A modo de “matar dos pájaros de un tiro”, Julio Cortázar le envió una carta al poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar el 10 de mayo de 1967, que servía tanto de correspondencia personal como de artículo para la edición de noviembre-diciembre de ese mismo año de la revista Casa de las Américas. En la misiva, el argentino se propuso explicar cuál era su posición frente a lo que se hacía llamar un “intelectual latinoamericano”, un grupo al que sabía que no podía rehusar del todo, pero al que se sentía en la obligación de poner bajo sus propios términos.
“Me considero sobre todo un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los juegos de palabras", escribió.
Para ese entonces, Cortázar llevaba ya 16 años viviendo en Francia, una condición que en varias ocasiones le reprocharon por tratarse de un novelista de y para Latinoamérica que ya llevaba mucho tiempo alejado de su tierra. Una de esas “nacionalistas de escarapela y banderita”, como las llama en su carta a Fernández, al parecer fue una escritora que con gran indignación expresó que los premios de literatura argentina debían concederse únicamente a residentes en el país, después de que Cortázar recibiera uno de ellos.
Pero el escritor no tenía ninguna intención de dejarse amedrentar por tales reproches y, al contrario, dedicó ese espacio en la revista para hablar sobre en lo que, para él, se había convertido la figura del “intelectual latinoamericano”. Si por un lado estaban los políticos, los diplomáticos y los militares manejando las guerras y las hambres del mundo, ¿cuál era exactamente el rol que estaban llamados a cumplir aquellos que con una pluma o un pincel se enfrentaban a su realidad?
En principio la respuesta podría ser sencilla y es que el arte, como la gran mayoría de aspectos de nuestra vida social, no estaba exento de una carga política. Cortázar lo sabía muy bien, pero se enfrentaba a quienes, bajo esta bandera, consideraban que esto significaba que la creación debía estar siempre al servicio de la militancia y que su exilio voluntario era una afrenta contra las nación que retrataba en su literatura. Esta carta, por lo tanto, le sirvió como una forma de afrontar tales reproches, no como quien cree que debe justificar una decisión como esta, sino como quien se ve en la obligación de sentar una posición política y poética al respecto.
El escritor como un testigo de su tiempo
“En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico”, escribió Cortázar. Este es uno de los puntos centrales que va desarrollando durante toda la carta y cuyo núcleo sitúa en su percepción personal de la Revolución Cubana.
A pesar de que su posición fluctuó en años siguientes, en el momento en el que escribió esta carta se sentía sumamente comprometido con los ideales de la Revolución. Creía en “el futuro socialista de la humanidad” y, además, estaba convencido en su responsabilidad personal en ese panorama. Sin embargo, a diferencia de quienes convertían su arte en un panfleto, Cortázar se resistía a encerrar su literatura únicamente a la defensa de un ideal.
“A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones «latinoamericanas» o «socialistas» entendidas como a prioris pragmáticos", escribió.
En el escritor convivían las dos posiciones de aquel que se siente en la obligación de actuar acorde con sus posturas políticas y quien creía que la creación artística no tenía que ser un manifiesto. Porque en el fondo del pensamiento cortazariano está la idea de desligarse de ese maniqueísmo y sacudirse de todo aquello que sepa a dicotomía. En otras palabras, su arte no tenía que decir expresamente “¡Soy revolucionario!" para que se entendiera que ese era el lugar desde el que lo hacía.
“Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro", escribió. De ahí que no le afectara escribir sobre y para Latinoamérica desde Europa, porque no consideraba que esta fuera una condición que eliminara su “argentinidad”, sino que la nutría desde una orilla distinta.
Su conclusión en esta carta, que se convirtió con los años en una de las declaraciones de principios más reconocidas del autor, fue que no se trataba de exprimir arte desde la militancia, sino de crear bajo una fuerte conciencia de la realidad política y social del propio país y del mundo, pero siguiendo ante todo una pulsión creativa propia.
“Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían [Ezequiel] Martínez Estrada y [Albert] Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados".