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John Howard Griffin: El hombre blanco que se tiñó de negro para escribir sobre negros

¿Qué siente un hombre que sufre una discriminación basada en el color de su piel? John Howard Griffin –un hombre blanco– llevaba un tiempo dándole vueltas a la misma pregunta.

Sorayda Peguero

28 de marzo de 2018 - 10:00 p. m.
Ilustración La Ché
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Apareció colgado de un semáforo. Lo vieron todos los que pasaron a primera hora de la mañana por la calle principal de Mansfield, en Texas. Era un muñeco de trapo, mitad blanco, mitad negro, vestido como un señor, con una cuerda alrededor del cuello y un nombre escrito en la espalda: John Howard Griffin.

—¿Crees que tu vida corre peligro? —le preguntó un periodista a Griffin.

—No tengo ni idea —le respondió él, recordando, quizás, la advertencia que un amigo le había hecho solo seis meses antes: “Conseguirás que te maten”.

Griffin quería creer que el linchamiento de un muñeco con su nombre era la broma pesada de un fanático, una anécdota de la que pronto nadie hablaría. Esperaba que alguien llamara para decirle que aquel era un acto vergonzoso. Pero el silencio era absoluto, pesado como un bloque de hormigón y, por encima de todas las dudas que lo abrumaban el 2 de abril de 1960, se imponía una necesidad: marcharse cuanto antes con su mujer y sus tres hijos a un lugar seguro.

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¿Qué siente un hombre que sufre una discriminación basada en el color de su piel? John Howard Griffin –un hombre blanco, de ascendencia irlandesa, pelo castaño, 39 años, nacido en Dallas, Texas, novelista, periodista, veterano de la Segunda Guerra Mundial– llevaba un tiempo dándole vueltas a la misma pregunta. La noche del 28 de octubre de 1959 estuvo repasando las páginas de un informe que había sobre la mesa de su despacho. El informe hablaba de una ola de suicidios: los negros del sur de Estados Unidos se estaban matando. Preferían acabar con su propia vida antes que seguir soportando el yugo de la discriminación. Griffin estaba dispuesto a llevar la empatía hasta las últimas consecuencias posibles. Quería sentir como un negro, sufrir como un negro, vivir como malvivía un negro en el lugar más inhóspito de su país para un hombre de piel oscura. Quería despertar una mañana en la piel de un hombre negro.

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El 1° de noviembre de 1959, Griffin se instaló en un hotel del Barrio Francés de Nueva Orleans. Al día siguiente se trasladó a la casa de un amigo y buscó los teléfonos de los dermatólogos de mayor prestigio en la ciudad. Consiguió una cita con un doctor que nunca había atendido un requerimiento como el suyo. Al doctor le pareció una apuesta peligrosa. Griffin quería cambiar la pigmentación de su piel para pasar al otro lado de la barrera. Eso lo pondría en situaciones para las que quizás no estaba preparado. El doctor le advirtió que era entrar en terreno peligroso. Pero de todos modos aceptó la propuesta. A partir de aquel día, Griffin empezaría a ingerir pastillas de Oxsoralen, un medicamento que suele emplearse para tratar el vitiligo, una enfermedad que provoca manchas blancas en la piel. También debería tomar rayos ultravioletas con una lámpara solar y someterse a varias pruebas de sangre para descartar efectos secundarios como daños en el hígado.

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La piel de Griffin empezó a oscurecerse. Seis días después de que comenzara el tratamiento, se presentó a su última visita médica. El doctor le dijo que con el paso de los días la respuesta de la medicación sería cada vez más notoria. Griffin estaba ansioso por emprender su investigación. Convino con el doctor que emplearía una estrategia para agilizar el proceso. Regresó a la casa de su amigo y se encerró en el cuarto de baño con unas tijeras y varias cuchillas de afeitar. Primero se cortó el pelo. Después se afeitó la cabeza. Se desnudó y empezó a aplicarse tinte con una esponja, en todo el cuerpo. Cuando se paró ante el espejo, sintió que la evidencia lo superaba. Apenas se reconocía a sí mismo: “Había manipulado el misterio de la vida y había perdido el sentimiento de mi propio ser (…) El Griffin que yo era se había vuelto invisible”.

