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“La droga es sexi”, una mirada desde la obra de William Burroughs

La semana pasada una afirmación de la escritora Carolina Sanín generó una intensa conversación en redes sociales. “La droga es sexi”, dijo durante la emisión del programa que dirige en Capital. Repasamos la totalidad del programa que dura 53 minutos para entender bien qué fue lo que se dijo y lo que no. Además, presentamos una mirada al tema de las drogas desde la obra del escritor William Burroughs.

Joseph Casañas Angulo

26 de marzo de 2021 - 10:55 a. m.
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Algo que pasó la semana pasada es la excusa de este texto. Pero antes de abordarlo, un contexto que, para evitar imprecisiones, no puede ser corto.

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Empecemos: Un fragmento de una afirmación de Carolina Sanín durante la emisión del programa “Dominio Público”, que dirige y presenta en Capital, fue suficiente para levantar una polvareda cargada de moralismo.

“La droga es sexi y hay personas a las que nos atraen las que personas que se drogan o el glamur que rodea la droga y eso puede ser o no problemático, pero la droga en sí misma es sexi y crea un morbo y por eso a los medios les encanta la droga y les encanta tergiversar (...). probablemente me tergiversen y digan que estuvimos haciendo publicidad para que los niños se droguen o cualquier barbaridad”, dice en un pedacito del video que se viralizó en Twitter.

Para formarse una idea más amplia sobre el tema, les invitamos a leer: ¿Despenalizar las drogas? Por ahí no es el debate

Horas más tarde, José Félix Lafaurie, Presidente Ejecutivo de la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegán) y esposo de la senadora del Centro Democrático, María Fernanda Cabal, trinó: “Estos son los contenidos del Canal Capital: hablan de drogas y que consumir estupefacientes es sexi. Estos programas los pagan todos los bogotanos. Es el colmo de @ClaudiaLopez incentivando el consumo alucinógeno”. Lafaurie no fue el único que cuestionó a la columnista. Entre sus críticos estuvo también el periodista y director de La FM, Luis Carlos Vélez y el concejal cristiano Emel Rojas. Todos ellos cuestionan que se destinen los dineros públicos con los que se garantiza la operación de Capital, para generar este tipo de contenidos.

El pedazo de la frase de Sanín que generó la polémica hizo parte de una extensa conversación que duró más de 40 minutos con el sociólogo Julián Quintero, investigador sobre el consumo responsable de drogas y autor del libro “Échele Cabeza”, un estudio sobre cómo se drogan los colombianos.

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Repasamos la entrevista en su conjunto y en ningún momento, Sanín o Quintero incentivan el consumo de alucinógenos. Eso sí, hablan de él, como una problemática sobre la que se debe reflexionar, discutir y profundizar.

Para el momento en el que la escritora dijo la frase en cuestión, la conversación había abordado, entre otros temas, las etapas por las que los Estados han pasado para enfrentar la problemática de las drogas. Desde el prohibicionismo, que aún se mantiene, pasando por el concepto de rehabilitación de riesgo y daño, que consiste en pensar en el consumo no como una enfermedad sino como una decisión responsable basada en información, hasta llegar a la legalización que, para Julián Quintero, será el tema que marcará la agenda pública en los próximos diez años.

De hecho y contrario a lo que sus críticos le endilgan, Sanín expresó cuestionamientos hacia quienes consumen cocaína. “Tengo reservas hacia algunas drogas. Pese a que quiero ser y soy liberal, todavía me patea el consumo de cocaína en un país en el que su producción cuesta la sangre que ha costado y el atraso que ha costado y el horror que ha costado. Sé que lo que ha hecho eso es la prohibición y la ilegalidad de la cocaína a nivel global, sin embargo, me da rabia hasta cierto punto que la gente meta cocaína siendo colombiana”, señaló.

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Además: Consumo de drogas y síndrome de abstinencia en tiempos de COVID-19

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Y agregó: “Cuando viví fuera de Colombia y la gente alrededor mío metía cocaína, pensaba ‘esta gente le importa nada que eso haya venido dentro del dedo de un guante de látex en el estómago de una niña que vino de mula. O cuando he visto escritores que venían al Hay Festival de Cartagena o cineastas al Festival de Cine de Cartagena a buscar cocaína. Me parecía una actitud desdeñosa y desconsiderada con los colombianos”.

Al respecto, Julián Quintero explicó: “Esto se puede explicar con algo que denominamos ‘Síndrome de Pablo Escobar’, que es pensar que los síntomas de la enfermedad son los culpables de la enfermedad. El problema no es de la sustancia ni los efectos de la sustancia, el problema es lo que genera la prohibición. Hay que diferenciar el prohibicionismo y sus consecuencias de la sustancia.

