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Reconfigurar el mundo: la belleza, el amor, el sexo y la felicidad en el siglo XXI

Winston Manrique es periodista colombo-español y escritor. En el marco de la Feria Internacional del Libro, presentó su libro “La gran transformación. La belleza, el amor, el sexo y la felicidad en el siglo XXI” y, en entrevista para El Espectador, habló de las percepciones que se trastocan y los desafíos en la era de la posverdad.

Paula Andrea Baracaldo Barón

12 de mayo de 2025 - 08:00 p. m.
Con las voces de más de doscientos personajes a los que ha entrevistado, Manrique construyó su relato./ WMagazín
Foto: WMagazín
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Hace algunos años, varios editores le propusieron a Winston Manrique publicar un libro que reuniera entrevistas, reportajes y fragmentos de su trabajo periodístico. En ese momento nada lo convencía. No quería hacer una simple recopilación ni presentar textos antiguos bajo una nueva carátula. Sentía que no le supondría ningún reto real, más allá de ordenarlos o escribir un prólogo para dar apertura.

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Revisó entre sus archivos, recopiló más de 200 voces de figuras que ha entrevistado a lo largo de su carrera, como Gabriel García Márquez, Fernando Botero, Rosa Montero, Elena Poniatowska, Umberto Eco, entre otros. “Yo me hice mentalmente el arco. Dónde empezaba y dónde tenía que terminar de acuerdo a esas voces, a esa polifonía o ese crisol. Y empecé. Entonces decía, ‘esta frase me va sirviendo’ y me iba acordando de algo, de alguien. Y estas figuras entraban en mi narrativa”.

Una de las razones por las que escribió este libro fue para ordenar sus propias ideas. Para intentar entender lo que él llamó un “momento complejo y vertiginoso” en el que estamos viviendo. Porque, aunque muchas veces tengamos intuiciones, lo que no está dicho, lo que no se articula, termina siendo ruido, desorden, confusión. “¿Por qué existen? Porque tienen que existir. No hay una cuestión ligada. Es la grandiosidad de estos cuatro deseos. Y al echar la vista atrás, empecé a evocar: recordé frases, ideas de escritores en diferentes momentos, en reportajes, entrevistas, y vi que había una transformación en lo que yo había detectado”, explicó el autor.

Sentados frente a frente en la sala de un hotel en Bogotá, le pregunté por qué se había interesado tanto en la belleza, más que en los pilares restantes sobre los que escribió. Me compartió, entonces, que si algo la define, es su necesidad constante de transformarse. “La belleza siempre está buscando reconfigurarse. Cada sociedad va reflejando, creando, unos cánones. La cultura es un reflejo de belleza en cualquier expresión artística, lo que muchas veces no sabemos es si el creador está reflejando su realidad, que es así, o si la realidad muchas veces está copiando la creación”. Para él, hoy atravesamos un momento que he llamado el “politeísmo de la belleza”.

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“Es una palabra, un concepto que recupero de Umberto Eco”. Hablaba del politeísmo no como algo religioso, sino como una forma de entender la diversidad de lo bello. No hay una sola belleza. Hay muchas. De hecho, lo que le interesó a Manrique tanto como lo que consideramos bello, es lo que excluimos bajo la etiqueta de “feo”. Un ejemplo claro para eso es Baudelaire en Las flores del mal, continuó: “Me refiero a eso: a la inmundicia, a lo asqueroso, a la parte menos agradable de la vida. Él también hace una poética de eso, porque es parte de la vida”.

Las vanguardias del siglo XX, me explicó, empujaron aún más esos límites: el cubismo, la abstracción, el arte pop. Pero, aunque en el arte el canon se rompía, en la sociedad seguía vigente la idea de belleza heredada del Renacimiento: la imagen del cuerpo perfecto, armonioso, blanco. Eso apenas empezó a cambiar, de forma más visible, con la cultura popular y la música.

La música —no la clásica, sino la popular—, sus letras y sus estéticas han hablado de amor, de deseo, de frustración, pero también de exilio, de pobreza, de rabia. Han ofrecido nuevos relatos y nuevas formas de identidad. La estética de los artistas, por ejemplo, sus formas de vestir, de moverse; piercings, tatuajes, andróginos, cabellos coloridos, cuerpos fuera del molde. La televisión (canales como MTV), ayudaron a multiplicar estas imágenes. Y en ese espejo se reconocieron muchos. Ahí empezó a cambiar también la belleza cotidiana. Lo que hasta entonces se veía como marginal o impropio, empezó a formar parte de lo visible, de lo posible.

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Entre lo humano y lo artificial

“Vivimos rodeados de pantallas, algoritmos. ¿Qué queda para el amor, para el sexo, para la belleza y la felicidad?”, le pregunté.

“Queda todo. La inteligencia artificial, por ejemplo, puede imitar estilos, reproducir patrones, escribir ‘como si’ fuera un autor. Podrá, a lo mejor, crear, imitar a Virginia Woolf. Sí, quizás. Perfecto. Scott Fitzgerald. También. Pero no va a tener esos recursos de la verdad. Puede generar imágenes, música, pero no puede tener recuerdos. No puede decir: ‘Esa fue la primera vez que sentí la belleza’. No puede evocar una canción que sonó en una fiesta a la que asististe en 1999. Ni puede imaginar que esa canción quizá estaba sonando mientras una pareja bailaba y tú los mirabas desde una esquina.

Es en esos detalles —mínimos, humanos, imperfectos—donde la máquina no puede entrar”, respondió. Y en medio de todo esto, rememoraba Winston, está la promesa de la felicidad. Pero una felicidad que se desdibuja bajo el peso de la sobreestimulación. Internet nos ofrece la ilusión de acceso ilimitado, aunque con una gratificación constante. Nos hace sentir que siempre nos estamos perdiendo de algo. Que hay otra canción, otro cuerpo, otro mensaje, otra historia que no vimos. Y eso genera ansiedad. Dificultad para estar presentes, para habitar el momento.

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Y mientras podamos seguir contando esas historias —aunque sea para entendernos a nosotros mismos—, seguiremos estando vivos.

Por Paula Andrea Baracaldo Barón

Comunicadora social y periodista de último semestre de la Universidad Externado de Colombia.@conbdebaracaldopbaracaldo@elespectador.com
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