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La Esquina Delirante LIII (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita. En tiempos fugaces, como los nuestros, en los que la inmediatez y la incertidumbre parecen haberse apoderado de nuestra cotidianidad, el microrrelato se yergue como eficaz píldora psicoterapéutica.

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Autores varios
26 de noviembre de 2020 - 09:26 p. m.
"No eres tú, soy yo", "El amigo de Mario", "Cuento de la calle", "Del conflicto y los claveles", "Tus ojos, mi obsesión", "El poste", son los títulos de esta edición de "La esquina delirante".
"No eres tú, soy yo", "El amigo de Mario", "Cuento de la calle", "Del conflicto y los claveles", "Tus ojos, mi obsesión", "El poste", son los títulos de esta edición de "La esquina delirante".
Foto: Ilustración: Jimmy Arias
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No eres tú, soy yo

Lucía iba en camino a la casa de Marco, y con cada paso, practicaba lo que iba a decir. “Ya no está funcionando”, “tenemos planes distintos”, “no significa que no nos vamos a volver a ver”. No, muy genérico, tenía que ser más personal. “Las últimas semanas he sentido que necesito tiempo para mí, y creo que tú también”, mejor. En todo caso, mejor que la verdad, mejor que decirle que ya no siente atracción por él, y que esto puede deberse a las comparaciones inevitables en su cabeza entre Marco y Andrés, su secreto mejor guardado. Mejor que confesarle que ya no soportaba sus ronquidos, sus quejas ni sus chistes sin gracia. Y definitivamente, mejor que contarle que se iba de viaje con Andrés y que no sabía cuándo volvería.

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Tocó el timbre y el tiempo se acabó, tenía que hablar con él y salir de allí. Marco abrió la puerta con una copa de vino en la mano, “siéntate” le dijo, le entregó la bebida y fue directo a la cocina. Lucía pensó en decirle que no, cuanto antes mejor, pero se sentó por pura cortesía y bebió el vino por pura ansiedad. Cuando Marco se sentó a su lado y le ofreció un pedazo de torta, Lucía no pensó en que era la primera vez que él cocinaba algo exclusivamente para ella. Tampoco reparó en el sabor levemente amargo del postre, mientras tragaba grandes bocados con el fin de acelerar el proceso. Justo cuando tenía las palabras “creo que deberíamos terminar” atoradas en la garganta, Marco se excusó un momento y salió de la casa.

La mujer delgada y pequeña que lo esperaba afuera le preguntó de inmediato, “¿Cuánto le pusiste?” “Le puse las 40 gotas” contestó él, mientras le entregaba unos billetes. “Con eso la aseguras un par de años, luego hay que renovar”, y partió.

Pasaron 2 años y Lucía comenzaba a dudar de su decisión de comprometerse con Marco. Sus ronquidos le molestaban y sus chistes ya no le causaban gracia. Tomó un sorbo de vino para relajarse, mientras se preparaba para comerse la torta que Marco le había cocinado.

Sofía Bayona

***

El amigo de Mario

Ese día era importante para Mario, tenía que comportarse como un hombre, de lo contrario, perdería ese nuevo trabajo que le habían conseguido otra vez. Lo único que le impedía salir de casa era un problema gravísimo, había peleado con su mejor amigo, y no solo peleado, le había gritado y hasta estrujado, pese a haber prometido no hacerlo más.

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Su amigo por otra parte, estaba inmóvil y sereno, como siempre, ubicado tranquilo en una de las esquinas de la diminuta habitación, justo enfrente de Mario, quien se había encogido y arrinconado como un perro arrepentido en busca del amor de su amo tras haber dañado uno de sus calcetines favoritos. El amigo de Mario, por otro lado, estaba sonriendo, como lo había hecho desde el día que se conocieron por primera vez gracias a la recomendación de un doctor amigo de la familia; ahora el amigo regordete y bajito de Mario estaba de un color más pálido que entonces y varias de las marcas de su rostro feliz, ya se habían borrado con el tiempo, pero igual miraba con gran sonrisa al hombre nervioso y ansioso.

El gordo amigo de Mario ya lo había acompañado antes en situaciones así, de estrés, de hecho se había convertido en el acompañante oficial de todas las ocasiones especiales y sabía mejor que nadie la ansiedad que sufría Mario por conocer a nuevas personas, porque, según Mario, este mundo estaba lleno de gente loca y despistada, pero no su amigo, él era el único que comprendía el estrés que debía soportar a diario. “¿Me perdonas?” dijo Mario tras unos segundos en silencio haciendo un puchero, su amigo no dijo nada, solo lo miró alegre. “¿Sabes? eres el único que me comprende bien” continuó y entonces sonrió ampliamente, así como su amigo le había enseñado. Mario se puso en pie y con tan solo un par de pasos llegó a la esquina frente a él, tomó la pelota de cara sonriente, se la metió al bolsillo y salió a enfrentar otro día lleno de locos.