La prohibición es producto de la cultura y en el momento que la cultura y la norma cambie, eso (el consumo) va a quedar en un lugar moralmente aceptable. Cuando la gente se echa un pase de cocaína no lo hace para extender el mercado negro, sino porque quiere placer, quitarse el hambre, estar estimulado o estar despierto”.

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Vea el programa completo

¿Por qué Carolina Sanín dijo que la droga es sexi?

Para aprovechar la efervescencia del escándalo de turno, varios medios de comunicación registraron lo ocurrido. Uno de ellos dijo que Sanín había dicho que la droga era “maravillosa”, (lo que nunca dijo) mientras que otro compró la idea del mal uso de los dineros públicos sin aportar mayores consideraciones.

En realidad esto fue lo que expresó la escritora durante la emisión del programa: “Me resulta sexi la droga porque la gente que está drogada está en otra cosa y esa inaccesibilidad del drogado me atrae”. Un par de días después y ante el maremágnum tuitero que se generó, Carolina Sanín publicó otro video en el que ampliaba su explicación.

“La persona que consume droga está en un ámbito en el que es inaccesible para la persona que no está consumiendo droga. En el pasado me atraían las personas que consumen drogas por esa dificultad para acceder a él y ese otro ámbito en el que ellos estaban. Asociarse con ellos y estar deseándolos era también estar deseando ese otro mundo al que no tenía entrada por no consumir drogas. En ese sentido decía que era sexi”.

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En ese video, Sanín agregó: “La droga es sexi, eso es indiscutible, ahí está el uso que Hollywood ha hecho de ella, está la mezcla de potencia, elasticidad y languidez que transforma el cuerpo y que ejerce visualmente un atractivo hacia el cuerpo estilizado del adicto. También está lo que pasa en el cine, la fotografía, el modelaje o el rock”.

¿Por qué William Burroughs entra a este baile?

Justamente esto último que menciona Sanín, es lo que da pie a la médula de estas líneas. Si llegó hasta este punto de la lectura, le ofrezco una disculpa por no abordarlo desde el minuto cero, pero el contexto era necesario. Ese lado sexi de las drogas ha sido explorado ampliamente por el cine, la música, la fotografía y la literatura. En ese punto hay que hacer referencia al trabajo literario de William Burroughs, una figura legendaria de la literatura norteamericana del siglo XX y el gurú de la Generación Beat.

En su trabajo literario, sobre todo en Yonqui (1953) o El almuerzo desnudo (1959), Burroughs aborda el tema sexi de la droga mientras muestra la cara más oscura de la misma con todos sus demonios a cuestas.

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“Estaba viviendo en una habitación del barrio moro de Tánger. Hacía un año que no me bañaba ni me cambiaba de ropa, ni me la quitaba más que para meterme una aguja cada hora en aquella carne fibrosa, como madera gris, de la adicción terminal. Nunca limpié ni quité el polvo de la habitación. Las cajas de ampolletas vacías y la basura llegaban hasta el techo. Luz y agua cortadas hacía mucho tiempo por falta de pago. No hacía absolutamente nada. Podía pasarme ocho horas mirándome la punta del zapato. Solo me ponía en movimiento cuando se vaciaba el reloj de arena corporal de la droga”, se lee en El almuerzo desnudo.

Ese vínculo estrecho de la droga con el escritor de San Luis, Misuri, tiene un génesis que exploramos a continuación con esta semblanza.

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Seis de septiembre de 1951. Un disparo. Sangre. Sesos desperdigados por la sala del apartamento 122 de la calle Monterrey en Ciudad de México. Una mujer muerta y dos borrachos en la escena. William Burroughs, es uno de ellos. Después de soltar la pistola Star calibre 38 que durante toda la noche cargó en el cinto, se agarró la cabeza. Había matado a su esposa. Joan Vollmer Adams, se llamaba. Joan, le decían.

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Lewis Marker, el otro borracho de la escena, aunque horrorizado, sacó fuerzas para narrar lo que había sucedido. Esto es, según su testimonio, es lo que Burroughs le dijo a su esposa antes de halar el gatillo.

– Escucha Joan, ¿recuerdas a Guillermo Tell? –preguntó Burroughs.

– Claro, la leyenda suiza que inspiró ‘Wilhelm Tell’ de Friedrich Schiler. Dispara con una ballesta a una manzana posada sobre la cabeza de su hijo. Solo por no reverenciar a su opresor.

– Exacto. ¿Te animas? Nunca he fallado.

Joan bebió lo que le quedaba de trago, y se preparó para la gran hazaña. Burroughs llenó un vaso de ginebra y lo colocó sutilmente sobre su cabeza.

