Para el día de su posesión como presidente de la República del Uruguay, 1 de marzo de 2010, José Alberto Mujica se mandó a hacer un vestido nuevo. Azul, de corte clásico, lo combinó con una camisa blanca, un pañuelo, zapatos negros, y la bandera azul celeste y blanca atravesada en su pecho. Quienes lo conocían, sonrieron, no tanto porque se viera como un presidente típico, o como un político tradicional, como por su imagen. Sabían, desde hacía años sabían y era lógico suponerlo, que Mujica no era un hombre de modas. Era, más bien, un sujeto inmerso en una constante trasantepenúltima moda, que era como decir que las tendencias impuestas por el mercado, “el dios del mercado”, como lo llamaría años más tarde, eran un enemigo a combatir. Sin embargo, ese día cedió a la solemnidad, a los ritos y a la trascendencia de hablar y de seguir hablando con su manera de vestir.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Le sugerimos leer José Mujica: Volver a la vida (I)
En palabras, dijo, entre tantas cosas: “No por estar arriba, tu corazón y tu compromiso dejan de estar abajo”. Habló sobre la importancia de armar equipos en la vida, de trabajar con el otro y para el otro, y repitió, como lo había hecho durante la campaña electoral, la frase que lo defienda a él, y que había definido a los uruguayos desde los tiempos de la independencia, “Naides es más que naides”. Saludó de mano a los altos mandos militares que habían ido a su posesión, ante la curiosidad de miles de personas que asistieron a la Plaza de la Independencia del mausoleo de José Artigas, pleno Montevideo, y que vieron y escucharon la ceremonia por televisión y por la radio. Unos más, unos menos, casi todos sabían de su pasado como Tupamaro, de sus largos años inmerso en secuestros, luchas, golpes, persecuciones, tomas, atracos, idas y vueltas.
Y más allá de aquella militancia, eran conscientes de que precisamente los militares habían perseguido a Mujica con saña, cuando lo llamaban comandante Facundo, y lo habían encarcelado, y lo habían trasladado de prisión a prisión, y que lo habían torturado hasta volverlo prácticamente loco. Mujica les respondió con nobleza. Su gesto fue, como su vestimenta, como la elección del lugar de la posesión, en honor al héroe de la patria, un discurso en sí mismo: la promesa de que los rencores del pasado habían quedado atrás, y de que los odios y las divisiones ni se heredaban ni harían parte de su gobierno. “Pertenecemos a una generación en la que soñamos con construir como pudiéramos una sociedad mejor”, dijo ese día de sol y luminosidad. Jamás había dejado de soñar ni de luchar por lograr una sociedad mejor.
Desde aquel día, su lucha tuvo más sentido. Lo trascendente, lo que iba a transformarle en algo la vida a algunos de los tres millones de uruguayos que lo habían elegido presidente empezaba en ese instante. El cargo era un paso para algo más. El cargo era solo un título con unas pompas, no un fin. El fin era lo que iba a hacer. O el principio de ese fin, de aquel objetivo que había dejado planteado en su discurso, construir una sociedad mejor. Alejado de las tradiciones políticas, y de los típicos políticos y sus acuerdos, Mujica comenzó a revolucionar a Uruguay con sus propuestas, tan lógicas para el común de la gente, pero tan imposibles por la poca voluntad de los políticos, y gobernó con sus compañeros de antes y con quien tuviera algo para aportar. Lo suyo era una profunda y enérgica voluntad de cambio.
Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos: José Mujica: Volver a la vida (II)
En julio de 2012, Mujica presentó ante el Congreso un proyecto de ley que pretendía legalizar el tráfico y el consumo de marihuana en su país. La idea, polémica, difícil, se sustentaba en una propuesta que años atrás le había comentado su compañero de militancia y de cárcel, Eleuterio Fernández Huidobro, y le apuntaba a largo plazo tanto a la seguridad como a la educación. Las cifras de la OEA, y de varios organismos internacionales dedicadas a la investigación del tema drogas, guerra, economías, sociedad, muerte y demás, decían que más del 40 por ciento de los presos en el mundo habían sido condenados por asuntos relacionados con la droga, y que solo Estados Unidos, en teoría el país más interesado en combatir el narcotráfico, había destinado cada año más de 50 mil millones de dólares en ese objetivo, desde que en 1971 el entonces presidente, Richard Nixon, le hubiera declarado la guerra a las drogas.
Los uruguayos, según los primeros sondeos, se mostraban casi en un 70 por ciento en contra de la ley de Mujica. Unos, por tradición. Otros, para preservar lo que consideraban “las buenas costumbres”. Algunos, por simple juego político. Y por ahí, diseminados, estaban los que consideraban la medida como una incitación a la drogadicción y una manera de fortalecer al narcotráfico. De cualquier forma, José Mujica siguió adelante, convencido de los beneficios de la ley y de que sólo legalizando las drogas se podría combatir con efectividad la guerra que desataba su prohibición. En el fondo, había muchos intereses entre muchos actores para que la guerra contra el narcotráfico continuara. A fin de cuentas, bajo el pretexto de aquella guerra, muchos “combatientes” se habían vuelto multimillonarios.
Necesitaban, y por lo tanto, deseaban que la guerra continuara, y si era para siempre, mejor. Aunque sonara paradójico, la guerra los legitimaba, bajo pomposos nombres y en pomposas oficinas, con todo el reguero de presupuesto, apoyo, prebendas y millones de millones que aquella legitimación llevaba consigo. La ley, por fin, se aprobó en diciembre de 2013. Mientras parte de la opinión pública internacional aplaudía la medida, con titulares y columnas de opinión en algunos de los más prestigiosos medios, los interesados en continuar con la vieja guerra la criticaron, en especial, los partidos de derecha y la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, cuya función era y sigue siendo trabajar para que los acuerdos sobre leyes de estupefacientes y persecuciones, etcétera, se cumplieran.
Le sugerimos leer José Mujica: Volver a la vida (III)
Pasados muchos años, seis, para ser exactos, las opiniones de antes y los estudios que las sustentaban, continuaron transitando por veredas encontradas. Por un lado, las cifras oficiales del gobierno del Frente Amplio indicaban que le ley de la marihuana le había quitado al mercado negro y al tráfico de estupefacientes cerca de 20 millones de dólares, y por otro, datos de los opositores, que eligieron a Luis Lacalle en noviembre de 2019, luego de 15 años de gobiernos izquierdistas, señalaban que el número de consumidores y la violencia habían aumentado. Lacalle, sin embargo, fue claro en anunciar que no iba a tratar de derogar la ley de la marihuana, y que iba a intentar agilizar los procesos de su exportación con fines medicinales, sobre todo luego de que la ONU la declarara así durante su convención sobre drogas de comienzos de diciembre.