Lorena Marcela Rodas

***

Cuento de la calle

La estatua de Bolívar proyectaba la sombra equidistante del sol bajo la cúpula que hacía las veces de servicio para palomas. No habían pasado dos minutos desde que salí del Transmilenio con Juliana y ya sentía que alguien nos observaba. Lo que eran risas y ternura se habían transformado en tensión ante el peligro: un hombre barbado y ennegrecido por la ciudad nos avistaba desde el otro lado de la calle de enfrente. Su mirada intimidante no era problema para mí, pues ya estaba acostumbrado, pero las manos de mi abrazable compañera agarraban mi brazo con tremenda fuerza visceral. Yo no quería pensar en que ese sujeto se acercara, ni mucho menos que nos dirigiera la palabra.

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Él caminó hacia nosotros, mientras que Juliana se acomodaba poco a poco detrás de mí. Mis mejillas se sonrojaron y a medida que el rostro del hombre se hacía reconocible mis puños se cerraban. El impacto había sido peor de lo que me esperaba, lo único que pude decir fue: “Hola, papá, ¿Cómo has estado?”.

Andrés Felipe López Arias

***

Del conflicto y los claveles

Las dos mejillas achatadas sobre el barro.

Una de la madre, otra del hijo.

La brisa era fría, la tierra húmeda también.

Incómodo por la presión ejercida sobre su frágil cuerpo el infante se removía.

Los brazos delgados de la madre, que no era más que otra chiquilla, rodeaban su pechito y en

un siseo bajo rezaba el padre nuestro.

Una bota se hundió en el barro. Luego otra.

La madre se dobló sobre su cuerpo como un armadillo, sirviendo de caparazón para el niño.

Un chapoteo les vibró hasta las mejillas.

No la vio cerrar sus ojos, pero la sintió encogerse. El niño hipó de miedo.

El seguro metálico se movió del sitio, el cañón apuntó hacia el ruido.

Los pájaros volaron, el sol se ocultó.

La bota se hundió nuevamente en el barro, pero esta vez se alejó.

El suspiro que tenía atravesado se mezcló con la tierra y el hijo finalmente lloró.

Gabriela Parra

***

Tus ojos, mi obsesión

Nubes grises pintaron el cielo, la tormenta comenzó a cantar. Todos se empezaron a ausentar.

Ahí estaba yo, sentado en un banco del parque, disfrutando de la lluvia, saboreando la soledad. Allí estaban ellos, disfrutando del amor, de las caricias y la seducción. Un beso bajo el agua, una mirada y un adiós. Tenían los ojos llenos de amor, esos que tanto conozco yo y que me partieron el corazón.

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Cuando ella se alejó, no la pude dejar de mirar. Como siempre, su piel blanca me dominó, su cabello azabache me enloqueció. Fue imposible resistirse a esos labios de caramelo y a aquella sonrisa de algodón. Pero sus ojos ¡por Dios! ¡sus ojos! eran mi debilidad. Parecían dos bolitas de cristal, tan delicados que me asustaba que se pudieran quebrar.

Estaba inquieto, muerto del miedo, no sabía cómo actuar. Mi único error siempre fue obsesionarme con su mirar y ella no lo supo manejar. Aquel día no estaba dispuesto a renunciar. Me acerqué a ella y la invité a caminar, yo solo quería hablar.

Cuando nos adentramos en el bosque, le prometí que la iba a cuidar y que sus ojos a nadie más iban a mirar. La vestí de rojo, su color favorito, y tan enamorada se vio que sin aliento quedó. La noche llegó y nosotros disfrutamos nuestro amor.

Han pasado varios años desde aquel día y todavía veo sus ojos al despertar, los guardo en mi mesa de noche, están los de ella y otras más.

Deisy Dayana Rojas Nivia

***

El poste

En otra noche fría, el poste alumbra la acera; está atento y dispuesto para ser testigo de las fatídicas situaciones en la ciudad de Bogotá.

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1:53. Un enamorado se recuesta contra él, mientras las lágrimas caen sobre el celular. ¡Pobre amador!, piensa el viejo poste. En la otra mano tiene una botella de vodka, toma un trago despacio, saborea gota tras gota del licor. Segundos después, empieza a bailar con el poste, este casi se sonroja, pero decide mantenerse firme, aunque le gusta sentir la calidez humana.

2:37. Elena mece sus caderas de izquierda a derecha a medida que escucha esa vieja canción cubana. Enciende un cigarro barato, se detiene para amarrarse las botas negras hasta las rodillas y mira fijamente la luz del poste. Siente el calor que transmite hacia su cara, mientras sonríe de felicidad, hace mucho estaba esperando el arreglo.

3:10. En medio del poste, Elena y el enamorado se miran tímidamente. A ella le han devuelto su cuchillo afilado, sabe que puede volver a matar. Él no quiere conseguir más vodka, conoció a una linda señorita, en medio de Bogotá.

En la mañana siguiente, el desgastado poste termina de limpiar la sangre del metal. Como es usual, no quiere que nadie se escandalice para que más noctámbulos lleguen para atestiguar las nefastas historias de Bogotá.

Isabella Hurtado

***

Los relatos son el resultado del Taller de Narrativa de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Sabana. Agradecemos al escritor Jerónimo García Riaño por su curaduría. Para terminar el difícil 2020 buscamos relatos positivos, optimistas, de máximo 200 palabras. Pueden enviarlos a: laesquinadelirante@gmail.com. Síganos en Instagram, #laesquinadelirante.

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