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Lo esperaban las calles de Nueva Orleans, Mobile, Montgomery, Georgia. Lo esperaban el gueto, la miseria, las miradas de rechazo, las puertas traseras y el maltrato gratuito. Griffin aprendería que un hombre negro calmaba su hambre, su sed y su necesidad de ir al baño donde lo dejaban. En espacios especiales para la gente como él. Así eran las cosas en el sur.

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En Nueva Orleans trató de encontrar trabajo como contable o mecanógrafo. Pero no lo aceptaron en ningún sitio. Su amistad con un limpiabotas llamado Sterling Williams le sería de gran ayuda. Williams era un negro dicharachero que había perdido una pierna en la Primera Guerra Mundial. Conocía el secreto de Griffin. Él y su socio, al que Griffin se refiere solo como Joe, tenían un puesto fijo al lado del Mercado Francés. Ambos estuvieron de acuerdo con que los ayudara a lustrar zapatos. Sabían que a Griffin no le lloverían mejores ofertas. La desigualdad económica, y la falta de oportunidades educativas y laborales, garantizaban que los negros se mantuvieran alejados de cualquier posibilidad de desarrollo. Afortunadamente, el experimento de Griffin estaba siendo financiado por George Levitan, un comerciante judío que era propietario de la revista Sepia. Levitan respaldaría a Griffin económicamente a cambio de que escribiera algunos artículos sobre su investigación.

Al poco tiempo de llegar a Nueva Orleans, Griffin tuvo la impresión de que allí los blancos lo trataban con cierta cortesía, pero después descubrió que no era más que una cortesía encubierta: “Todas las cortesías del mundo no eliminaban la única descortesía vital y masiva: que al negro no se le trata como a un ciudadano de segunda clase, sino como alguien de décima clase. Su vida diaria es un recordatorio de su condición inferior”. Cuando Griffin les dijo a sus compañeros que se marchaba a Misisipi, trataron de disuadirlo para que no se fuera: “Tratan a los negros como perros. De verdad que es mejor que no vayas”, le advirtió Williams. Para Griffin, exponerse a ser tratado como un animal formaba parte de su trabajo.

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Misisipi olía a queroseno y a carne asada. Griffin llegó al barrio negro de Hattiesburg por la noche. Cuando iba caminando por la calle principal, unos hombres blancos le vocearon obscenidades y le lanzaron una mandarina desde un coche en marcha. Fue un tiro fallido: la fruta se estrelló contra la pared de un local. Esa noche, Griffin estuvo llorando. A solas, en una habitación recién alquilada, sintió un fogonazo de odio contra la gente de piel blanca. “¿Por qué lo hacen? ¿Por qué nos mantienen así? ¿Qué ganan con eso? ¿Qué mal se ha apoderado de ellos?”. La dependienta que le vendió el boleto de viaje en la estación de autobuses le arrojó el cambio de un billete de 10 dólares a los pies: “Me incliné y recogí el cambio y el boleto del suelo. Me pregunté cómo se sentiría ella si supiera que el negro con el que se había comportado de una forma tan impropia, era habitualmente un blanco”. Luego, el conductor del autobús que lo llevó a Misisipi les impidió ir al baño durante una parada de descanso, a él y a los demás negros que viajaban en los asientos traseros. “Los blancos salieron todos”, protestó Griffin. El conductor fue tajante y grosero: “Vuelve a meter el culo ahí dentro como te he dicho”. Griffin sentía repugnancia y dolor. Sabía que en cualquier momento podía renunciar al infierno que había elegido por voluntad propia, regresar a su casa, con su esposa y sus hijos. Pero su identidad de hombre negro se imponía con gran fuerza sobre él, y sus privilegios de blanco parecían parte de un pasado lejano y borroso. No era el momento de abandonar.