– Vamos hazlo, ¡dispara!

William no dio en el blanco. Esa noche murió Joan Vollmer Adams y nació un escritor.

“Todo me lleva a la atroz conclusión de que jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”, reconoció Burroughs 34 años después en “Queer”, obra en la que habló de su homosexualidad. Luego se supo que Marker, el dueño del apartamento en el que mató a su esposa resultó siendo su amante.

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La noticia salió publicada en una de las páginas de La Prensa. “Quiso demostrar su puntería y mató a su mujer”, fue el titular de la noticia judicial.

Durante un tiempo, tal vez no el suficiente, se habló en Ciudad de México del gringo asesino. Sin embargo, 13 días después salió libre gracias a un amparo obtenido por Bernabé Jurado, conocido como “el abogado los tramposos”. El profesional del derecho logró demostrar que lo ocurrido “había sido un accidente”.

El abogado logró, quien sabe cómo demonios, convencer a la justicia de un testimonio que llegó a los despachos. “Estuvieron ingiriendo bebidas alcohólicas y en un momento dado sacó de su funda una pistola, jalándole el carro, produciéndose un disparo que ocasionó la muerte de la hoy occisa”. Nada más que decir.

Para antes de la muerte de Joan, Burroughs era ya un drogadicto declarado. Un toxicómano. Un hombre que para escribir sentía la necesidad de explorar esos mundos oscuros que creaba la alucinación de las drogas. Sentía que era un hipócrita si iba a hablar de estupefacientes, sin siquiera meterse unos gramos de cocaína por las narices.

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Al salir de prisión, el autor de “El almuerzo desnudo” (1959) vería el mundo con otros ojos. Por culpa de la muerte y sus demonios, se convirtió en algo más que un escritor. Se consolidó en la figura más importante de la literatura norteamericana del siglo XX. “Mi pasado fue un río envenenado, del que tuve la fortuna de escapar”, dijo.

En 1953, dos años después del crimen, tuvo noticias de la ayahuasca, una planta mítica del Amazonas con propiedades alucinógenas y telepáticas. No tuvo mucho que pensar. El gringo encontró en Colombia su otra excusa para drogarse y encontrar al escritor al que le sobraban historias, pero le faltaban viseras. Con lo que vivido en Colombia escribió “Las cartas de la ayahuasca”, libro publicado originalmente en 1963. Un volumen de correspondencia y otros escritos de William Burroughs y Allen Ginsberg.

Bogotá, la ciudad a la que llegó antes de adentrarse en la selva, la describió de esta manera: “Está en una meseta rodeada de montañas. La hierba de la sabana es de color verde brillante, y aquí y allá se yerguen monolitos precolombinos de piedra negra entre la hierba. Una ciudad triste y sombría. Mi habitación de hotel es un cubículo sin ventanas (las ventanas son un lujo en Sudamérica), con paredes de contrachapado verde, y la cama me queda corta. Me pasé mucho tiempo sentado en esa cama, paralizado, de bajón. Luego salí a darme una vuelta. El aire era frío y cortante, y me fui a tomarme una copa, dándole gracias a Dios por no haber llegado enfermo de jaco a esta ciudad. Me tomé unas copas y volví al hotel, donde un camarero feo y medio raro me sirvió una cena que me resultó indiferente”.

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Su cuerpo lo convirtió en un laboratorio. De su primera ingesta de yajé, dice: “El viejo indio le dio un vaso lleno de la cosa (una mezcla de dos alcaloides de una planta salvaje), y quince minutos después lo envió totalmente fuera de sus cabales: violentos vómitos cada pocos minutos, pies entumecidos y manos inútiles, incapaz de caminar en línea recta […]. Regresó al hotel alrededor de las siete de la mañana después de una noche bastante horrible. En aquel momento, Burroughs entra en pánico y toma una dosis de nembutal para bajar los efectos del yague”.

Burroughs murió en 1997 en un hospital de Kansas (EE UU) a causa de un ataque cardiaco.

Un año antes del deceso, dijo a The New York Times que no escribía porque no tenía más cosas que decir. “La muerte de Joan, me puso en contacto con el invasor, y me llevó a una lucha vital de la que no tenía más opción que salir a base de escribir”, reiteró en aquel diálogo.

“Estos nuevos chicos del rock&roll deberían dejar a un lado todas esas guitarras y escuchar algo que tenga realmente alma, como Leadbelly”, esa fue una de las últimas frases que se le conocieron. La dijo, tras un encuentro con Kurt Cobain.

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Por Joseph Casañas Angulo

Comunicador social y periodista egresado de la Universidad Los Libertadores con diez años de experiencia en medios de comunicación.@joseph_casanasjcasanas@elespectador.com
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