Era el 6 de agosto de 1945. Un monstruo de hierro, alado, de más de treinta toneladas de peso, despegó muy temprano de la isla de Tinian, a seis horas de Japón. La máquina, que por capricho de un piloto dejó de llamarse Bombardero B-29 para ser conocido, hasta hoy, como Enola Gay, llevaba entre sus tripas de latón al más espantoso aparato ideado jamás: la bomba atómica. Pasadas las 8 de la mañana el Enola soltó a “Little Boy” –también había que bautizar el adefesio de alguna manera, costumbres de los gringos–, que explotó a 600 metros sobre la ciudad de Hiroshima. Y en segundos se liberó la fuerza destructiva de dieciséis mil toneladas de dinamita.
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La mente del más fantástico fabulador se quedaría corta a la hora de imaginar el tamaño del horror. No obstante, entre muchas posibles descripciones, hay una de extraordinaria precisión, y también muy bella, a pesar de lo crudas que son sus escenas. En un manga autobiográfico, publicado en 1973, llamado Hadashi no Gen –lo que traduciría más o menos Gen el descalzo–, el autor narra su propia experiencia en Hiroshima. En 1983 se hizo la película. La secuencia de la explosión de la bomba es conmovedora a la vez que puede remover fibras muy profundas.
Los habitantes de Hiroshima, indiferentes al destino que les espera, confiados incluso, están entregados a sus labores matinales. Un reloj marca la hora: 8:12 a.m. Un par de niños observan un cielo azul, despejado, en el que aparece de pronto la estela larga de un avión. Uno de los niños le pregunta a otro, extrañado, si ese es un B-29. Les llama la atención que venga solo. “¿Qué está pasando?” –se preguntan– “¿Por qué no ha disparado? ¿Por qué no ha sonado la alarma de ataque aéreo?”. Se muestra entonces el interior de la cabina: los rostros de los pilotos son duros e inexpresivos. “Objetivo fijado –dice uno de ellos en un inglés marcial–, suelten la bomba”. Se abre la compuerta del Enola Gay: de prisa, en picada, se precipita la bomba al vacío. Y el tiempo se detiene. Un halo de luz cegadora se esparce por todas partes. La temperatura sube a miles de grados Celsius. Una niña pequeña que sostiene un globo en sus manos mira al cielo que se evapora en una nube de fuego. Y a ella le siguieron iguales y aún más terribles muertes que sólo podrían ser descritas con las herramientas de la ciencia ficción o del terror.
Gabriel García Márquez también habló ya no de lo que pasó, sino de lo que podría pasar, y en 1986, en El cataclismo de Damocles, se arriesgó a imaginar las dimensiones de una tragedia de naturaleza atómica:
“Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo. Un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas cubrirán el desierto del Sáhara, la vasta Amazonia desaparecerá de la faz del planeta destruida por el granizo, y la era del rock y de los corazones trasplantados estaría de regreso a su infancia glacial. Los pocos seres humanos que sobrevivan el primer espanto, y los que hubieran tenido el privilegio de un refugio a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe magna, sólo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus recuerdos. La Creación habrá terminado. En el caos final de la humedad y las noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán las cucarachas”.
Las mil grullas
Japón, un pueblo espiritual y de tradiciones milenarias, se enfrentó, no sólo a una derrota bélica, sino a una crisis social de proporciones históricas y cuyos efectos se sienten todavía porque, por la sevicia puesta en el golpe, la cicatriz quedará para siempre. Aún así, salieron de la crisis para convertirse en uno de los países más desarrollados de la Tierra. Las vidas pérdidas y las que quedaron son, de alguna forma, relatos de la desgracia, y también de las posibilidades y de la esperanza. A quienes sobrevivieron a la bomba se les llamó hibakusha –que traduciría “persona bombardeada”–. De entre las miles de historias de ellas y ellos, hay una de especial significado: la de las mil grullas.
Sadako Sasaki tenía 2 años cuando cayó la bomba. Sobrevivió al ataque gracias a que su casa estaba a una distancia importante del centro de la explosión. No obstante, no logró huir de uno de los efectos colaterales más terribles del ataque: la lluvia negra. Ese fue el calificativo que se le dio a una lluvia espesa y negra, como de aceite, que se vino sobre la ciudad después de la detonación, y que estaba cargada de radiación.
Por unos años, Sadako vivió una vida que, dadas las circunstancias, podríamos calificar de normal: fue a la escuela, participó en deportes, por ejemplo. Pero cuando tenía once años desarrolló hinchazones en el cuello y en las piernas, en donde también le empezaron a aparecer manchas púrpuras y rojas. En 1955 la hospitalizaron: el diagnóstico no era esperanzador: le quedaba no más de un año de vida. Con seguridad, Sadako era una víctima tardía de la bomba, que no solo mata en el momento, también a largo plazo, y la niña se convirtió en un número más dentro de la larga lista de hibakusha enfermos de cáncer.
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En su habitación de hospital conoció a otra chica, dos años mayor que Sadako, y quien le habló de Senbazuru, la leyenda de Las mil grullas de papel. De acuerdo con la milenaria tradición japonesa, quien haga mil grullas de papel, recibirá como deseo una vida larga o la cura de una enfermedad. Y cumplida la instrucción de cómo doblar el papel para hacer el ave, dada con meticulosidad por su compañera, Sadako se lanzó a la tarea. Servilletas, hojas de cuaderno, envoltorios de medicamentos: de todo se valió para lograrlo. Pero no pudo: los tentáculos de la enfermedad la rodearon, la apretaron, y murió el 25 de octubre de 1955.
No hay certeza sobre si logró o no hacer las mil grullas; unos dicen que sí, otros que no. En todo caso, las compañeras de clase de Sadako completaron las que hicieron falta y las pusieron en su tumba. La muerte, que en ciertos casos lleva a la trascendencia, convirtió a Sadako Sasaki en un símbolo de las mismas proporciones que Ana Frank, y quien ha sobrepasado las fronteras del país del sol naciente. Desde 1958 existe en el Parque de la Paz de Hiroshima una estatua dedicada a ella en la que se lee un mensaje que, a pesar de su contundencia, parece no haber sido bien oído aún: “Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo”.
*Politólogo Universidad Nacional de Colombia, estudiante de Maestría en Literatura y miembro del grupo de Estudios sobre Japón Kōbai de la Universidad de los Andes