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Volver a escribir

Compartimos un texto en donde el autor reflexiona sobre el ejercicio de escribir, partiendo de su propia experiencia y la de escritores como Borges, Dante y Octavio Paz.

Andrés Felipe Yaya
02 de diciembre de 2023 - 05:37 p. m.
"Únicamente en el acto de escribir todo está por suceder y nada parece imposible".
"Únicamente en el acto de escribir todo está por suceder y nada parece imposible".
Foto: Getty Images

Es un día cualquiera. Hace calor. Un calor menudito que magulla los techos. En casa hay un silencio que se prolonga por horas, casi interminable. Por momentos entra el viento y sacude las matas que cuelgan de los ventanales. Son días donde se quiere comer el mundo, pero también que el mundo lo devore a uno por la quietud de las horas. Se sueña, pero también nos aplasta lo real. Somos, como todos los días, las oportunidades de la existencia. Pienso en las palabras, en la novedad que se crea al escribirse. La diferencia radica en la escritura. Sí, todo se recrea con las palabras. La escritura redescribe el mundo y sus azares y su continuo devenir. ¿Qué son las palabras? Un olor, una sensación, un sonido, un lugar. Hay palabras vivas, viejas y muertas. Hay palabras que nos evocan otra palabra porque todo se nombra con palabras.  Porque las palabras longevas, escribe Álex Grijelmo, traen el aroma antiguo de un idioma certero. Porque en las letras de “rosa” está la rosa y todo el Nilo en la palabra “Nilo”, escribe Borges. Porque las palabras al igual que las plantas nacen y mueren.

Dante señaló, a propósito de las palabras, que un poema es una composición de palabras a las que se le pone música. Así pues, el ritmo y las palabras constituyen la esencia del poema. El poema es música verbal. Es decir, una danza como dice José Manuel Arango, donde la bailarina no vuela, pero semeja que volara, por momentos se cree que flota, que se eleva por encima de las cosas, que se vuelve aire y materia irreductible. Y no solo la poesía, sino la prosa misma, la escritura está regida por una música interna que revela cada tanto la materia del mundo. Escribiendo el mundo se recrea, vuelve a emerger como un animal tierno e inofensivo.

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Ahora bien, hay una naturalidad en las palabras, específicamente en el lenguaje popular, es decir, en el habla cotidiana. Allí las palabras están en su estado más genuino, más transparente y más profundo. Lo popular, como señala Grijelmo, es lo que proviene del pueblo y a su vez se une a una tradición y a una sabiduría de mundo porque se vincula a dichos que construidos racionalmente se convierten en una verdad del mundo. Nuestros campesinos apalabran el mundo desde un lenguaje simple y corriente, con precisión y vitalidad. Construyen narrativas con un lenguaje rico, colorido y abundante. La palabra en ellos era también un compromiso ético y de lealtad pues la palabra no se rompía. A través de la palabra habían intercambios narrativos, de experiencias y trueques materiales. Era la palabra toda la configuración para suceder la vida, en otras palabras, eran el vehículo para poner en marcha la acción.

Así pues, las palabras son un instrumento –artefacto cotidiano—que está en nosotros de forma constante: nos revelan y nos destruyen; están presentes como el abandono del asombro en los niños. A veces, pues, no se conoce las claves, las armaduras, las fórmulas de un compás dentro de un pentagrama; sucede, también que, desconocemos las líneas, el trazo, los colores dentro de una pintura. Pero, al contrario de esto, si se conocen las palabras. Son ellas, aparentemente, el lenguaje común del hombre. En la palabra “Casa” explicamos que es un lugar para habitar. Conocemos su definición, cómo está construida, pero en el hecho poético existe una transgresión de las palabras como lo hace Miguel Hernández con su poema Todas las casas son ojos. Cada palabra, leve y danzante, busca su intérprete: ambos en este encuentro, desconcertados y tímidos, reencarnan todo un mundo pasado que se construyó a pedazos.

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Sostiene, entonces, Borges: “La melodía, o cualquier pieza musical, es una estructura de sonidos y pausas que se desarrolla en el tiempo, una estructura que, a mi parecer, no puede dividirse. La melodía es la estructura, y a la vez las emociones de las surgió las emociones que suscita.” Las palabras se juntan, son caprichosas: toda frase es una búsqueda de palabras y en ellas una búsqueda de música. Los vocablos, uno a uno, se unen bajo el tiempo de un redoble de tambor, con un pronunciamiento, una intensidad, con un tiempo perfecto, donde todo resulta encajado. El silencio, justamente, abstrae más silencio, como la música lleva a la música, como una imagen suscita otra imagen. El ritmo influye y domina la arquitectura de la escritura, conmueve, entrañablemente apacigua todas las criaturas que nos habitan. La escritura —dice Octavio Paz—es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el ritmo.

Habitualmente, escribir es un diálogo permanente con el mundo, pero ¿qué mundo nos quedará después de aprehenderlo a través de las palabras? De todas maneras, el mundo es una materia de asombro que hay que mirarlo con ojos virginales, que hay que describir de la manera más endiablada, una forma exaltada donde todo está por descubrirse. En un seminario el escritor Julián Serna Arango se preguntaba por los elementos que marcan la diferencia al momento de escribir. Son tres, decía. La primera: ser claro. La segunda: decir cosas distintas, es decir, aportar algo. La tercera: hacerse inolvidable. En fin, son ideas atinadas que solo lo entrega el oficio mismo. Únicamente en el acto de escribir todo está por suceder y nada parece imposible. Aquí tres nociones certeras. Tres filosofías de oficio. Tres revelaciones razonadas, pero indómitas como un animal encerrado.

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Por Andrés Felipe Yaya

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