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Por: Farouk Caballero / especial para El Espectador
Para decirlo de forma muy breve, bastaría señalar que Barranquilla sería una mejor ciudad si por cada Biblia en casa, también hubiese un libro de Marvel Moreno. Si yo fuese alcalde de la ciudad de los Char y las ventanas, decretaría que ningún bachiller puede graduarse sin leer y entender la novela con el título más barranquillero que existe: En diciembre llegaban las brisas (1987). Barranquilla no se puede comprender sin el pensamiento de Marvel Moreno. Por eso, este 5 de junio, fecha de su viaje a la biblioteca de los imprescindibles, es más que necesario recordarla.
Para este terrible 2020, el sello Alfaguara publicó en marzo El tiempo de las amazonas. La novela póstuma de Marvel Moreno ha sido sensación en ventas y su pluma, ácida y con filigrana, vuelve para refrendar su inmortalidad y hablarle directamente a la Barranquilla maquillada de los clubes que tanto detestó. Esa misma Barranquilla es la que para conversar sobre cualquier tema pregunta tu origen socioeconómico con un eufemismo que ya es marca registrada de los paisanos de Marvel: “¿tú de qué Colegio eres?”.
En el libro, las hijas de Marvel, Carla y Camila, acotaron en un prólogo breve la siguiente frase que define la búsqueda literaria del texto: “De este modo, los valores que ella defendía intensamente —la emancipación de las mujeres, la importancia de una vida sexual satisfactoria, la tolerancia y el respeto por el otro— están presentes en esta novela de principio a fin”.
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Muy a su estilo, Marvel inicia pisando fuerte. Busca, quizás, que sus lectoras peleen más por su libertad y antes de pensar en sumergirse en las playas de Miami, se sumerjan en la lectura. Por eso, sostiene: “en Barranquilla los chicos de cada barrio formaban bandas para matar a los pájaros a punta de honda; leer en una plaza habría provocado la hilaridad de los transeúntes y, besarse en público, la pérdida de la reputación”. La vigencia de esta cita es incontrovertible. Hoy, un par de muchachos se besan y la mujer queda lapidada por la inquisición del chisme; la cual, dicho sea de paso, se riega en la capital del Atlántico a velocidades más impresionantes que el mismo COVID-19. Tal vez, sólo de esa manera las mujeres barranquilleras no hagan la gran Paulina Vega, quien es el súmmum universal de la incoherencia, pues pelea con Donald Trump y apoya al uribismo.
En los distintos relatos, sus personajes femeninos viajan y disfrutan del mundo, del sexo, de las artes, de la gastronomía, del alcohol y de los placeres de la vida, pero el regreso a Barranquilla se expone como el retorno a una cárcel donde la mujer pierde toda libertad y se desfigura. Queda reducida a un objeto decorativo, pero eso sí, bien maquillado. Cuando una de sus protagonistas retorna, el ambiente es explícito: “Sólo al llegar a Barranquilla se acostó con él y se volvió frígida. Su cuerpo se cerró como una ostra. Trató de interesarse en la maternidad y finalmente confió sus hijas al cuidado de la fiel Clementina. Para complacer a José Antonio se integró a la vida social de Barranquilla y muy pronto se aburrió de las fiestas y cocteles de aquella burguesía provinciana. Abrió un almacén de ropa para niños y ganó mucho dinero, pero le hacían falta sus amigas, su madre y esa Francia depurada por siglos de civilización, donde la gente no hablaba a gritos, ni afirmaba enfáticamente sus opiniones, ni relegaba a las mujeres a una situación de segundo orden convirtiéndolas en apéndices de sus maridos”.
Barranquilla es para las amazonas una ciudad que corta las alas. Allí, donde vive la “gente de bien” de los clubes, las mujeres están resignadas y muchas veces condenadas a muerte como le pasa a otra protagonista de los relatos: “Su amiga Cristina, en cambio, había muerto. Se le dio por regresar a Barranquilla y su madre le hizo la vida tan imposible que se le reventó un aneurisma que tenía en el cerebro”.
Otro de los temas relevantes es la práctica de la religión como una doctrina de club. En Barranquilla es muy frecuente ver cómo, cada domingo, antes del COVID, las familias se arreglaban y se ponían sus mejores trajes para ir a misa, pero de lunes a sábado engrosaban las filas del maltrato al otro, del individualismo exacerbado que no duda en pisotear al otro para hacer dinero y del arribismo. Este último, incluso, tiene un sinónimo de origen 100% barranquillero y que es ley en la ciudad: el espantajopismo.
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Esa religiosidad de pose y de fotos para las sociales de las revistas de provincia era la religiosidad que detestaba Marvel y que en boca de una de sus protagonistas se ve como un mal necesario, pero que puede superarse: “De haber estado en su lugar hubiera regresado a Barranquilla, aunque las gemelas se vieran obligadas a estudiar religión. También ella había aprendido el catecismo y había olvidado todas esas tonterías al salir del colegio”. Para decirlo en palabras de hoy: menos Emaús y más Marvel Moreno.
El tema de la religiosidad falsa y de ese puritanismo tan de pose es trabajada y acabada con la inteligencia, decencia y humor del tío Eduardo. Personaje ligado a las letras y a las artes que se encarga de desenmascarar a las mujeres “de bien” con la sutileza de la pasión. Así, la libertad sexual estaba permitida para esas mujeres de clubes sí y sólo sí después venía el silicio. Es decir, era el constante trasegar del viejo dicho de religiosidad primitiva: el que peca y reza, empata.
En el diario del tío Eduardo, las mujeres son más humanas y menos aparentes: “Ya entonces había seducido a casi todas las muchachas de la alta sociedad barranquillera, las mujeres que ella veía en las iglesias dándose golpes de pecho e imponiéndoles a sus hijas, sus amigas, una moral de puritanos […] Había un fondo de filosofía en sus acciones: seducir era trasgredir las leyes de la sociedad y darles placer a las mujeres significaba desgarrar los velos de su sumisión, volviéndolas libres así fuera apenas una noche. Para ellas, creía tío Eduardo, no había nada más mórbido que la frustración sexual: se enfermaban, languidecían y terminaban convertidas en neuróticas insoportables”.
Y uno va a ver el día a día y se encuentra con esas “neuróticas insoportables”, sobre todo en el norte de Barranquilla, donde la pobreza, según otra protagonista de la novela, es vista de forma humillante. Porque allí, el cómo te vistes te define, por lo que los cocodrilos, pingüinos y caballos con jinetes jugando polo abundan como carta de presentación de esa sociedad provinciana con valores retorcidos. Allí, lo que vales como persona no importa, importa la apariencia y no la esencia. Importa el perfume, pero no el valor del ser humano. Eso abominan las protagonistas de El tiempo de las amazonas, quienes, además, les mandan una crítica premonitoria y directa a algunas feministas de hoy. Dicen: “Las teorías feministas se irían [irán] a pique si las mujeres actuaban [actúan] entre ellas como rapaces”.
Esto y mucho más está en esta novela necesaria, sobre todo, para las familias barranquilleras; las cuales, muchas veces, tienen una repelencia absoluta con la crítica. Y, antes de escuchar los errores que se les pueden señalar para mejorar; sueltan, con su acento remarcado, una pregunta que es sentencia y que retumba en muchos barrios de los estratos altos. Esa pregunta es una amenaza indirecta que recae sobre todo aquel que ose criticar, con argumentos, a la ciudad de gorras y ventanas. Cuando un barranquillero, de esos que señala Marvel Moreno, se siente criticado, pregunta gritando y abriendo las manos: si no te gusta Barranquilla, ¿qué haces aquí?