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Casi todos los negros que Griffin conoció en el sur vivían en la pobreza. En Alabama se encontró con un hombre que lo rescató de una tediosa y solitaria caminata. Griffin llevaba todo el día vagabundeando bajo el sol. No había encontrado un lugar en el que un negro pudiera comprar comida. Ni siquiera había podido beber un vaso de agua. Caminó sin rumbo fijo hasta que aquel hombre detuvo su coche y se ofreció a llevarlo. Le dijo que podía pasar la noche en su casa, donde su mujer y sus seis hijos pequeños lo esperaban para cenar. Vivían en una cabaña de solo dos habitaciones y dos camas. Griffin tendría que dormir en el suelo, en el cuarto de los niños. En la oscuridad, mientras escuchaba el zumbido de los mosquitos y la respiración acompasada de los pequeños, Griffin pensó que la única diferencia que había entre aquellos niños y sus hijos era la condena que pesaba sobre éstos por el color de su piel. ¿Por cuánto tiempo conservarían la inocencia, la risa fácil, el apego a la vida? Si “nadie, ni siquiera un santo, puede vivir sin un sentido del propio valor”. Los grupos de odio pondrían todo su empeño en arrebatarles ese derecho esencial. ¿Tenía sentido vivir así? Comer, beber, estar alerta ante la insistente amenaza del peligro, eran los únicos pensamientos que habían ocupado su mente durante los últimos días. Pensar en los pequeños placeres de la vida era un privilegio que un negro como él no podía permitirse. Griffin estaba exhausto. Solo le quedaba el consuelo de la noche, el deseo ingenuo de sentirse a salvo: “Un negro se fundía discretamente en la oscuridad”.

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“He buscado diligentemente todos los rasgos de “inferioridad” entre ellos y no he podido encontrarlos. Todos esos epítetos cuya validez se da por supuesta aplicados a la raza negra y aceptados ampliamente como verdaderos, incluso por hombres de buena voluntad, resultan claramente falsos cuando uno vive con ellos”. Griffin había estudiado los argumentos antropológicos que los racistas usaban para remarcar las “diferencias” entre los negros y los blancos. La incapacidad intelectual y la inmoralidad sexual eran los prejuicios más populares entre los segregacionistas. Le resultaba curioso el interés que mostraban algunos hombres blancos por la vida sexual de los negros. Una noche, mientras hacía autostop en una carretera, Griffin consiguió que varios coches se detuvieran para llevarlo. Era un gesto que los blancos solo se permitían en la oscuridad. Jamás lo hacían a plena luz del día, cuando las miradas racistas velaban por la estabilidad de la “supremacía blanca”. La mayoría de los conductores le preguntaron si había tenido sexo con una mujer blanca y sobre las “extrañas” prácticas sexuales de los negros. También le preguntaban si era cierto que los negros tenían los genitales tan grandes como se decía. Uno de ellos no tuvo reparos en pedirle que se exhibiera para él, y un hombre de unos 50 años le contó que había tenido sexo con todas las mujeres negras que había contratado para trabajar en su negocio. “Si no lo aceptan, no consiguen el trabajo”, dijo.

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El 14 de diciembre de 1960, Griffin volvió a recuperar su identidad de hombre blanco. Había dejado de tomar la medicación y al día siguiente volaría rumbo a Texas. Después de unos días de tranquilidad, su vida cambiaría radicalmente. Ante las constantes amenazas de muerte que recibían por correo y por teléfono, Griffin y toda su familia abandonaron Mansfield para establecerse en Morelia (México). Cuando la noticia de su experimento se hizo pública, en febrero de 1961, los grupos de odio no le perdonaron que se atreviera a contar una realidad que daba cuenta de una de las mayores vergüenzas de su país. Griffin no solo escribió artículos sobre el racismo, colaboró con varios activistas –Dick Gregory, P.D. East, Martin Luther King, Sarah Patton Boyle– y ofreció entrevistas para medios nacionales e internacionales. Los detalles de su viaje, viviendo como un hombre negro en el sur de Estados Unidos durante siete semanas, fueron reunidos en un diario que publicó en 1961 con el título Negro como yo. Griffin siguió trabajando a favor de los derechos civiles y, aun después de ser secuestrado y torturado por miembros del Ku Klux Klan, continuó ofreciendo conferencias basadas en su testimonio. “Yo podría haber sido un judío en Alemania, un mexicano en ciertos estados o un miembro de cualquier grupo “inferior” –escribió Griffin–. Solo los detalles habrían cambiado. La historia sería la misma”. 

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John Howard Griffin murió el 9 de septiembre de 1980.

* “Negro como yo” fue publicado en 2015 por la editorial española Capitán Swing.

Por Sorayda Peguero

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