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La detención de Arsène Lupin

Presentamos un fragmento del libro Arsène Lupin, caballero ladrón, de Maurice Leblanc, publicado por Booket, sello editorial de Grupo Planeta.

Maurice Leblanc

23 de junio de 2021 - 05:45 p. m.
Lupin, el caballero que no opera sino en castillos y salones, es el hombre de los mil disfraces, nunca se da por vencido, y cambia de traje, de domicilio, de rostro y de escritura.
Foto: Cortesía Grupo Planeta
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¡Qué extraño viaje! ¡Había comenzado tan bien, sin embargo! Por mi parte, nunca hice uno que se anunciase bajo mejores auspicios.

El Provence es un transatlántico rápido, confortable, comandado por el más amable de los hombres. La sociedad más selecta se encontraba reunida allí. Se establecían relaciones y se organizaban diversiones.

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Teníamos esa extraña impresión de hallarnos separados del mundo, reducidos a nosotros mismos como en una isla desconocida, y obligados, en consecuencia, a acercarnos los unos a los otros.

Y nos acercamos…

¿Has meditado alguna vez en lo que hay de original y de imprevisto en ese agrupamiento de seres que, todavía en la víspera, ni siquiera se conocían, y que, durante algunos días, entre el cielo infinito y el mar inmenso, van a vivir las circunstancias más íntimas, y a desafiar juntos las cóleras del océano, el asalto aterrador de las olas y la calma angustiosa del agua dormida?

Esa es, en el fondo, una experiencia vivida en una suerte de trágico resumen. La vida misma, con sus tempestades y sus grandezas, su monotonía y su diversidad. He ahí por qué, quizá, saboreamos con febril prisa y placer tanto más intenso este corto viaje, cuyo final percibimos desde el inicio.

Incluso después de algunos años, algo se suma singularmente a aquellas emociones vividas. Ocurre que la pequeña isla flotante depende aún de ese mundo del cual nos creíamos desprendidos. Subsiste un lazo que se desata poco a poco en pleno océano, y, poco a poco, allí mismo, se reanuda. ¡La telegrafía! ¡Noticias de otro mundo que recibiríamos de forma misteriosa! La imaginación no tiene siquiera el recurso de evocar los hilos por los cuales se desliza aquel mensaje invisible. El misterio es todavía más insondable y poético, y recurrimos a las alas del viento para explicar este nuevo milagro.

En las primeras horas nos sentimos escoltados y precedidos por una voz lejana que, de cuando en cuando, susurraba a alguno de nosotros unas palabras del más allá. En un principio me hablaron dos amigos. Luego una veintena de voces nos enviaban a través del espacio sus adioses entristecidos o sonrientes.

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Al segundo día, a quinientas millas de la costa francesa, recibimos un telegrama que decía: “Arsène Lupin, a bordo, primera clase, cabellos rubios, herida antebrazo derecho, viaja solo, bajo el nombre de R…”.

Era una tarde tempestuosa y sombría. En ese preciso momento, estalló un violento trueno y las ondas eléctricas fueron interrumpidas. El resto del mensaje no nos llegó. Del nombre bajo el cual se ocultaba Arsène Lupin no se supo más que la inicial.

De haberse tratado de otra noticia, no dudo que el secreto hubiera sido guardado escrupulosamente por los empleados del puesto telegráfico, por el comisario de a bordo y el comandante. Pero hay acontecimientos que parecen romper la discreción más rigurosa. El mismo día, sin que pueda decirse cómo, el rumor había crecido y todos sabíamos que el famoso Arsène Lupin se ocultaba entre nosotros.

¡Arsène Lupin entre nosotros! ¡El esquivo ladrón cuyas proezas se contaban en todos los periódicos desde hacía meses!

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¡El enigmático personaje cuyas peripecias se desarrollaban de manera tan pintoresca y a quien el viejo Ganimard, nuestro mejor policía, había desafiado a duelo! Arsène Lupin, el imaginario caballero que opera en los castillos y los salones y que una noche irrumpió en la casa del barón Schormann, y dejó una tarjeta ornada con estas palabras: “Arsène Lupin, caballero ladrón, volverá cuando los muebles sean auténticos”.

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¡Arsène Lupin, el hombre de los mil disfraces: conductor, tenor, corredor de apuestas, hijo de familia, adolescente, anciano, vendedor marsellés, médico ruso, torero español!

Hay que imaginárselo claramente: ¡Arsène Lupin, yendo y viniendo en un espacio reducido del transatlántico! ¡Qué digo yo! ¡En este pequeño rincón de la primera clase, donde unos y otros se topan a cada rato en el comedor, en el salón, en la sala de fumar! Arsène Lupin era quizá ese señor... o aquel otro… mi vecino de mesa… mi compañero de camarote…

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—¡Y esto va a durar aún cinco días! —exclamó la mañana siguiente miss Nelly Underdown—. ¡Esto es intolerable!

¡Yo espero que lo arresten! —y dirigiéndose a mí, agregó—: Veamos, señor de Andrézy, usted que está en las mejores relaciones con el comandante, ¿no sabe nada?

—¡Yo bien hubiera querido saber algo para agradar a miss Nelly!

Nelly Underdown era una de esas magníficas criaturas que por dondequiera que van ocupan en seguida el lugar más destacado. Su belleza, tanto como su fortuna, deslumbran y tienen una corte de fervientes y entusiastas admiradores.

