas a mi colección de discos, lo que, para mí, es mucho más valioso.
¿Cómo describiría la conexión que se crea con el arte cuando está mediada por un objeto físico?
Es distinta, porque hay un proceso de comunión en el que mente, cuerpo, alma y corazón se conectan con el objeto físico. No solo a través de sensaciones sonoras, sino también visuales, porque van de la mano de la portada y los demás elementos que contiene el disco. Además, a eso hay que agregarle algo que hoy prácticamente no existe: la paciencia. Cuando uno está escuchando música en internet, tiende a ir pasando de canción en canción, además de que se llena de publicidad que corta un viaje que, con el objeto físico, sí puedes tener. Uno pone un CD, se sientas y se conectas de manera radical y profunda con el acto de escuchar música, pero hoy no hay paciencia. Estamos tan inundados de información y de ruido que los niveles de concentración bajan. Claro, lo digital tiene bondades que no desconozco, pero para mí, a la hora de aprehender, profundizar y apropiarme de algo, el objeto físico —sea un libro o un disco— es insuperable.
¿Cuáles son los objetos más preciados de su colección?
Es difícil decirlo. En mi colección tengo más de seis mil compact disc y algunos miles de LP —heredados de la colección de mi padre—. Entre esos, tengo varios discos firmados que, para mí, tienen un valor superlativo: discos de Genesis firmados por el guitarrista Steve Hackett, de Supertramp firmados por Roger Hodgson, de Porcupine Tree firmados por Steven Wilson, y de The Alan Parsons Project firmados por Alan Parsons. Ahí hay un elemento muy interesante, porque esas firmas tienen un valor fundamental y, gracias a Dios, he tenido la fortuna de conocer a estos músicos.
También tengo box sets hechos en el Reino Unido, temáticos sobre el post-punk y el new wave, que tienen un valor importante porque son productos descontinuados. Tengo de The Who, Genesis, The Jam y Pink Floyd que ya no se consiguen en el mercado y cuyo valor es bastante alto.
Y, tal vez, en términos de vinilo, el más especial es Superhéroe, de Charly García, que es un compilado colombiano. Es un disco muy buscado entre los coleccionistas de Charly García porque solo se editó en Colombia para promocionar su primera visita al país y, además, utiliza de manera inadecuada el nombre de una canción de su disco Yendo de la cama al living, lo que lo convierte en una especie de referente. Además tiene la contraportada de Clics modernos y una foto que se usó en el interior de Yendo de la cama al living. Todo eso lo hace muy especial entre los coleccionistas. Hoy en día, si lo buscas en el mercado de los especuladores de vinilo en Bogotá, uno puede pedir hasta medio millón de pesos por ese disco.
Para usted, ¿qué significa ser melómano?
Ser melómano es amar la música en su forma más pura y romántica, si ese fuera un término adecuado. Es una devoción, o mejor, un estilo de vida, en el que existe una entrega profunda al objeto y, en mi caso, al completismo frente a los artistas que me gustan y me apasionan. Yo tengo una devoción completista por el rock anglosajón, por el rock británico y también por el rock argentino. Haré todo lo posible por saciar esa necesidad de tener esos objetos que nutran mi colección, y por eso sé que es una pasión infinita. A veces uno se pregunta si llegará el momento en el que va a dejar de comprar discos, y la respuesta es no: al melómano siempre le hace falta un disco.
¿Cómo se relaciona con los géneros que personalmente no le gustan, pero que, como melómano, reconoce como importantes en la escena musical?
Es curioso, porque yo no desconozco el legado, la importancia y el valor cultural de géneros como la salsa o el jazz, por ponerte un ejemplo. Sin embargo, como dice el personaje que interpreta Guillermo Francella en El secreto de sus ojos cuando habla de Racing Club de Avellaneda, una pasión es una pasión y uno no puede cambiar de pasión, de la misma manera en que no cambia de equipo. Yo soy hincha de Millonarios y siempre lo seré; por mi cabeza no pasa la idea de volverme hincha de Santa Fe o de Atlético Nacional, por ejemplo. Eso es absurdo pensarlo.
Lo mismo sucede cuando uno desarrolla una devoción completista por un estilo como el rock anglosajón y, en mi caso, por el rock británico, que es el que realmente me desvive y me inquieta más, junto con el rock argentino. Entonces no me planteo —y estoy absolutamente seguro de ello, aunque nunca se deba decir nunca— desarrollar un interés siquiera mediano por explorar y entender la salsa. No quiero. No me interesa, no me llama la atención, porque amo profundamente el rock anglosajón en todas sus formas.
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