José Mujica: Volver a la vida (III)
El expresidente uruguayo comenzó a preocuparse por los asuntos sociales de su país a los 14 años. Figura excepcional entre los políticos, estuvo preso durante 12 años por haber hecho parte del Frente de Liberación Tupamaros. Cuando volvió a la libertad, dijo que gran parte de lo que fue después de su encarcelamiento se lo debía a aquellos tormentosos años. En el 2009 fue elegido presidente del Uruguay, pero el cargo no transformó su forma de vida, que era y fue, en sí misma, un mensaje y un llamado de atención.
Fernando Araújo Vélez
En su larga “noche de 12 años”, José Mujica pasó de la rabia a la indignación, del deseo de venganza a la resignación, y de ahí, a la locura, o eso fue lo que comentaron sus viejos compañeros en Tupamaros, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro. “Al Pepe se le voló. Estábamos todos ahí. El Pepe pensaba que le habían colocado un micrófono. O hablaba en sueños y (pensaba que) querían información. Eran alucinaciones auditivas”, le relataría Rosencof a Mauricio Rabufetti para su libro “José Mujica, La revolución tranquila”, muchos años después de aquella locura y de aquel dolor, de aquel ir de prisión en prisión por toda Uruguay, y de ser humillados, apaleados de mil maneras distintas. Los llamaban “Los rehenes”, para no admitir que eran presos políticos y poderlos golpear más, sin ningún miramiento.
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En su larga “noche de 12 años”, José Mujica pasó de la rabia a la indignación, del deseo de venganza a la resignación, y de ahí, a la locura, o eso fue lo que comentaron sus viejos compañeros en Tupamaros, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro. “Al Pepe se le voló. Estábamos todos ahí. El Pepe pensaba que le habían colocado un micrófono. O hablaba en sueños y (pensaba que) querían información. Eran alucinaciones auditivas”, le relataría Rosencof a Mauricio Rabufetti para su libro “José Mujica, La revolución tranquila”, muchos años después de aquella locura y de aquel dolor, de aquel ir de prisión en prisión por toda Uruguay, y de ser humillados, apaleados de mil maneras distintas. Los llamaban “Los rehenes”, para no admitir que eran presos políticos y poderlos golpear más, sin ningún miramiento.
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Todos quedaron “tocados”, como ellos mismos dijeron. Tocados, heridos, dolidos. En un principio, año 73, mientras estuvieron en los cuarteles de Santa Clara del Olimar, Rosencof y Fernández Huidobro se comunicaban en claves de golpe de pared, para llamarla de alguna manera. Se inventaron un código en el que los golpes eran letras, como lo contarían luego, muy luego, en un libro, “Memorias del Calabozo”. Mujica se aisló, y en su aislamiento comenzó a oír voces y sirenas y a hablar con la nada, hasta que lo trasladaron a un centro psiquiátrico. Le recetaron pastillas, pero él no se las tomaba. Creía que lo iban a matar, o que eran sedantes con algún otro componente y que aquella combinación lo haría hablar. No iba a hablar. No iba a delatar a nadie. No iba a comprar algo de comodidad con nombres y direcciones.
No iba a dejar de luchar, más allá de que su única lucha por aquellos años solo pudiera ser callar. Callar, y a veces llorar, y seguro, como en un poema de Mario Benedetti, repetir, “Llora no más Botija, son macanas, que los hombres no lloran. Aquí lloramos todos. Gritamos, chillamos, moqueamos, berreamos. Maldecimos, porque es mejor llorar que traicionar, porque es mejor llorar que traicionarse. Llorar, pero no olvides”. Cuando salió de la cárcel, en 1985, luego de que la sociedad uruguaya refrendara en las urnas su deseo de que no hubiera más dictaduras, tenía claro que seguiría luchando, y que como lo había acordado con Raúl Sendic en uno de los pasillos de una de las tantas prisiones en las que estuvo, lo haría sin armas y a plena luz del día, con los viejos compañeros de antes y con los que quisieran sumarse.
Lo hizo, muy a pesar de que apenas salió, algunos de los representantes de los sectores interesados en que todo siguiera como estaba lo atacaron y lo señalaron. Comenzaron a diseminar la idea de que un guerrillero jamás iba a dejar las armas, y de que si lo había dicho y prometido, sus promesas solo eran para la tribuna. Dijeron que quien mataba volvía a matar, y difundieron la duda de si José Alberto Mújica Cardone había matado a alguien con sus propias manos. La gente del común empezó también a hacerse la misma pregunta. Y los medios de comunicación, por supuesto. Él jamás respondió, simplemente porque era consciente de que hacía parte de un grupo, y como parte de ese grupo, se responsabilizaba de todas y de cada una de sus acciones. Incluso, empezando por las que habían sido un fracaso.
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En 1985, Mujica, junto a su esposa, Lucia Topolanski, una compañera de los tiempos de la guerrilla, y Sendic, y Rosencof, y Fernández Huidobro, y tantos y tantos antiguos legionarios, formaron el partido político del MPP (Movimiento de Participación Popular). Inmersos dentro del mundo de la política, fueron conquistando electores, que más que electores eran gente y necesidades y demandas por cumplir. Mujica pasó de ser diputado, a senador, y en el 2009, a candidato a la presidencia. Hablaba de cosas sencillas, pero profundas. Esenciales. Decía que había que luchar, ante todo, por devolverle la libertad a los uruguayos, con todos los conceptos y acciones que había detrás de aquel de “libertad”, que en últimas, consistía en que no le robaran “el tiempo las ataduras materiales para hacer aquellas cosas que me motivan”, como lo respondió a Rabufetti.
Mujica vivía de acuerdo con sus palabras y sus ideas. Era consecuente. Una casa de 80 metros cuadrados de dos ambientes, un pedazo de tierra con flores, algunos recuerdos, un simple armario con la ropa de toda la vida, unos cuantos libros, un Volkswagen del los años 80, una perra que caminaba en tres patas… No le sobraba nada. Tampoco le hacía falta nada. Su imagen como político era la de un hombre como todos, “Naides es más que naides”, y aquella imagen, su presencia, sus palabras, su andar lento, se le fueron metiendo a la gente, que en 2009 lo eligió como su presidente. Él era el mensaje hacia afuera, y era su propio mensaje y su campanazo de alerta para no acomodarse, pues vivir donde vivía y como vivía le recordaban día y noche su pasado, sus luchas, y eran como aquella frase que le repetían a los emperadores romanos el día que los coronaban: “recuerda que eres mortal”.