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Hija de una francesa y educada en París, iba a reunirse con su padre, el riquísimo Underdown, de Chicago. Una de sus amigas, lady Jerland, la acompañaba.

Desde el primer momento, yo había presentado mi candidatura al flirteo. Pero, en la rápida intimidad del viaje, de inmediato la belleza de miss Nelly me había turbado. Me sentía demasiado emocionado cuando sus grandes ojos negros se encontraban con los míos. Sin embargo, ella acogía mi admiración con cierto favor. Se dignaba reír ante mis palabras ingeniosas, e interesarse por mis anécdotas. Una vaga simpatía parecía corresponder a mis sentimientos.

Solo un rival, quizás, me había inquietado; un joven bastante guapo, elegante, reservado, a quien ella parecía a veces preferir por su carácter taciturno sobre mis modales parisienses, algo más “fuera de lugar”.

Él, justamente, formaba parte del grupo de admiradores que rodeaban a miss Nelly. Cuando ella me interrogó, nos encontrábamos en el puente, cómodamente instalados en unas mecedoras. La tempestad de la víspera había aclarado el cielo. La hora estaba deliciosa.

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—No sé nada específico, señorita —le respondí—, pero ¿será imposible acaso que investiguemos por nuestra cuenta, como haría el viejo Ganimard, el enemigo personal de Arsène Lupin?

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—¡Oh! Usted se anticipa mucho.

—¿En qué? ¿Es tan complicado el problema?

—Muy complicado.

—Usted olvida los elementos de que disponemos para resolverlo.

—¿Qué elementos?

—Uno: Lupin se hace llamar señor R…

—Descripción un poco vaga.

—Dos: viaja solo.

—¡Si esta particularidad le resulta suficiente!

—Tres: es rubio.

—¿Y entonces?

—No tenemos más que consultar la lista de pasajeros y proceder por eliminación.

Yo tenía la lista en mi bolsillo. La tomé y la examiné.

—En primer lugar, noto que solo hay trece personas cuya inicial llama nuestra atención.

—¿Trece solamente?

—En primera clase, sí. Y de esos trece señores R puede comprobarse que nueve vienen acompañados de esposas, de niños o de criados. Quedan solo cuatro personajes sin compañía: el marqués de Raverdan…

—Secretario de embajada… —interrumpió miss Nelly—.

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Lo conozco.

—El mayor Rawson…

—Es mi tío —dijo alguien.

—M. Rivolta…

—Presente —exclamó uno de entre nosotros, un italiano, cuyo rostro se ocultaba bajo una hermosa barba negra.

Miss Nelly estalló de risa.

—El señor no es precisamente rubio.

—Entonces —continué— estamos obligados a concluir que el culpable es el último de la lista.

—¿O sea?

—O sea M. Rozaine. ¿Alguno conoce a M. Rozaine? Todos callaron. Pero miss Nelly, interpelando al joven taciturno cuya asiduidad a su lado me atormentaba, le dijo:

—Y bien, señor Rozaine, ¿no responde usted? Todos volvimos la mirada hacia él. Era rubio.

Seamos sinceros: sentí una ligera conmoción en mi interior. Y el molesto silencio me indicó que los demás experimentaban también una suerte de asfixia. Era absurdo, además, puesto que nada del porte de aquel caballero lo hacía sospechoso.

—¿Que por qué no respondo? —dijo—. Porque, visto mi nombre, mi carácter de viajero solo y el color de mis cabellos, he procedido ya a una investigación análoga y he arribado al mismo resultado. Por tanto, soy de la opinión de que se me arrestará.

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Se veía divertido al pronunciar esas palabras. Sus labios, como dos trazos inflexibles, se hicieron todavía más finos y palidecieron. Hilos de sangre estriaron sus ojos. Sin duda bromeaba. Sin embargo, su fisonomía y su actitud nos impresionaron. Ingenuamente, miss Nelly preguntó:

—Pero usted no tiene una herida…

—Es verdad —dijo él—, falta la herida.

Con un ademán nervioso se subió la manga y descubrió el brazo. Pero de inmediato me asaltó una idea. Mis ojos se cruzaron con los de miss Nelly: había mostrado el brazo izquierdo. Estuve a punto de hacer tal observación, cuando un incidente distrajo nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de miss Nelly, llegó corriendo.

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Estaba trastornada. Nos juntamos a su alrededor, y después de mucho esfuerzo logró balbucear:

—¡Mis joyas, mis perlas!... ¡Se llevaron todo!

No, no se habían llevado todo, como supimos después, sino algo mucho más curioso: ¡habían escogido las perlas!

De la estrella de diamantes, del pendiente de cabujones de rubí, de los collares y los brazaletes rotos, extrajeron las piedras más finas, las más preciosas, las que tenían mayor valor y ocupaban el menor espacio. Las monturas estaban sobre la mesa, despojadas de las joyas como pétalos chispeantes y coloreados arrancados de las flores.

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Para ejecutar ese trabajo, en pleno día y a la hora en que lady Jerland tomaba el té, había sido preciso atravesar un pasillo bastante transitado, violentar la puerta del camarote, encontrar una pequeña bolsa disimulada en el fondo de una caja de sombreros, ¡abrirla y escoger!

No hubo más que una opinión entre todos los pasajeros cuando se supo del robo y una exclamación al unísono se oyó entre nosotros:

“Es Arsène Lupin”.

Por Maurice Leblanc

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